Mágicas Ruinas
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Libertad Religiosa Las relaciones entre Iglesia y Estado Hacia el mediodía del 19 de noviembre, dos días antes de que terminase la tercera sesión del Concilio Vaticano, el obispo de Brujas, Joseph De Smedt, leyó su informe sobre Libertad Religiosa. Una hora antes, el Cardenal Presidente, Eugéne Tisserant, había anunciado que la votación de ese tema quedaba suspendida hasta 1965. De Smedt parecía derrotado, aplastado por la congoja. Pero mientras leía, desde una de las alas de la Basílica de San Pedro un río de aplausos empezó a descender, primero de un modo manso, turbado, hasta desencadenarse en una ovación final de tres minutos. De Smedt tuvo que detenerse después de leer La confianza en la Iglesia de Cristo no debe reposar jamás sobre un poder secular, y otra vez más, cuando dijo: El mejor testimonio que la Iglesia puede dar del Evangelio es mostrar tanta confianza en la fuerza de la verdad que no tenga necesidad de apoyarse sobre los poderes públicos. Era la primera vez que se pedía a la Iglesia, de un modo tan preciso, el rechazo de toda ayuda estatal cuando se encontrase en dificultades. Casi mil quinientos años de historia eran aventados entonces de la casa de Dios; el Concilio parecía dispuesto a desprender a la Iglesia del tutelaje de los reyes y señores, que había nacido en los tiempos del Sacro Imperio Romano Germánico o todavía antes, en el año 681, en España,- cuando el Concilio de Toledo, en su canon VI, estableció que el rey podía designar obispos en las diócesis vacantes, con “la condición de que le parezcan dignos al arzobispo de Toledo”. Fue ése el principio del patronato, su raíz, su fuente. La Declaración sobre Libertad establecía ahora que “una sola religión es la verdadera, la que Cristo ha revelado”, pero admitía también que “ningún hombre puede ser objeto de coerción por parte de los demás hombres”. Según ella, “el Estado debe reconocer y defender el libre ejercicio de la religión de todos sus ciudadanos”, y las comunidades religiosas pueden gobernarse y elegir sus ministros sin ingerencias externas. Esa actitud, todavía no oficial, puede gravitar sobre la Argentina, donde el Estado heredó de los reyes de España el derecho al patronato. De acuerdo con el capítulo IV de la Constitución Nacional, corresponde al Congreso “admitir en el territorio de la Nación otras órdenes religiosas a más de las existentes” (artículo 20); en el capítulo III de la Segunda Sección, se puntualiza que el presidente argentino “ejerce los Derechos del Patronato nacional en la presentación de obispos para las iglesias catedrales, a propuesta en tema del Senado” (capítulo 8) y que “concede el pase o retiene los decretos de los concilios, las Bulas, Breves y Rescriptos del Sumo Pontífice de Roma, con acuerdo de la Suprema Corte, requiriéndose una ley cuando contienen disposiciones generales y permanentes” (capítulo 9). El hecho de que la Constitución ordene también al Gobierno Federal sostener el culto católico parece oponerse al texto de la Declaración. Pero no son las palabras sino las costumbres las que reinan sobre esta historia: de hecho, el Estado argentino incluyó en sus temas sólo a los obispos postulados por la jerarquía eclesiástica y no retuvo jamás los decretos conciliares o las bulas del Pontífice. Pero la cuestión no es tan simple: el ejercicio del patronato sigue en vigor —aunque no fue reglamentado— y empapa las relaciones entre la Iglesia y el Estado de una rancia respiración medieval. Durante las tres últimas semanas de diciembre y la primera de enero, PRIMERA PLANA procuró establecer las sutiles mallas de esa cuestión; entrevistó a dos ex embajadores argentinos ante la Santa Sede, los doctores Manuel Río y Santiago de Estrada; a tres constitucionalistas, los doctores Germán J. Bidart Campos —decano de