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los ranqueles


Expulsión a los indios ranqueles
A 250 kilómetros de Santa Rosa, La Pampa, los descendientes de los caciques Ramón Cabral y Santos Morales están a punto de ser desalojados de sus reservas por los wincas modernos. Argumento: ocupan tierras fiscales

“Es muy triste ser pobre cuando a uno lo corren de todos lados." Ceferino Morales (37 años, cuatro hijos) echa una mirada a las tierras estériles que todavía ocupa, junto con otros descendientes de los caciques Santas Morales y Ramón Cabral y recita la queja unánime de los últimos ranqueles: "Desde que los wincas (cristianos) invadieron estos parajes, nosotros somos intrusos; aquí la vida es triste, pero estamos acostumbrados, aclimatados; nuestra única esperanza es morir acá, pero nos quieren desalojar hacia el desierto".
A 250 kilómetros de Santa Rosa, en el árido noroeste de la provincia de La Pampa, unos mil paisanos (como ellos mismos prefieren llamarse) se dedican a la cría de ganado en condiciones de agresiva miseria. La inencontrable ley 1501 (denominada Del Hogar) del 2 de febrero de 1884, por la que el Congreso Nacional donó a aquellos legendarios caciques 80 mil hectáreas en el Departamento de Chadileo, recién se efectivizó en 1903 con la radicación definitiva de las tribus. Así se formó la Colonia Emilio Mitre, donde fueron a recalar los sobrevivientes de las campañas militares desplazados del sur de las provincias de Buenos Aires y Córdoba. La ocupación de esos predios (una superficie valuada en 320 millones de pesos) data del acuerdo a que llegó el coronel Lucio V. Mansilla con los aborígenes que habitaban la zona de Leuvucó. Los descendientes Ambrosio Carripilión, Ataliva Canhué, Pedro Páez. Pantaleón Peralta y Ceferino Morales —ocupantes de 3.150 hectáreas— se encuentran ahora amenazados de desalojo como consecuencia de un dictamen de la Dirección de Tierras de la provincia, que adjudicó sus chacras a Juan Pedro Fiorda, ex secretario municipal de la localidad de Victorica, basándose en un complejo sistema de puntaje en el que juega un papel decisivo la posesión de bienes.
Las palabras del cacique Santos Morales —recogidas a principios de siglo por Alberto J. Grassi en su libro La Pampa y sus derechos— rescatan así, a casi 70 años de distancia, una actualidad lacerante: “Nos conquistaron las tierras porque se nos consideraba indios, baguales, ladrones. En nombre de nuestra enmienda, de nuestra reforma y de la civilización, fuimos obligados a entregar las armas y deponer nuestros rencores, confinándonos en estos médanos pobres, cuyas arenas amenazan sepultarnos antes de tiempo. Hace 40 años de estas promesas, y estamos esperando todavía los elementos de la civilización prometida”.

LAS TIERRAS BLANCAS
Sin agua, ni electricidad, ni médicos, ni ferrocarril, ni caminos, a 110 kilómetros del pueblo más cercano, la región de la Colonia Emilio Mitre pertenece a una de las áreas más desérticas de la Argentina, con lluvias escasas y sequías periódicas. Las perforaciones que los indios han podido hacer con sus precarios medios sólo alcanzaron napas poco profundas, donde el agua salada confirma una teoría generalmente aceptada: la de que la pampa era un lecho oceánico.
Los suelos livianos, erosionados hasta la esterilidad por las grandes sequías de la década del 30 (que produjeron en toda la provincia un éxodo de 50 mil habitantes), apenas alcanzan para alimentar un ganado escuálido y poco denso, criado con los métodos más primitivos. Los caballos sirven para movilidad y consumo de carne, las ovejas para la esquila; las vacas y chivas, cuando no son carneadas para sostener la monótona y primitiva alimentación (carne de potro, torta frita y mate), se venden al acopiador que oficia de intermediario.
Sometidos a un cambio cultural violento a partir de la conquista del desierto, los descendientes de los ranqueles han dejado de ser indios sin llegar a convertirse en wincas y sobreviven a su demoledora, miseria mediante una economía de subsistencia que sólo produce un pequeño excedente para comercial. La aridez de la región, por añadidura, fue agravada por la construcción, en 1948, del dique de El Nihuil, que cerró las aguas del río Atuel por el sur y prácticamente eliminó los esteros y bañados del río Salado. Una disposición de Agua y Energía, que obliga a Mendoza a efectuar tres sueltas anuales, se cumple muy irregularmente. “Donde antes había pobladores ahora hay matorrales —comentó Albina Irigoyen (60 años, dueña de un bar en la localidad de La Pastoril, cerca de la colonia ranquelina)—; ahora está todo lindo porque llovió, pero cuando viene la seca mantenerse vivo es una hazaña”. Y, como si quisiera proclamar una denuncia, agregó: “Ahora están echando mucha gente, con la ley de arrendamientos rurales. Los desalojados venden el capital que tienen en hacienda y se van al pueblo. Es muy triste; no todos hemos nacido para vivir en el pueblo. Muchos han tenido que pagar la tierra a precios absurdos para poder quedarse y hay gente vieja, que no puede trasladarse”.

