Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado
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Reforma Constitucional (I) Constitución: Instrucciones para su reforma por Félix Luna El de 1973 fue un año electoral; todo indica que 1974 será un año constituyente. La puesta en marcha del complicado mecanismo que eventualmente culminará con la reforma de la Constitución Nacional habrá de llenar la mayor parte del tiempo político del año. Será, desde cierto punto de vista, una buena distracción. Pero también podrá ser un motivo de introspección colectiva, una manera de mirarse, de reformularse, que todo el país podrá ejercer. Parece oportuno recordar algunas circunstancias y establecer algunas precisiones sobre el tema constitucional porque en la Argentina se pasó bruscamente de una idolización de la intangibilidad de la Constitución, a un manoseo que ha rebajado su valor en la conciencia colectiva. Vamos a ver si es posible fijar algunas pautas para encuadrar el tema. LA ERA DE LA INTOCABILIDAD. Con un par de excepciones —las menos importantes, como veremos— todas las reformas que se hicieron a la Constitución de 1853 fueron viciosas por su origen. Y sin embargo puede decirse que todas fueron oportunas, en líneas generales. En 1860 se lleva a cabo la primera reforma que sufre la Constitución sancionada en Santa Fe siete años antes. Como se sabe, la modificación se efectuó como condición exigida por Buenos Aires para clausurar su estado de separación de la Confederación Argentina. Con ese propósito se reunió en la ciudad porteña una convención provincial para examinar el texto de la Constitución y proponer las enmiendas que considerara adecuadas. Luego, éstas se elevaron a la Convención Constituyente ad hoc reunida en Santa Fe, que las aprobó casi sin variantes. Eran veintidós reformas y en general mejoraban el contenido de la carta constitucional primitiva. Pero había un ligero detalle que nadie mencionó, no por ignorarlo sino para no entorpecer la complicada vía que se había escogido para superar las diferencias entre la Confederación y el Estado segregado: el detalle era, nada más ni nada menos, que la propia Constitución de 1853 prohibía su reforma durante los diez primeros años de su vigencia... Es decir que las modificaciones aprobadas en Santa Fe en septiembre de 1860 serían teóricamente nulas, por haberse formulado violando expresas disposiciones del instrumento que iba a reformarse. Fue ésta la primera trasgresión al mecanismo de reforma constitucional. Pero hay que convenir que, no obstante ello, las modificaciones de 1860, con su postergación del espinoso problema de la Capital Federal, las concesiones económicas a Buenos Aires y el mejoramiento del régimen federal, permitieron poner en marcha el proceso de unificación del país que, de todos modos, no se realizó sobre vías legales sino sobre el hecho violento de la batalla de Pavón y sus secuelas. En 1866 se reforma nuevamente la Constitución, pero solamente en dos artículos: aquellos que limitaban hasta ese año las fuentes de ingresos provenientes de derechos de exportación. Fue una Convención —también reunida en Santa Fe— puramente formal y de rápido trámite, al igual que la de 1898, convocada para elevar la base numérica de la representación parlamentaria y el número de ministros del Poder Ejecutivo Nacional. En esta última oportunidad no se hizo lugar a la reforma del inciso 1º del artículo 67 de la Constitución, cuya modificación había declarado necesaria el Congreso. (Alguna vez habrá que investigar el verdadero sentido de esta modificación frustrada, que hubiera significado, de aprobarse, la virtual segregación de la Patagonia, a la que se concedía la posibilidad de gozar de aduanas libres y puertos francos; medio siglo más tarde, el gobierno de la Revolución Libertadora impuso, violando la Constitución y con increíble irresponsabilidad, un régimen semejante para algunos territorios del Sur). Estas reformas de 1866 y 1898, intrascendentes en sí, se llevaron a cabo cumpliendo, al menos formalmente, con lo preceptuado por la Constitución en la materia. La necesidad de la reforma se declaró por