Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado
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NUEVO HUMOR Y NUEVA LITERATURA Por LUIS GREGORICH La literatura argentina, desde sus orígenes, ha sido pródiga en humor, si no en humoristas. Este hecho significa que fueron pocos los escritores profesionales de humor, a la manera de James Thurber, Alphonse Alláis o Wenceslao Fernández Flórez, pero postula, en cambio, la presencia de anchas zonas de humor en las obras de los escritores serios o considerados tales por su tiempo. EL humor, como se sabe, es lo más serio que hay en el mundo. Detrás de él se esconde toda la gama de manifestaciones expresivas y sentimientos que otorgan al hombre cierta originalidad en la escala zoológica: la capacidad de reflexión, el amor, el odio, la tristeza. Algunas veces —muy pocas— refleja también la alegría. Y siempre, aun cuando parezca oscurecerse y elegir un camino pesimista, está guiado por la inteligencia y la voluntad creadora. Si bien existe un humor gestual, y no resulta impropio hablar de humor de sonidos o de líneas, no hay duda de que el humor, en el fondo, no es otra cosa que un lenguaje. Los grandes humoristas han sido, en todas las épocas, o bien grandes escritores, o bien grandes conversadores. Los más notables dibujantes de humor, los más finos historietistas —aun los que cultivan el humor “mudo”—, articulan su mensaje en un texto explícito o tácito, cuya apropiación y lectura exigen el mismo uso de códigos que la más compleja de las obras escritas. De aceptarse la propuesta precedente, no podría decirse que la literatura y el periodismo argentinos pasan por un período en que no surgen nuevas personalidades y que no se distingue por su índice de creatividad. En el terreno de la poesía o de la narrativa tradicional, es cierto, los últimos años no han sido particularmente generosos. Los Borges, los Cortázar de la mejor época, los Marechal, incluso los González Tuñón. no han sido todavía reemplazados. Mientras tanto, sin embargo, han surgido en un territorio contiguo Quino, Copi, Fontanarrosa, Cognigni, Caloi. ¿No hay en ellos, a menudo, un impulso poético y una originalidad mucho mayores que los que penosamente acopian tantos fabricantes de sonetos y supuestas novelas de vanguardia? Sólo a causa de la división del Trabajo, de la producción de cultura jerarquizada y estratificada, del carácter convencional y arbitrario, en fin, que caracterizan a la sociedad burguesa, hemos adquirido el hábito de hablar de “humor literario” para oponerlo a otras expresiones populares y gráficas de humor. Pero las convenciones, en este caso como en otros, suelen ser muy fuertes, y determinan la actividad de quienes escriben tanto como de quienes leen; por tanto, conviene seguirlas aquí para una interpretación más adecuada. Los límites del humor "literario" Felizmente la literatura argentina, desde sus orígenes, ha sido pródiga en humor, si no en humoristas. Este hecho significa que han sido pocos los escritores profesionales de humor, a la manera de James Thurber, Alphonse Alláis o Wenceslao Fernández Flórez, pero postula, en cambio, la presencia de anchas zonas de humor en las obras de los escritores “serios” o considerados tales por su tiempo. Después de la Revolución de Mayo, Juan Cruz Varela y el padre Castañeda fueron, cada uno a su manera, humoristas. Sarmiento, Mansilla, Wilde y Lucio V. López escribieron páginas de humor que pueden compararse sin desmedro con el resto de sus trabajos. Los cuentos costumbristas de Fray Mocho y las escenas satíricas de Roberto J. Payró poseen un humor quizá demasiado deliberado pero no pueden omitirse en este inventario. Ya en la segunda y tercera décadas de nuestro siglo, la lista se incrementa considerablemente. Enrique Méndez Calzada, Arturo Cancela, Alberto Gerchunoff, Luis Cané y, por fin, un auténtico “profesional” que hasta usará un seudónimo para diferenciar su tarea de humorista de la de poeta y comediógrafo: Conrado Nalé Roxlo, Chamico, forman parte de ella. Sin embargo, el humorista más notable es un escritor fragmentario, un filósofo en estado silvestre que, por lo demás, ha pergeñado cientos de páginas áridas: Macedonio Fernández. Uno de sus jóvenes amigos, Jorge Luis Borges, escribirá en la década de 1920 algunos breves ensayos y algunas críticas de libros que pueden contarse, con justicia, entre los textos de humor más brillantes que se hayan creado en el país. Es curioso: ni con la mejor buena voluntad podría encontrarse humor en las obras de un Larreta, de un Güiraldes, de un Martínez Estrada, de un Arlt. En cambio los escritores nacionalistas —incluidos los más reaccionarios—, buenos lectores de Chesterton, casi siempre han cultivado el humor con eficacia. Bastaría mencionar a Leonardo Castellani o Ignacio Anzoátegui. En el Adán Buenosayres, de Leopoldo Marechal, hay humor del mejor cuño. Adolfo Bioy Casares y Julio Cortázar son —siguiendo