EL BOLICHERO
El centro de la Colonia Emilio Mitre se limita a cuatro humildes construcciones: el boliche, el aula-escuela, la comisaría y el juzgado. Modesto José Mendizábal —un rozagante vasco de 40 años, propietario de unas 1.900 hectáreas— es a la vez el acopiador del ganado que le venden los indios, el dueño del único almacén de ramos generales y el juez de paz suplente. Su mujer (Alicia Comanducci, 26 años, una hija) es la maestra y directora titular de la escuelita, y un primo de ella, apellidado Navarro, puso los capitales que permitieron a Fiorda alambrar las chacras en disputa.
Para Mendizábal, las cosas son claras: “Lamentablemente son mala gente, mala entraña. Me roban los capones, no trabajan; está bien que los saquen y les den las tierras a los que las hacen producir. A mí me ablandan con palabras: me deben plata; cuando les voy a cobrar termino llorando con ellos”. Pero entre mate y mate reconoce: “La verdad es que ningún gobierno se preocupó de ayudarlos. Ahora se llamó a licitación para levantar un internado para los niños, que no vienen a la escuela porque están a
varias leguas y no hay caminos ni trasportes; pero eso debió hacerse hace mucho tiempo. A estos indios hay que darles aguadas, caminos, máquinas. Son grandes inversiones, pero así no van a ningún lado. Hacen unas mantas (matras) muy lindas, que podrían comercializar; pero no hay forma de comprárselas; yo les encargué algunas y todavía estoy esperando”.
Ataliva Canhué, un araucano sin pelos en la lengua, opina de otro modo: “Ellos son los trabajadores que trabajan con los empleados. Aquí hay que andar todo el día, continuamente, bajo el rayo del sol. Como nos quieren sacar no reconocen lo que pasa con nosotros. Don Modesto es bolichero y después que nos ha sacado los ojos (nos tiene medio fundidos) nos paga así. Por eso no podemos salir adelante, y no porque seamos vagos. Nunca nos pidió matras, por no pagar; si se las venden regaladas, las agarra en seguida”.

EL EXODO
Unidos por un fuerte sentimiento de comunidad, sustentado en un sistema de parentesco endógamo (se casan entre ellos), y en un pasado y una situación económica comunes, los descendientes de los aborígenes son emplazados, por la fuerza de las circunstancias, a dispersarse en busca de un destino menos duro. Si los desalojos se concretan y extienden a las demás familias que pueblan la región, lo que fuera el poderoso imperio ranquel desaparecerá definitivamente, desintegradas estas pequeñas comunidades que aún se mantienen unidas. Las limitaciones del medio y la falta de capitales para tecnificar las explotaciones pondrán a los paisanos en inferioridad de condiciones con respecto a los criadores que, como Fiorda, estén en condiciones de realizar las obras necesarias. Así, paulatinamente, los que no se conviertan en peones llevados por la inevitable pauperización terminarán engrosando las periódicas emigraciones, tan habituales en la Colonia que se considera como expectativa lógica de una adolescente que quiera trabajar de sirvienta en Santa Rosa o Buenos Aires. Las únicas fiestas que realizan (generalmente una gran comilona) se producen durante las vacaciones, cuando llegan las chicas que trabajan en las grandes capitales. Algunos son hacheros en Telén o en Comodoro Rivadavia. “Cuando mi hermano viene de visita —narró Morales— dice que allá es más lindo pero que también es triste, porque está lejos de su tierra y no se acostumbra.”
Aunque la familia existe —como estricta unidad económica de consumo y producción—, la educación sistemática llega sólo a 3 niños descendientes de indios (los hermanos Zoilo, Micaela Valeria y Fernando Montiel, quienes recorren diariamente una legua de ida y otra de vuelta a lomo de caballo). Razones de distancia o de trabajo se unen a la proverbial desconfianza hacia los wincas, pero algunos se animan a mandar a sus chicos a Santa Rosa, donde viven en un Hogar-Escuela que les cobra 9 mil pesos anuales. La asistencia médica es poco menos que inalcanzable (el puesto más próximo está a más dé 100 kilómetros), y tanto la alimentación deficiente como la falta de la higiene más elemental contribuyen a la proliferación de la tuberculosis.
Un día cualquiera de los paisanos comienza alrededor de las 8, cuando apartan las chivas, sueltan las cabras al campo y preparan el desayuno. Las mujeres arreglan los ranchos de adobe y paja y preparan el almuerzo, muy frecuentemente la única comida abundante. Los hombres salen al campo a cuidar la hacienda y vuelven al mediodía. Después de una siesta muy breve vuelven a salir hasta que el sol se acuesta detrás del horizonte. Las mujeres cosen por la tarde, tejen sus hermosas matras o se visitan unas a otras recorriendo por lo menos una legua. Por la noche, si no le dan al trago, se duermen temprano. Algunos ranchos tienen radio, pero —obviamente— nadie lee diarios ni revistas.