decisión de los dos tercios de los legisladores que integraban el Congreso y se desechó la posibilidad de debatir cualquier punto sobre el cual no se hubiera establecido previamente la necesidad de reformas. De allí en adelante y durante más de medio siglo, se va afirmando el mito de la intangibilidad de la Carta Magna. Juristas muy meritorios como Joaquín V. González, Nicolás Matienzo, Juan A. González Calderón y otros, hacen sin quererlo un gran daño al construir alrededor de la Constitución una alambrada de púas conceptual que hacía aparecer como una torpe osadía toda intención de reformar su texto. ¿Para qué retocar ese maravilloso monumento de sabiduría? Si todo había funcionado tan bien, si de un país cercado por indios y montoneras, pobre y dividido, se había conseguido hacer una Nación que era un calco de Europa en nuestra pobre América, al amparo de esa Constitución, ¿qué utilidad tenía intentar reformarla? Esos eran, generalmente, los argumentos de los constitucionalistas en la primera mitad de este siglo. Pero la vida seguía y constantemente presentaba alternativas nuevas, situaciones no previstas. Y entonces la solución consistía en violar tranquilamente la Constitución, sin necesidad de reformarla. La ley de impuestos internos, por ejemplo, fue una clara violación a expresos artículos de la Constitución como lo fueron las innumerables intervenciones federales decretadas por el Poder Ejecutivo —virtualmente todas los de este siglo— por razones puramente políticas y no por las que la Constitución prescribía taxativamente. O la ley del Banco Central, que facultaba a una entidad integrada mayoritariamente por representantes de bancos extranjeros a controlar el manejo de nuestra moneda. O las leyes y decretos que regulaban la libertad de contratación en materia de alquileres, arrendamientos, etcétera. Así fue creciendo un sentimiento ambiguo frente a la Constitución: se la acataba pero no se la cumplía, como los duchos funcionarios coloniales españoles cuando llegaba una cédula real ordenando cosas que podían alterar el estado de cosas reinante en las Indias. Y esto era un valor entendido dentro del juego institucional, porque siempre había una Corte dispuesta a mirar bajo el agua y encontrar los distingos necesarios para constitucionalizar lo inconstitucional. Y téngase en cuenta que esto no era intrínsecamente malo: cuando un instrumento jurídico se convierte en anacrónico, hay dos maneras de superar el problema: o se lo cambia o se lo interpreta de modo tal que no obstaculice las exigencias de la época. Como la Constitución no podía cambiarse porque su intangibilidad se había convertido en un postulado, se la interpretaba, y lo que estaba escrito negro se convertía en blanco bajo la sutileza judicial. Lo cual era aceptable como recurso de emergencia, pero llevaba la hipocresía a un nivel de necesidad nacional. LA ERA DEL MANOSEO. Apenas llega Perón al gobierno en 1946, empieza a insinuarse la necesidad de reformar la Constitución. Como solía ocurrir en esta etapa del peronismo, las cosas se hicieron con buena intención y en función de un buen resultado, pero su instrumentación fue torpe y a la larga resultó contraproducente. Por de pronto, la necesidad de la reforma fue declarada en el Congreso por las dos terceras partes de los diputados presentes en el momento de la votación, siendo que la doctrina y la costumbre establecían que debía declararse mediante la voluntad de los dos tercios de la totalidad de los legisladores. De acuerdo con esto, debían votar afirmativamente 104 diputados como mínimo pero en la oportunidad lo hicieron sólo 96. En segundo lugar, la necesidad de la reforma fue manifestada en forma de ley, cuando la Constitución sólo habla de "declaración", que es una especie jurídica distinta. Y en tercer lugar, no se determinó en la ley respectiva qué partes o puntos de la Constitución debían ser objeto de reformas, siendo que la costumbre y la lógica imponían la obligación de detallar, en la declaración respectiva, qué puntos debían debatirse, para que el pueblo supiera en qué sentido inclinaría su voto frente a los aspectos concretos en