Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado


mar del plata


Mar del Plata: el reposo del nativo

“Todo anda muy bien hasta que un día usted va por la Rambla y los ve: al principio no se diferencian demasiado de la gente de siempre, la que va y toma sol y se echa en la arena para gozar de una tarde de primavera. Pero no son los de siempre, uno lo nota.” Entonces cunde la alarma, un santo y seña mudo circula por la ciudad: ¡Llegaron los turistas! Una docena de hombres y mujeres se mostraron, en la playa, y ya los marplatenses se aprestan a recibir a otro millón y medio, que durante tres meses arrojarán dinero, ruido y complicaciones sobre la costa. No todos los marplatenses se enriquecen con el turismo: aquellos cuyas finanzas son ajenas al aluvión, se permiten renegar del calvario de cada año. Los que pueden, emigran; los más, permanecen a la espera de que vuelva el otoño y la paz. Todos, tratan de levantar —figuradamente— sus pertenencias, irse y dejar lugar: por qué y cómo lo hacen, es lo que un redactor de Primera Plana trató de averiguar durante dos semanas.

El dulce invierno
Desde abril hasta noviembre, Mar del Plata es una ciudad casi inexistente; trescientos mil nativos desperdigados en el viento, a través de avenidas vacías, deambulan entre enormes monoblocks deshabitados. Existe un turismo de invierno, cobijado más en departamentos y chalets que en hoteles; pero no importa demasiado: en mayo o junio, no es raro el espectáculo de la avenida Colón convertida en un paisaje de ciencia ficción, con edificios de más de quince pisos en los que se puede adivinar la presencia de una veintena escasa de habitantes.
Es fuera de temporada, sin embargo, cuando los marplatenses recuperan, para sí, la ciudad. Entonces los comerciantes vuelcan su tiempo en los cafés, las oficinas públicas comienzan a hacerse sentir, el ocio se agiganta tanto como el espacio. “Durante siete u ocho meses —explicó un locutor de radio—, todo el mundo se la
pasa hablando de los negocios que piensa hacer en el próximo verano. Pero las cosas se concretan recién cuando la temporada les cae encima.” De todos modos, aunque nadie se olvida de los turistas, la vida comienza a correr por carriles más naturales, la calma consigue devolver a la ciudad una imagen propia. Cuando la invasión comienza, algo antes de fin de año, nadie tiene más remedio que reconocer su derrota: “Apenas nos hacemos a la idea de que ésta no es más que una ciudad provinciana, se nos viene medio Buenos Aires”, se quejó un taximetrero.
El disimulado repliegue de los nativos, frente al aluvión turístico, es apenas una estrategia defensiva. Arturo Tato Giménez, un marplatense que roza la cincuentena, lo explica así: “Turismo hay en muchos lados, en Córdoba y en Mendoza, por ejemplo. Pero nunca los turistas llegan a ser más que los residentes del lugar. Acá, en cambio, quedamos disueltos; hay cuatro turistas, hasta seis o siete en Carnaval, por cada marplatense estable. Si uno no se las rebusca, queda aislado de los amigos”.
Aunque no siempre lo admiten ante desconocidos, lo cierto es que los marplatenses no quieren demasiado al turista; de todos modos, han sido educados en una actitud receptiva, se les ha dicho toda su vida que el bienestar llega una vez por año, y que es de buen sentido sonreír y hacer amable la estadía de los intrusos. Por lo demás, para quien no se haya convencido de la almibarada cantilena, centenares de affiches y carteles se lo recuerdan a cada rato. Aún así, el desamor tiene sus propias razones, se descuelga lógicamente de la experiencia cotidiana: “Ellos nos traen dinero —se quejó un parroquiano, en una confitería de Independencia y Moreno—, pero también nos traen otras cosas”.
Es cierto: mezclado con el aluvión, un ejército de punguistas, ladronas de poca monta (mecheras), prostitutas y delincuentes menores, se instala en la ribera, de espaldas al sol. A tan ingrata invasión, los nativos agregan otros inconvenientes, como la total congestión de las calles, el alza de los precios, una marea alta hecha de bochinches, ropa Chillona y desperdicios en las calles. A un nivel más profundo, reconocen otras motivaciones para el resentimiento: “Los matrimonios sufren periódicas crisis estivales, porque..., ¿a quién no le gusta dar cuatro pasos en las nubes, cuando la ciudad se puebla de señoritas en tren de diversión?”
Pero hay más. Un funcionario de relaciones públicas, que prefirió omitir su nombre, dice: “Para muchos marplatenses el negocio del turismo significa una disyuntiva tremenda: o permiten que sus hijos se acostumbren a una mentalidad de coima y propina, o los orientan hacia actividades menos lucrativas. Ahora las cosas empiezan a cambiar, el personal de hotelería llega del interior del país, los muchachos de acá prefieren dedicarse a otras cosas”. En efecto, en la plaza San Martín es fácil ver, a principios de temporada, a decenas de santiagueños, tucumanos y cordobeses que llegan en busca de trabajo. Paralelamente, un sector de nativos se alejó de la hotelería hacia otras actividades más estables, especialmente el comercio: a esos adolescentes que antes eran botones y ahora son empleados de tienda, se les atribuye la suma de la intolerancia; parece que no quieren saber nada con los turistas. Curiosamente, mientras algunos se dedican a rapar melenudos, y se espantan ante un pullover rojo fuego, otros prefieren asimilarse a las costumbres de los invasores, se sienten más snobs que cualquiera de los odiados playboys foráneos.