una línea cronológica—, en su generación, los que mejor han manejado el humor. El primero, en El sueño de los héroes, sobre todo, ha realizado una feliz parodia lingüistica cuyos efectos son irresistibles. Cortázar, por su parte, ha convertido al humor en una de las partes constitutivas de su producción, antes y después de las Historias de cronopios y famas, su libro humorístico por excelencia. Dentro de los límites de la literatura tradicional y al mismo tiempo desbordando hacia otros ámbitos, debe citarse a Isidoro Blaistein, el único escritor importante surgido en la última década que brinda al humor un papel preponderante en su oficio. Un cuento como “Victorcito, el hombre oblicuo” y muchos de los textos breves de El mago pertenecen por derecho propio a una antología mayor del humor argentino. En realidad después de 1955 los nuevos narradores no han sabido encontrar un lugar, dentro de sus obras, para el humor. Las múltiples teorías sobre el compromiso literario —Sartre, pleno de virtudes, no ha sido jamás un humorista—, la equivocada concepción de que el humor podía frustrar un buen alegato social, la “seriedad” de la militancia literaria y, asimismo, las carencias personales de los propios escritores, han colaborado para que hoy el cetro del humorismo haya pasado a otras manos. El turno de los "escritores-dibujantes" También el humor gráfico, con sus distintas vertientes —casi siempre populares—, tiene una larga tradición en el país. En el siglo pasado se registra una amplia variedad de revistas y libelos que utilizan la caricatura como arma política y que, en nerviosos trazos costumbristas, definen la realidad social de su época. El humor, cuando aparece, responde claramente a un programa previo y le está subordinado. A fines de siglo aparece Caras y Caretas, revista que señalará un jalón decisivo para el periodismo nacional y para la formación de un nuevo público lector, más numeroso que el anterior. Fray Mocho, Cao, Mauol y más tarde Alejandro Sirio, Málaga Grenet e incluso Ramón Columba han de ser sus más conocidos colaboradores. Otra revista, el P.B.T., aparecida pocos años más tarde, continuará en la misma senda. Con la fundación de Crítica por Natalio Botana comienza otra etapa de esta historia. Las historietas quedan definitivamente incorporadas a un diario importante y popular, y el humor gráfico es ejercido desde entonces por dibujantes argentinos que podrán, finalmente, convertirse en profesionales. Comienzan a trabajar y a publicar Lino Palacio, Carlos Warnes (“César Bruto”), y, más tarde, Luis J. Medrano. Patoruzú, creada por Dante Quinterno, es la primera revista argentina de humor moderna. Lo demás es ya bastante reciente como para ser reiterado. La fundación de Cascabel en 1941 por Emilio Villalba Welsh (en esta revista colaboran, entre otros. Flax —es decir, Lino Palacio—, Oski, César Bruto, Landrú y Chamico) y la de Rico Tipo por Divito en 1944; la aparición de Tía Vicenta, dirigida por Landrú, en 1957, iniciando toda una época del periodismo de humor, y la posterior presencia de una sucesión de publicaciones, desde la combativa Cuatro Patas hasta la semioficialista La Hipotenusa y la ayer no más clausurada Satiricón, reveló a un grupo de dibujantes y humoristas extraordinarios, que conforman, quizás, el aporte colectivo más considerable que ha recibido la literatura argentina —extendida ahora a áreas antes marginadas y subestimadas— en los últimos años. Quino y Copi, altamente cotizados también en el extranjero, tal vez sean quienes con mayor profundidad han explorado este nuevo género que alía texto e imagen en una síntesis inconfundible. No hay duda de que Mafalda, de Quino, por ejemplo, formula con una riqueza muy superior a la de mucha literatura “culta” la crisis del individualismo liberal y los lamentables equívocos de la civilización del consumo. Copi, por su parte, ha logrado con su lirismo neurótico y jadeante lo que los vanguardistas literarios siguen buscando: la originalidad en el tono, la ruptura de las convenciones formales. Una notabilísima contribución de la tradición oral, del humor popular de la mejor clase, la proporciona la revista cordobesa Hortensia y su fundador y director, Cognigni. Las dos antologías que en el último año y medio se han publicado de ellos constituyen acontecimientos editoriales de primer orden, y muy pronto podrá comprobarse cómo su gravitación habrá de llegar hasta los propios literatos ortodoxos, así como Ring Lardner alimentó la escritura de la narrativa norteamericana con las voces y los ruidos de la calle. Por esta ruta el humor ha vuelto a entrar en la literatura con suficientes títulos y pretensiones. Para que el encuentro entre escritor —¿por qué no “escritor dibujante”?— y lector se siga produciendo, y la participación de ambos crezca en vez de diluirse, el humor será tan necesario como siempre, igual que en la vida de todos los días. Redacción Enero 1975 |