juego. ¿Detalles? Tal vez, pero detalles que la oposición convirtió en clamores para tachar de nulidad el proceso reformador y lo que de allí saliera. En realidad, la impugnación a la reforma encubría esa idolización de la Constitución que habían repujado los grandes juristas liberales y había terminado por hacerse carne en vastos sectores del país. Recuerdo que un eminente dirigente radical me dijo en aquella época, con gesto de horror: —¡Pensar que van a dejar sus huellas digitales en el Preámbulo...! En consecuencia, una amplia mayoría del electorado votó por los candidatos a convencionales constituyentes que proponía el peronismo; pero la minoría, al sufragar por los candidatos radicales, estaba avalando tácitamente la tacha de nulidad fulminada contra la Constitución Justicialista que surgiría de la Convención Constituyente de 1949. Por otra parte, la Constitución Justicialista en sí misma sólo mereció objeciones serias en un par de puntos: el que permitía la reelección indefinida del presidente y el artículo que preveía la instauración de un "estado de prevención y alarma" más o menos similar al estado de sitio, pero menos preciso en cuanto a las atribuciones del Poder Ejecutivo en la emergencia. En lo demás, puede decirse que la Constitución Justicialista actualizaba con prudencia el viejo texto y permitía un mayor juego a aquellos elementos que en 1853 eran inexistentes pero que en 1949 ya protagonizaban un papel determinante en la vida nacional, cancelando además el papel pasivo que hasta entonces se había reservado al Estado para adjudicarle una función mucho más importante en el plano económico y social, tal como en los hechos venía ocurriendo. En cuanto al famoso artículo 40, incluido por iniciativa del grupo nacionalista cuyos epígonos todavía actuaban en el peronismo, no alcanzó a tener vigencia real y llegó a convertirse, hacia 1953/55, en una verdadera molestia para los planes económicos del gobierno. Como quiera que sea, la Constitución de 1949 se promulgó, fue jurada y tuvo validez hasta abril de 1956, cuando un simple decreto del gobierno de la Revolución Libertadora declaró restablecida la vigencia de la Constitución de 1853, haciendo hincapié en los argumentos que la oposición había esgrimido siete años antes para impugnar la creación justicialista. Primer error, este de cancelar por decreto una constitución. Y segundo error, convocar por decreto a una convención constituyente, como lo hizo el mismo gobierno de facto un año más tarde. Porque si en su momento la oposición había clamado la nulidad de las reformas peronistas emanadas de actos jurídicos más o menos discutibles, ahora ese mismo criterio debía clarificar de monstruosa toda elaboración que surgiera de una convocatoria promovida no por el Congreso sino por... (existe discontinuación en la crónica) No obstante, el mecanismo de reforma se puso en marcha. El "recuento globular", desequilibrado por el alud de votos en blancos peronistas, no funcionó como lo habían esperado sus propiciadores, pero de todos modos el cuerpo constituyente se instaló en Santa Fe en setiembre de 1957. Fue un festival de discursos y erudiciones, pero su intrínseca debilidad quedó revelada cuando el alejamiento de la fracción radical que seguía a Frondizi dejó a la congregación al borde de la falta de quorum, hasta que el retiro de otra fracción radical —la que lideraba Sabattini— le dio el golpe de muerte. Sólo un artículo —el llamado "14 bis”— alcanzó a sancionar la Convención Constituyente de 1957; y a pesar de los pecados y errores del proceso, se trataba de un buen artículo. Así va andando el país sus últimos años, con la Constitución de 1853 apenas rozada por el toque de 1957 y con otra constitución, la de 1949, archivada. El gobierno de la Revolución Argentina, en su etapa Onganía, coloca el "Acta de la Revolución" como una norma superior a la Constitución, pero no la cancela formalmente ni la modifica: esta decisión quedará reservada para la etapa Lanusse, cuando en abril de 1972 el gobierno de facto que preside declara la necesidad de reformar varios artículos (usurpando una facultad privativa del Congreso) y