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| VIDA PRIVADA Marta Minujín, para comerte mejor Marta Minujín está juntando botellas. Así como ayer juntó sucesivamente‘panes irlandeses, copos de algodón o telgopor, panes dulces o dulce de leche, y mañana, de ser posible, juntará tantas hamburguesas como para alimentar a una hinchada de fútbol. Vayamos por partes: Marta Minujín, es la misma que cuando todavía los porteños usaban saco y corbata, inexorablemente, hasta para ir al cine, armaba indescriptibles "háppenings", se disfrazaba de guerrero medieval con una armadura o aparecía patinando, con patines claro, por la entonces sospechosa Galería del Este, mientras Peralta Ramos, Edgardo Giménez, Les Luthiers y Rafael Squirru ostentaban orgullosamente sus orígenes en el Instituto Di Tella. Y mientras Jorge Romero Brest ya presagiaba el nuevo mundo del arte total, y la consiguiente muerte de la pintura de caballete. Paradójicamente, Minujín no nació ni se crió en el Centro Pompidou, que aún no estaba; ni en la esquina de "La Biela", ni sobre la terraza del Kavanagh; ni siquiera tenía una mínima colchoneta en la casa de aquel Pollock delirante que echaba tarros de pintura sobre el asfalto y tenía en su casa un perro pintado como un arlequín y con cuatro zapatos. Marta Minujín, modestamente, dice: "Soy de por aquí, de este barrio". Y señala un pequeño negocio fundado por su abuelo, inmigrante ruso, en la calle Humberto 1º al 1900, donde, paradójicamente, ella que asume la vanguardia continúa teniendo su taller, su propio museo, sus fantasmas. ¿Que si los tiene? sí, si uno quiere darles un nombre a esas cosas indescriptibles, marca Minujín, que rondan por la antigua casa donde hace sus invenciones. Barrio sur; pleno barrio. Con vecinas que, se sabe, vieron azoradas más entradas y llegadas fantásticas de las que nunca vieron ni en la televisión. Fue una mañana de este verano porteño. Nos recibió en su casa o taller o museo o, vaya a saberse qué nombre darle. No estaba ataviada locamente, ni había armado ninguna otra situación contundente para un cronista, como no fuera esa casi normalidad argentina: se había olvidado la hora y confundido la fecha, o viceversa. De modo, que prefirió mostrar antes que hablar. Lo que uno ve allí es bastante raro, lo confieso serenamente. Uno ve que nada hay convencional, ni tradicional, ni ortodoxo. Pero, sobre todo; ve que eso mismo que nos divierte, tampoco impunemente uno puede tomarlo a broma, sino, más bien, observarlo como si nos invitaran a tomar hielo a un iglú, algo lógico para un esquimal pero no para nosotros. Marta Minujín reconoce esto: "Yo he logrado poseer mi propio espacio desde hace veinte años, cuando este país era otro. Por eso puedo disfrazarme con una armadura o ir a un programa de televisión toda pintada hasta el omóplato o qué sé yo... Pero puedo, y todos parecerían estar esperando eso, lógicamente, antes que otra cosa de las llamadas normales". Decía, que nuestra vista iba recorriendo las paredes del taller después de haber descansado fugazmente en una gran cama casi campesina, puesta allí tan ostentosamente como en la exposición del mueble. "¿Empezamos por el final o el principio?", pregunta ella y continúa: "Por el final: estoy tratando de realizar un viejo sueño: armar la torre de Pisa en Buenos Aires, pero más inclinada, como para hacerla caer. La torre estaría hecha con 25.000 botellas de vermouth Gancia, que al término de la muestra serían repartidas y bebidas allí, al pie de la torre. ¿Qué significa esto? Un arte popular, que puede y debe ser necesariamente consumido en el acto por los espectadores, que así pasan a ser protagonistas. Algunos dicen arte comestible, creyendo cuestionar peyorativamente lo que yo misma proclamo. Sí, que se coma, que desaparezca, tragado, o bebido, como pasó antes con tantas cosas mías de las que no queda