Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

mercedes robirosa
ARGENTINOS
LA VERDAD CONTAGIOSA
Para una Argentina gris y tensa, la de 1967, el rostro de Mercedes Robirosa era una flagrante agresión. Una muestra de su independencia, de la prosecución de su propia belleza en un medio —la publicidad, los modelos, las mannequins— donde la vulgaridad y lo standard conformaban los gritos de una lánguida batalla. Harta de luchar contra imposiciones, que pretendían hacer de su cara un muestrario de lugares comunes; cansada de sucesivos consejos sobre la necesidad de someterse a una imprescindible cirugía estética, la Robirosa decidió terminar con todo y saltar a una Europa que un grupo de visionarios porteños le recomendaba como reino. “Junté toda la plata que pude, y me fui.” Entonces comenzaría su aventura, marcada por una serie de triunfos y promisoria de un brillante porvenir. “Allí tuve que seguir el camino usual del quehacer de una modelo: agencias, desfiles, fotos para revistas de modas. En cada uno de estos pasos me asombró la falta de improvisación y el profesionalismo. Para hacer una foto buena se invertía una cantidad de tiempo ilimitada e intervenía un equipo de maquilladores, peluqueros, redactores de moda, asistentes del fotógrafo, etc., etc. Todos trabajando para lograr una imagen perfecta. En las. fotos se trata de transmitir un clima especial dado por la ropa, que muchas veces no es interesante, y hay que hacerla interesante. No es sólo una pose rebuscada de la modelo lo que da la clave. Aparte, buscan rescatar al máximo tu personalidad. Es como un intercambio de creadores.”
Allí, los apocalípticos huesos de la Robirosa quedaron fijos en las cámaras de David Bailey (“Es un divo”), Helmut Newton (“Sus fotos tienen algo literario”), Steve Hiett (“Es un loco por atrapar el tiempo en sus fotografías”) y Guy Bourdin (“Para mí, el más talentoso”), entre los grandes dictadores de la moda y sus avatares, en un medio donde un espaldarazo fotográfico de estos hijos malcriados de la frivolidad puede significar el triunfo.
Un día, esta tozuda argentina decidió irse a Italia para probar suerte en el cine, y comenzó el delirio. “Francesco Rossi me dijo que tenía un amigo cineasta, al que me quería presentar. Me citó para una reunión en su estudio donde, si él no estaba, me recibiría su secretario. Cuando llegué me esperaba una persona que se interesó mucho en las fotografías. Conversamos durante una hora mientras esperábamos que llegara Francesco con su amigo. Yo le encontraba cara conocida. Al llegar Rossi, sorprendido, dijo que si ya éramos amigos no necesitaba presentarnos, y ahí me enteré que el supuesto secretario era Fellini... Casi me desmayo: pensar que había estado una hora con él, hablando de mí, de lo que yo quería. Fue tal mi turbación que Fellini se puso a reír mientras me tranquilizaba.” A partir de esta insólita entrevista, el realizador de 'El satyricon' la contrata como figura del film que, por encargo de la C.B.S., tiene que realizar para la televisión. 'El viaje de Gian Mastorna' es la película. “Una terrible reflexión sobre la muerte”, memora Robirosa, para entrar de lleno a su trabajo con el legendario Federico: “Maneja a los actores explicando sólo lo esencial, pero llega a transmitir lo que quiere con una intensidad terrible.”
Después de su capítulo felliniano, Mercedes, llena de promesas sobre su futuro cinematográfico en Roma, decide saltar a Londres, porque “Londres es un centro de innovación. Es notable cómo habiendo perdido todo el imperio, los ingleses se replegaron para adentro a buscar energías; y, así, lograron cambiar el mundo de nuevo con su revolución de los sesenta”. Allí, Robirosa encuentra, por fin, el ámbito que hará de ella una comulgante con el siglo. Se introduce profundamente en los resortes del cambio hasta hacerlos suyos, en la búsqueda humanista de la Nueva Visión, en la necesidad de abandonar todos los esquemas y estructuras que conforman un pesado bagaje e imposibilitan la confluencia con el yo más profundo. “Allí me integré a un cambio cultural y de costumbres que yo siento vital para mí. A tal punto que cualquiera sea mi actividad, ésta estará empapada por el cambio y participará de él.”
Ya filme con Martine Barrat como protagonista de una película sobre Yves de Saint-Laurent (“Muy tímido. Trágicamente consciente de estar metido en el engranaje del consumo y buscando paz en su casa de Marruecos”), o sumergida —aferrada a los vecinos brazos de Jimi Hendrix— en el dionisismo de la isla de Wight, o ingrese al ascendente grupo Tropical (un conjunto de emigrados brasileños, discípulos del cinema nuovo), o se someta al terrible ojo crítico del talentoso fotógrafo argentino Rolando Paiva, uno de los pocos compatriotas que confiaron en ella, “haga lo que haga, mi actividad participará de mi nueva manera de ver, de sentir las cosas. Porque cada uno es el héroe de su tiempo”. Su exilio europeo, además, le regaló, a través de una sana y distanciada perspectiva, una pro. funda simbiosis con su lejano país. “Así pude identificarme con todo lo que la Argentina puede dar. Es terrible y maravilloso cómo el alejamiento logra producir una dolorosa identificación de uno con su patria. Debe set la nostalgia la que nos devuelve la lucidez. No hay latinoamericano que no viva lo mismo y con igual intensidad.” Aunque de inmediato, entrecerrando sus ojos azules, se pregunte: “¿Cuándo los argentinos recuperarán a los que están afuera repartiendo su talento por el mundo?” Un lastimoso interrogante que parece no tener respuesta, aunque las causas pasen ya la frontera de la evidencia.
PRIMERA PLANA N9 419 • 9/2/71

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