cuatro meses más tarde impone, también por decreto, determinadas reformas (usurpando las funciones de la Convención Constituyente). Y, sin embargo, ocurre que estas reformas, groseramente ilegítimas en su origen, resultan positivas y oportunas: unifican los mandatos de los legisladores con el del presidente, otorgan facultad de autoconvocatoria al Congreso, limitan la manía despilfarradora en la sanción de presupuestos y crean la minoría en el Senado, entre otras cosas. Estas iniciativas de Lanusse siguen, aparentemente, rigiendo la vida del país. No hay todavía un pronunciamiento judicial expreso al respecto, pero en la medida que existe un Poder Legislativo elegido según estas normas y un Poder Ejecutivo consagrado para completar el mandato del que se votó en marzo de 1973, puede decirse que las reformas impuestas a la Constitución por el decreto de Lanusse, siguen en plena vigencia. Entonces hay que concluir afirmando las siguientes paradojas: primo, de las seis reformas que ha sufrido la Constitución de 1853, cuatro se llevaron a cabo mediando vicios de origen; segundo, las dos reformas que se instrumentaron correctamente fueron generalmente positivas y adecuadas a las necesidades de la época. De lo cual se deduce una necesidad: que las próximas reformas se sancionen mediante un mecanismo inobjetable y que sean tan oportunas como las que se concretaron a través de mecanismos viciosos o discutibles. Para decirlo en otras palabras, que cuenten con el asentimiento de la enorme mayoría del país para que alcancen a contener un verdadero “agreement on foundamentals”, un acuerdo sobre los fundamentos permanentes de la comunidad argentina. El tiempo del manoseo tiene que haber terminado, así como ha terminado la época de la idolización de la Constitución, Una constitución no debe manejarse como una ley que eventualmente impone una mayoría a una minoría y ésta debe tolerar, aguantar: aquí se trata de la Carta Magna, del documento básico de la colectividad, del "contrato social”, para usar el vocabulario rousseauniano. Por lo que se ha podido advertir en los últimos días, este criterio es compartido tanto por el gobierno como por el principal partido opositor. Es de esperar que se establezcan coincidencias mínimas antes de la convocatoria, para sustraer las disidencias a esa vocación retórica que parece inseparable en los cuerpos colegiados. Pero ¿qué es lo que debería acordarse? EL ACUERDO FUNDAMENTAL. Una constitución es la propuesta del país posible, a partir del reconocimiento del país real. Si no tiende a perseguir el país posible, será apenas el reaseguro del status quo; pero si no parte del país real, sólo será una utopía. De modo que debe establecerse, como prerrequisito básico, que el futuro esquema constitucional se formula sobre la concreta realidad nacional, sin infantilismos gratuitos ni excesivas ilusiones. Mitre aconsejaba en 1860: “Hay que tomar el país tal como Dios y los hombres lo han hecho, esperando que los hombres, con la ayuda de Dios, podamos mejorarlo”. Se trata, pues, de ser realistas, para determinar hasta qué punto la constitución real de la Nación, el insoslayable facto, debe pasar a formar parte de la constitución jurídica. Esto que decimos no es una vaguedad: tiene que ver con aspectos muy concretos. Intentar crear un régimen de federalismo puro, por ejemplo, tal como postulan algunos dirigentes del interior, es una utopía por la simple razón de que la Argentina está condicionada por fatalidades geográficas, climáticas y productivas que imponen a su poder político una inevitable cuota de centralización. Utopía fue el artículo 40 de la Constitución Justicialista, bienintencionada expresión de un nacionalismo que no podía tener andamiento. No es demasiado grave el incumplimiento de estas metas generales enunciadas programáticamente en una constitución; pero resulta muy grave violar sus normas expresas y directas. Esto es lo que ocurre cuando la utopía se cuela al texto constitucional. Una constitución debe ser lo suficientemente estricta como para delimitar claramente derechos, poderes, funciones, pero lo suficientemente flexible como para dar paso