La nueva frontera
“Acá viene siempre la misma gente, desde hace años, tanto en invierno como en verano: aunque no estamos lejos del centro, no abundan los turistas, es un lugar favorito de los marplatenses”, explicó Pedro Cambiaso (55), propietario del tradicional bar La Reforma, en San Luis entre Rivadavia y Moreno. Desde diciembre, les marplatenses se repliegan a una zona limpia: la línea de retaguardia va desde Plaza España hasta Avellaneda, y barre una franja que tiene como eje a Independencia. De todos modos, dentro del área ocupada quedan algunos reductos de avanzada: uno es La Reforma, un ex almacén y despacho de bebidas al que los nativos suelen concurrir a la hora del vermouth. Captarlos, le llevó tiempo: "Se fundó en 1919, los dueños eran dos catalanes llamados Reisach y Juvet; yo llegué en 1937, cuando Mar del Plata era un pueblo de 70 mil habitantes”, recuerda Cambiaso. Admite que durante el gobierno de Perón el boliche funcionaba como informal comité opositor: aún ahora, junto a las fotos del caballo Narayán, se pueden ver los retratos de Arturo Frondizi y Oscar Alende, así como un busto de Yrigoyen. Según un parroquiano —el payador moreno Roldan Cebo—, la fama del lugar trasciende lo típico y lo político: “Es un refugio para muchos amigos porteños. Pregunte en Corrientes y Talcahuano si alguien desconoce La Reforma de Mar del Plata”, desafió.
Si La Reforma es una plaza fuerte de los nativos, para nada contaminada por el aluvión, no puede decirse lo mismo de otros lugares: el Bar Ricardito, en Arenales y Gascón, debe ser evacuado no bien los recién llegados comienzan a olfatear el aire en busca de pescaditos fritos y otros frutos de mar. En invierno, en cambio, los naturales pueden demorarse en sus veredas, protegidas del viento por endebles paredes de polietileno. Otra cosa es salir para una comida: el verano obliga al nativo a la reclusión hogareña, en vista de las molestias que le aguardan en zona invadida. Los escasos restaurantes y cantinas a prueba de intrusos, cosechan la envidiable prerrogativa de permanecer en pleno funcionamiento todo el año: quizá la más prestigiada sea Zía Teresa, en Alberti al 2600, donde cualquiera puede arribar al éxtasis si pide una paella de la casa. Todo tiene su precio: soppressata, paella, vino del mejor y postre, pueden insumir, en verano, unos 750 pesos por cabeza.
Más difícil, pero no menos usual, es la incursión de los nativos por los locales más recientes, a la espera de que no hayan sido descubiertos por el turista. Aún la parvenue avenida Constitución puede ser hollada en incursiones relámpago: la parrilla contigua al night-club Llao Llao, entre otras, todavía pertenece a los conocedores, un motivo que mitiga los precios (500 pesos por persona, una comida a base de parrillada y asado, bien regada con buen vino). Es cierto que la mejor carne se sigue comiendo en El Rey del Bife, en la avenida Colón, pero después de las 9 de la noche es imposible conseguir una mesa.