absolutamente nada, porque es un arte que existe mientras funciona. No es para los museos, tiene movilidad, nace y muere y se transforma en otra cosa como...". Sobre su última palabra uno le pregunta sobre algo que oyó alguna vez por ahí, acerca de la Estatua de la Libertad, o de la pelota de fútbol hecha de dulce de leche, o de los treinta y cinco happenings realizados aquí y allá, y ella dice: "Bien, lo primero de todo es que soy una egresada como Dios manda, de la Escuela de Bellas Artes. Que sé todo lo que hay que saber sobre el oficio de pintar. Entonces, yo me salgo de eso y hago una división natural: arte elitista y arte de masas. ¿Cuál elitista? El arte tradicional y convencional: el cuadro, que aun colgado en un museo es gozado por poquísimas personas y aun a lo largo de años nunca logra un aporte numeroso. Por lo menos, no numeroso y vital, como el que propongo desde la transformación de los monumentos mitos. Acercarlos a la gente como hecho colectivo, como...” Y otra vez el como, cierra o deja en suspenso los ejemplos, pero nosotros, esquivando una armadura colocada en la puerta, dejando a nuestras espaldas una Venus fragmentada sacrilegamente por Minujín, queremos saber algo más sobre esos ejemplos todavía innominados en la charla. "Empezamos por casa: el obelisco. Todos, o muchos, recordarán el obelisco construido en noviembre de 1980 en La Rural. Medía 32 metros y era una estructura metálica cubierta por 10.000 pan dulces enviados por la empresa Marcolla. Gracias a un dispositivo ubicado en su base se reclinaba y se volvía a levantar sucesivamente, ante la vista de cientos de personas que contemplaban asombradas esta danza mecánica. Después carros de bomberos, con escaleras en acción, rodearon el obelisco y comenzaron a desnudar, a la estructura. Cada pan dulce fue repartido a cada asistente. Fue mi primera escultura comestible y el comienzo de una etapa de 'deserección' de falos míticos populares... Y entonces, viene la torre de Dublin.” ¿Qué torre? preguntamos dispuestos a sumergirnos otra vez en un racconto minujiniano: "La presenté en la exhibición internacional ROSC 80, en Irlanda. Era una réplica exacta de la célebre torre de Sandycove, donde James Joyce describe a uno de sus personajes, Stephen Dedalus, viviendo allí. Por supuesto, para ellos representa un monumento que recuerda al más revolucionario libro de la literatura moderna: Ulyses. La torre la hice construir, de acuerdo a mi proyecto, en el patio exterior de la Universidad de Dublin. Medía exactamente 8,50 metros de alto por 11 de diámetro. Como la de Sandycover. Una flota de camiones trasladó al lugar panes frescos enviados por la panadería Edmond Downes que Joyce menciona en su libro Dubliners. Hicieron falta 5.000 panes para recubrir la estructura de metal y cemento. Hacia el final de la muestra, la torre fue acostada en el suelo con la ayuda de una grúa de los bomberos irlandeses (debo bastante a los bomberos de todas partes). De inmediato, los espectadores —en una algarabía donde había sorpresa, confusión, participación y hasta agresiones—, se llevaron los panes". Sobre este tipo de experiencias que podría denominarse performances, el crítico Jorge Glusberg escribe: "Se verificó así una desvalorización del símbolo, al convertir lo vertical en horizontal, y al otorgarle su condición de comestible... una clara metáfora social contra el verticalismo de las sociedades actuales... etc.". Pero dejemos las conjeturas. Continuemos con Minujín. Y con Carlos Gardel. ¿Nada menos que Gardel?, nos preguntamos azorados. Mientras tanto ella acaba de confirmar nuestra duda diciendo que la diferencia entre un artista convencional, un pintor por ejemplo y ella es tan grande como la que hay entre un perro y una almeja. Aunque no advierte a quien corresponde cada calificación y, probablemente tampoco tenga ninguna importancia. "Fue en 1981: quemé en Medellin, en Colombia, una imagen de Carlos Gardel de 12 metros de alto por 3,40 de ancho. Mi Gardel era una estructura recubierta de copos de algodón. Coloqué la imagen en el centro de la zona de exposiciones de la Bienal; treinta personas vestidas a la usanza tanguera y gardeliana bailaban al compás de sus canciones emitidas por altoparlantes. Luego le prendí fuego a todo y vi Cómo Gardel desaparecía en el aire." Personalmente, no creemos que ella hubiera podido hacer esto en el programa televisivo de Soldán, y ante la presencia, por ejemplo, de Floreal Ruiz o de Tania, por citar nomás. Tampoco imaginamos, en este caso, la colaboración de una empresa de algodón para ver a su producto convertido en cenizas y humo. Pero, Interieur Forma y Refinerías de Maíz, al igual que Marcolla, fueron, según Minujín, empresas que colaboraron alternativamente con sus obras artísticas. "Armar cada una de estas cosas me lleva un año, o más. La gestión ante la gente encargada de efectuar las inversiones suele encontrar, al principio, incredulidad, objeciones, y después de mi larga persuasión una aprobación total." Por supuesto, para ella no hay obstáculos insalvables. Si no, sería difícil de explicar la idea de construir una pelota de fútbol gigantesca recubierta de tarros de dulce de leche. Más asombroso aún, la propuesta de colocarla en medio de un estadio, sobre la cancha de River o de Boca, y ante la vista de cien mil espectadores. Glusberg, explica esto más o menos así: "Esta obra tiende a la demitificación de dos instituciones de la vida cotidiana: la pelota de fútbol y el dulce de leche, tan caro a los argentinos... se produce entonces una instalación en movimiento..." Todavía, ninguna fábrica de lácteos se decidió por auspiciar la pelota, aunque ya hay una de yerba interesada én suplir el producto. Algo poco probable. La idea de las hamburguesas está más próxima a cumplirse. Por lo menos en los sueños y aspiraciones de Minujín. "Quiero hacer una estatua de la Libertad siguiendo la ¡dea del obelisco acostado que presenté en la Bienal de San Pablo, en el 78. Son estructuras que permiten en su interior el pasaje de los espectadores, que mientras la van recorriendo y tocando, pueden asistir a representaciones visuales por medio de aparatos de televisión, paneles fluorescentes que proyectan formas de los visitantes, etc. En el caso de la Estatua de la Libertad, la haríamos justo frente a la auténtica, en Battery Park, sólo que acostada. Estaría recubierta por alambre cuadriculado metalizado, de manera que el público que circule por adentro sería contemplado por el que está afuera. A los quince días de haber sido expuesta, aparecerían camiones de incendio con sus escaleras mecánicas pero tripulados por empleados de una compañía de hamburguesas. La estatua, sería enfundada con una piel de miles de hamburguesas precocidas. El final habría que verlo: miles de norteamericanos peleándose por comerlas." A nadie escapará, a esta altura, que más de una hamburguesa puede quedar cruda o incinerada. Más si se piensa que la cocina será un lanzallamas y el cheff un bombero. Mientras tanto, Minujín continúa su escalada divertida y demitificadora, tal como ella la define. Ahora se la agarró con la famosa Victoria de Samtracia, que tanto cuidan los franceses y el Louvre. Y ya anda buscando hacerla caer de su pedestal. Es difícil, para quienes consideran el arte una cuestión casi sagrada, reconocer o entregarse a este tipo de desacralización. Cada uno, más allá de Minujín, tratará de acercarse a sus planteos o, por lo menos, de observarlos con curiosidad. Ella no aparece para nada preocupada por esto. Con agilidad, con dinamismo, sin pensar en ceder, o en arrepentirse, ya está proyectando alguna otra manera de expresar su libertad. Orlando Barone MERCADO - Marzo 17 de 1983 |
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