libre a las exigencias que la comunidad nacional vaya asumiendo a través de los tiempos. Además, debe coincidirse en la preservación de las mejores experiencias del pasado. El liberalismo, sin duda ya cancelado, ha dejado una herencia que no puede desdeñarse: las libertades individuales, la igualdad ante la ley, la defensa ante la arbitrariedad. Sabemos que estos valores encubrían a veces grandes falacias. Pero eso no justifica su marginación de las reglas de juego que deben enunciarse en el texto constitucional. Deben, en todo caso, completarse con el reconocimiento de los valores que hacen a la integridad humana en el plano de lo económico y social. Si los dirigentes oficialistas y opositores logran acordar en estos puntos una coincidencia, la futura Constitución —exenta de idolatrías tanto como de manoseos— podrá amparar quizás una larga etapa argentina. ___________________ Reforma Constitucional (otra crónica, a continuación de la de Félix Luna, en la revista) (II) La reforma constitucional En la última semana el tema de la reforma constitucional, ya debatido en distintos círculos políticos y sobre el que se alcanzaron mínimos acuerdos entre los bloques parlamentarios, saltó imprevistamente al tapete, luego de la entrevista que Juan Domingo Perón y Ricardo Balbín mantuvieron en Gaspar Campos. Uno de los asuntos tratados en ese encuentro fue la forma en que será viabilizada la reforma a la Constitución e incluso ambos líderes intentaron profundizar las coincidencias para evitar que la convocatoria y la sanción de la nueva ley fundamental provoque rozamientos entre los dos partidos mayoritarios, que, hasta ahora, han actuado armónicamente. De todas maneras, el rechazo de casi todas las fuerzas políticas a las tesis de rigidez constitucional mantenida por los expertos en el pasado parece ayudar al clima de colaboración que rige el trabajo del oficialismo y la oposición en las cámaras legislativas. LA OPINION RADICAL. "Para comprender el problema constitucional, es necesario tener como principio orientador básico que la Constitución es el pacto fundamental de la unión nacional. Ello presupone dos cosas: los fines sustantivos que debe alcanzar una Nación abierta al futuro y los medios que le permitirán lograrlo. El planteo de la cuestión es importante porque implica reafirmar, en base a la expresión de ideas en torno a la reforma, el camino institucional para alcanzar nuestro progreso y nuestra liberación", enfatiza Fernando de la Rúa. Según el senador radical "desde la raíz nacional el país busca la confluencia de dos líneas históricas: la vigencia de lo popular y lo nacional en el marco de la soberanía, y la organización institucional que a través del régimen constitucional permite asegurar los derechos de todos. La convergencia de ambas líneas no siempre ha sido posible: a veces el signo ha sido lo popular pero en el desquicio jurídico; otras, el respeto formal a la ley con el olvido del pueblo o del sentido nacional por parte de los grupos gobernantes. Yrigoyen unió a las dos y esa misma convergencia debe ser el signo del futuro, como ya lo está prefigurando el presente". Para el ex candidato a la vicepresidencia de la República, lo fundamental de la idea de la reforma es acertar en la oportunidad, una actitud que inevitablemente recuerda al ahora famoso "todo en su medida y armoniosamente" de los griegos; De la Rúa sostiene que tanto el apresuramiento como la demora encierran el riesgo de que lo que debe ser un acto de unión se convierta en un proyecto de competencia política. Desde el punto de vista radical, el desarrollo constitucional, al menos en este siglo, no sirvió para concretar la unidad nacional. "Ha habido desencuentros, persecuciones y discordias entre las fuerzas populares. Las reformas constitucionales de los años 1949 y 1957 tuvieron la presencia de ese inevitable trasfondo. Por eso fueron más banderas de lucha que factor de unión y se limitaron a cubrir el aspecto formal de la Constitución pero no la esencia de unidad que ella debe significar. Este proceso histórico se agrava con la intervención militar de 1966, con la que se destruyen las instituciones