Los monos revisionistas
Otra cosa es encontrarse con amigos para tomar una copa: tanto las whiskerías como las confiterías suelen atraer al turista como la miel a las moscas: “Ni que en Buenos Aires imperara la Ley Seca”, comentó Sergio Figueroa, un maitre naturalizado marplatense. En todo caso, algo es cierto: las multitudes ahogaron muchas tradiciones, entre ellas la de pavonearse en la confitería Jockey Club; arrasada ahora por los turistas, los marplatenses la han declarado 'out'.
Hay quienes no se angustian frente a la invasión, pese a ser los principales damnificados. Suelen ser estudiantes, profesionales, comerciantes jóvenes, el ambiente: cada verano, sus actividades culturales son mutiladas por la dispersión y las multitudes. De todos modos, los monos, como gustan llamarse a sí mismos, se las arreglan para mirar a través de un millón y medio de extranjeros, como si no existieran. Quizás el más típico lugar de reunión de los monos sea la peña Mojotoro, un local de la avenida Colón en el que se puede beber y escuchar folkloristas anónimos: pese a su ubicación, en plena zona invadida, suele poblarse con marplatenses e invitados, que se las arreglan para llenar el local y no dejar sitio a los curiosos. Cuando no cabe más gente ni más humo, cierran tranquilamente la puerta con llave y se concentran en sus ritos, que suelen clausurarse con frenéticos arranques de fervor flamenco.
Entre los habitués a Mojotoro se cuentan los personajes claves del Mar del Plata invernal; quizá ninguno más importante que Raúl Adrán (25), más conocido como Adrán Mardelplata o El Flagelo. Adrán, cuya frase favorita es ¿A quién le importa el turismo?, es un estudiante de Derecho que prefiere incursionar por los estudios literarios —hace cinco años que se halla enfrascado en la obra de Melville, especialmente Moby Dick—, una actividad que no le impide ser, al mismo tiempo, uno de los máximos próceres de la secta: los Latinistas del Tercer Milenio son, en realidad, una pandilla de bromistas que se solaza anunciando los estragos purificadores que ocasionará a Mar del Plata la inminente llegada de los Guardias Rojos. Según la secta, no sólo serán expulsados los intrusos, sino que algunas calles cambiarán de nombre: San Martín pasará a ser Calle del Levante de las Revisionistas Burguesas; la avenida de más largo nombre —Boulevard Marítimo Patricio Peralta Ramos— se trocará en Reflexiones y Profundos Pensamientos de Mao. Adrán frecuenta la Rambla sólo en invierno; en verano huye de la invasión, se repliega a su oficina: simplemente se sumerge en un sillón —“el más cómodo de Mar del Plata”—, en el hall del diario La Nación, y allí atiende sus asuntos.
En verano, también es posible ver a Adrán desplazarse rumbo a La Perla, el balneario menos atosigado de turistas, quizá porque es el peor de todos: sufre de declive pronunciado, baches submarinos, piedras y arena gruesa; pero en cambio congrega a escasos bañistas, aun en medio de la temporada, un motivo que le gana el favor de los nativos. Algunas instituciones se trasladan en pleno a La Perla: el Cine Club Mar del Plata tiene su sede estival en la carpa 135 del sector Carboni. Si los autóctonos prefieren esa zona, es también porque el sector contiguo a la costa constituye la más vieja reliquia de una ciudad señorial, ya desaparecida, que tenía por costumbre reclinarse sobre las mansiones novecentistas de la calle Balcarce. Ahora, la decadencia de La Perla es tan total, que hasta las mayores celebridades se han agostado; ni siquiera la célebre heladería Lombardero ha conseguido retener un número aceptable de clientes, desplazada por la Giannelli (frente al Casino) y otras del centro. El balneario, en cambio, ha superado la barrera de la humildad; muchos vaticinan que tanta decadencia puede llegar, paradojalmente, a encumbrarla como playa 'in'.
De todos modos, nadie se queja demasiado. Hace cincuenta años todo se limitaba a un pueblo de pescadores con una zona balnearia adosada por casualidad; ahora, todos aceptan la transformación, el nuevo rostro de la ciudad, como un mal necesario. Por lo demás, es posible sospechar que Mar del Plata es, ante todo, lo que los turistas ven en ella, y no lo que añoran los nativos: algunos marplatenses confiesan ser los engañados, saben que el turista tiene razón, o —por lo menos— le transfieren el derecho a opinar. En parte, ése es el pensamiento que se cuela en la reflexión de Omar Dalto (38), subjefe de la Administración de la Rambla Casino, y uno de los más sagaces psicólogos del turismo: “Algún día voy a conocer realmente a Mar del Plata: saldré a la ruta 2 y volveré a entrar a la ciudad con anteojos oscuros, una valija en una mano, y un frasquito de bronceador en la otra”.
14 de febrero de 1967-Nº 216
PRIMERA PLANA

ir al índice de Mágicas Ruinas

Ir Arriba