LOS PLANES OFICIALES
Para el gobernador de la provincia de La Pampa, contraalmirante Helvio Gouzden, el problema de los ranqueles sólo admite medidas drásticas. “Hay gente que tiene sus predios a perpetuidad, como las tribus de Baigorrita y Tripailao (5 mil hectáreas cada uno), y otros descendientes de indígenas que ocupan campos fiscales en calidad de intrusos”, declaró a SIETE DIAS. Y añadió: “Allí tiene que ir gente progresista, que con sus inversiones introduzca mejoras y convierta el médano vivo en un centro de producción ganadera. Existe también el problema de la deserción escolar, que habrá de encararse con la construcción de un albergue que funcionará bajo un régimen de internado de lunes a viernes. Todo esto requiere un estudio, pero lo que es indudable es que, después del cierre del Atuel y la sequía de El Salado, para devolver su productividad a esos campos fiscales es imprescindible invertir capitales, sobre todo en la perforación de pozos y en la construcción de tajamares para aprovechar las lluvias".
Según la estudiante de antropología Patricia Schneier, que visitó la zona, se necesitaría, en cambio, otro tipo de planificación económica. “Los ranqueles son víctimas —afirmó— no de su condición de descendientes de indios, sino de su realidad actual de ganaderos paupérrimos, incapaces de competir con la producción latifundiaria. Es en vano plantearse que los paisanos son sucios mientras tengan que buscar el agua a una legua de distancia, bajo el sol rajante de la pampa, y no tiene sentido acusarlos de desidia en páramos donde el trabajo no puede ser más que una actividad destinada a la inmediata subsistencia. Roban porque viven hambreados y en la cultura de la que provienen el pillaje era una legítima forma de apropiación, un enfrentamiento de fuerzas, que si se observa con atención, no difiere ‘moralmente’ del enfrentamiento competitivo entre dos empresas comerciales. Desde hace cerca de setenta años, en Colonia Mitre, no se realizó un solo plan de promoción de la ganadería, ni un solo esfuerzo por dotar a la población indígena de conocimientos técnicos para mejorar la producción.
Ahora se enteran de que los desalojan porque algo que se llama Dirección de Tierras otorga ‘puntos’ a alguien que nunca vivió en la zona”.

LA LEY ES CIEGA
El doctor Pedro Fernández Acevedo —un viejo abogado pampeano que defiende a Ceferino Morales— está empeñado en pelear el caso en los estrados judiciales, hasta las últimas consecuencias. Su intervención fue quizás tardía (Ceferino firmó ya un documento comprometiéndose a entregar su lote en fecha fija), pero él insiste en sus argumentos mientras busca casi obsesivamente la ley por la que el Congreso de la Nación otorgó las tierras, a fines del siglo pasado. “Lo que pasa —sintetiza— es que Fiorda se acomodó con los funcionarios del gobierno en la época del gobernador González (un odontólogo que asumió luego de la caída del presidente Illía), y consiguió un desalojo que es una injusticia. Si no, sería imposible que se dispusiera de chacras donadas a los indios como si se tratara de campos fiscales, sujetos al régimen del puntaje, para entregarlas a un señor a quien se le forma con ellas una estancia de especulación de 3.125 hectáreas”.
Pantaleón Peralta (65 años, uno de los ranqueles más viejos) reflexionó mientras cuereaba un chivo: “No tenemos con qué resistir. Además —yo veo en el cine, cuando voy a Santa Rosa— los indios siempre somos los malos y nos arrasan a todos. Claro que nosotros no hacemos películas; cuando las hagamos, vamos a ganar nosotros”.

Revista Siete Días Ilustrados
06.01.1969
los ranqueles

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