cuando el país se encaminaba, a través del gobierno de Arturo Illía, a su plena reconstrucción, como lo confirman las elecciones que se realizaron sin proscripciones. Últimamente, en fin, se inserta en el proceso la llamada "enmienda" sancionada por la junta militar y sólo aceptada para recuperar la soberanía popular”, argumenta el legislador. Para De la Rúa entonces, "la constitución debe ser el reconocimiento de la realidad; está bien en claro que debe tener su acento en la justicia social, que define el modelo de país que queremos realizar, que reafirme el federalismo y el sentido republicano, en la que no puede incorporarse una fórmula como la del estado de guerra interna y en la que el sentido individualista debe ser reemplazado por el de solidaridad, además de no dar cabida a ciertas nostalgias corporativistas que ya se insinúan”. EL CAMINO INTRANSIGENTE. El particular estilo que caracteriza las relaciones entre el justicialismo y la Unión Cívica Radical (UCR) —prácticamente desde el día siguiente de los comicios— ha sido rápidamente imitado por las demás fuerzas políticas, configurando lo que un legislador oficialista denomina “constructiva e histórica oposición”. En esta línea se inscriben los hombres del partido Intransigente y su cabeza en el Parlamento, el diputado Héctor Portero, afirma: “Como partido nosotros no creemos que sea inoportuno hablar de la reforma. El modelo de país del que tanto se habla tiene que ser claramente fijado y la reforma constitucional es una excelente oportunidad para decir en qué posición estamos cada uno de los argentinos, si con el viejo sistema o con el nuevo que marcan los tiempos; con los conceptos de mantenimiento del statu quo o de revolución y, admito que sea dentro del ordenamiento constitucional, manteniendo todo lo que es útil, pero incorporando lo que falta. Evidentemente nuestra concepción es liberal en lo político y económico y debe ser complementada con disposiciones que sistematicen e institucionalicen la verdadera participación popular en un proceso de creación cultural y socialización de ciertas áreas de la economía”. Portero considera que la reforma, si se hace en término de una verdadera consulta al país sobre qué piensa el pueblo acerca de temas esenciales, es oportuna siempre y cuando no se quede en los planteos. “Es útil que el país sea consultado pero el debate debe ser amplio. No puede detenerse en un simple análisis sobre la duración de los mandatos, sobre la simultaneidad de las elecciones, sobre el funcionamiento del Parlamento. Es cierto que sobre todo esto hay mucho que hacer, pero no podemos limitarnos a establecer un sistema “previsional de crisis políticas” que, en vez de conseguir la efectiva participación popular establezca una especie de pacto para reformar determinadas cosas, únicamente en lo que hace a aspectos formales del ejercicio del poder político y que escamotee la búsqueda del ser nacional y la discusión de los problemas de fondo, contradictorios, que nuestro pueblo tiene que decidir definitivamente”. Hay quienes sospechan que la convocatoria a una convención constituyente tendría otros fines, además de los específicos. Concretamente que la existencia de la convención —una vez instalada— pudiera servir para consolidar la estructura del régimen institucional en algún momento de fractura más o menos intensa del gobierno. Al respecto el diputado intransigente analiza: “Creo que algunos de los que hablan de la reforma apuntan a eso. Nosotros consideramos que con la existencia del actual gobierno del pueblo y fundamentalmente del Parlamento eso sería un efecto innecesario. Una asamblea instalada y funcionando durante un largo tiempo para prever posibles alteraciones del Poder Ejecutivo —el cambio de su titular por ejemplo— sería algo innecesario, pues existe un Congreso que ha demostrado inequívocamente que está a tono con la necesidad del país de mantener el régimen institucional”. Es decir que, para los intransigentes, la convocatoria a una convención constituyente es útil para mejorar nuestro sistema partiendo de un gran debate, pero no como excusa para la creación de un elemento suplementario del orden institucional. Estos, con un antecedente no muy lejano, tienen una visión más concreta del asunto. El diputado Luis Sobrino Aranda memora que en el año 1949 se incorporaron por primera vez temas eminentemente sociales como la protección de la niñez y de la ancianidad. “Al abandonarse esta Constitución y volverse a la del '53 se abandonó una línea ideológica de avanzada. Claro que ahora no podemos volver nosotros hacia esa Constitución nuestra; el mismo presidente ha manifestado que no nos podemos manejar con principios del pasado. Hoy debemos hacer una Constitución que también sea de avanzada y que contemple todas las experiencias que la Argentina no pudo vivir. La Carta Magna debe dejar claramente asentados los lineamientos espirituales, económicos y sociales sobre los que se desarrolla la sociedad. Es importante también volver a trazar los derechos del trabajador que apenas fue tenido en cuenta por la Constitución de 1957 que incorpora, de manera incipiente, el derecho a la huelga.” Sobrino Aranda es reconocido como un ardiente defensor de la unidad familiar —recordadas son sus críticas antidivorcistas— y considera que gran parte de los males de nuestra sociedad son fruto de la desaparición de lo que los psicólogos denominan "la gran familia”, aquella institución regida por una inapelable autoridad paterna. "En lo que nos ocupa ahora considero que son temas primordiales y básicos la familia, la educación y el trabajo que, por otra parte, en todas las constituciones del mundo son puntos fundamentales de las reformas. Las normas jurídicas abstractas deben ser consideradas en determinado tipo de circunstancias, lo que se quiere hacer aquí es una reforma no jurídica sino social, de amparo, es el cambio de una mentalidad: el Estado-gendarme, propio de una Constitución liberal, deja paso a un Estado-providencia, al que le importa el ser humano como tal”, teoriza el legislador, y concluye: "La Constitución del año 49 contenía el decálogo de la ancianidad; creo que no sólo hay que volver a eso, sino contemplar de un modo amplio al resto de la familia, pilar básico de la sociedad.” El diputado peronista considera que —siempre teniendo en cuenta el antecedente que constituye la carta sancionada durante el anterior gobierno de Perón— la Constitución debe graficar los ¡límites de la protección al niño y al anciano y explicitar claramente los derechos del trabajador, por supuesto, todo acompañado por una legislación supletoria que contemple hasta los aspectos más olvidados. ANTECEDENTES Y OPORTUNIDAD. La Constitución que rige actualmente fue sancionada el 1º de mayo de 1853 y, excluyendo la experiencia justicialista de hace un cuarto de siglo, reformada cuatro veces: en 1860, 1866, 1898 y 1957. De las cuatro la primera es la más amplia pues establecía disposiciones referentes a la economía, la educación y, principalmente, al apuntalamiento del federalismo. Las dos reformas siguientes sólo contemplaban aspectos formales en lo que respecta a las atribuciones de alguno de los tres poderes. Recién en el año 1957 se incorpora el elemento social al agregarse el artículo 14 bis que tiene como centro el trabajo y los derechos de los trabajadores, entre otras cosas, de organizar sindicatos, concretar convenios colectivos de o trabajo, declarar huelgas y gozar de n los beneficios de la seguridad social. La nueva reforma constitucional se g plantearía, aparentemente, a mediados del año 1974, aunque nadie admita estar muy informado sobre la fecha concreta. Lo cierto es que no existe ningún tipo de inconveniente en los partidos de oposición en tratar el tema; por el contrario, todos consideran que una Constitución no es una cosa estática y que debe ser, periódicamente, puesta a tono con los tiempos. Este acuerdo entre las distintas fuerzas políticas, inconcebible hasta no hace mucho, hace reflexionar al justicialista Sobrino Aranda: "Esta Constitución se va a gestar sin odios, será hecha con verdadero sentido de país e, indiscutiblemente, no podrá ser derogada como pasó en otro momento”. Revista Panorama 27/12/1973 |
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