la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la Pontificia Universidad Católica Argentina, conjuez de la Corte Suprema de Justicia de la Nación—, Salvador María Lozada —juez en lo Comercial de la Capital, autor de una monografía sobre las relaciones con el Vaticano— y Carlos Sánchez Viamonte, un experto en temas constitucionales cuya fama roza casi la leyenda. Dialogó, en fin, durante dos horas y media con el subsecretario de Culto, doctor José Noguerol Armengol. No hubo demasiadas coincidencias, salvo en un punto: el patronato es un arcaísmo ya inaceptable, y el presidente de los argentinos no puede seguir apareciendo como el señor feudal que extiende sus armas protectoras sobre el desvalimiento de la Iglesia. En los otros territorios, las opiniones se dividieron casi por mitades: según Noguerol Armengol y Sánchez Viamonte, la Constitución debe ser reformada para poder eliminar el ejercicio del patronato según de Estrada, Lozada y Bidart Campos, la Argentina es un Estado confesional; de acuerdo con los dos primeros y con el subsecretario de Culto, no debe existir ninguna forma dé separación entre Iglesia y Estado. Pero esta división es esquemática y, por supuesto, injusta. En la red hay palabras más complejas que simples sí o no. El buscador de la armonía La cara del doctor Noguerol Armengol es afilada, seca, resplandece apenas detrás de sus anteojos semicirculares, aptos sólo para leer. Parece ajeno a toda reticencia, confiado en sí mismo cuando dice que “soy subsecretario de Culto porque me llamó mi amigo Zavala Ortiz, el canciller. Al llegar a este despacho conocía poco el tema. Tampoco sabía para qué podría servir. Pronto me convencí de que no era un exilio más en la administración pública, sino una sutil y a veces sorprendente fuente de relaciones entre la comunidad, en el plano más alto”. Todas sus respuestas fueron un desprendimiento de esta idea madre: la Argentina es un país católico, pero respetuoso de quienes no lo son. Sabe bien que el patronato es casi una letra muerta, pero incómoda, imposible de desterrar por ahora. “Lo impide la Constitución —precisó—, y no vamos a convocar a una asamblea sólo para reformar esos artículos. Hay que esperar, lamentablemente. No sé cuánto.” Pero mientras llega el día de la metamorfosis, Noguerol Armengol cree que la convivencia entre Estado e Iglesia carece de fisuras. “El presidente Illia —confió— quiere que las relaciones con la Santa Sede sean lo más armónicas posibles, pero no hemos hablado en detalle del problema. Se dieron ya algunos pasos positivos: por primera vez, el Día de Acción de Gracias de 1964, los jefes de todos los cultos se congregaron en el coro de la Catedral Metropolitana; inclusive el Gran Rabino, doctor Guillermo Schlesinger. Poco antes, se había munido de pasaporte oficial a esos dignatarios.” Es quizá a través de las cifras del subsecretario que el tema lima sus contornos, se vuelve nítido: en la Argentina, según ellas, hay unos 550 mil judíos, medio millón de protestantes y 150 mil ortodoxos; la ayuda material a la Iglesia Católica, en el período 1963/64 ascendió a 134.046.275 pesos, el 0,02 por ciento del presupuesto nacional. Noguerol Armengol sostuvo que ese dinero “regresa multiplicado a la comunidad en obras de todo tipo. La Iglesia —argumentó— no pregunta antes de derramar su acción positiva en todos los sectores”. Un año en la subsecretaría parece haberle sido suficiente para elaborar sus propias soluciones al problema de la designación de obispos, “elegidos siempre por el Papa, porque no podría ser de otro modo”. Cree que el mejor sistema, a falta de un concordato, es el de la notificación oficiosa: la Santa Sede elige a sus pastores, y el Senado argentino cumple sólo con la formalidad de incluir esos nombres a la cabeza de las ternas. A cada centenar de palabras, Noguerol Armengol repitió, asintiendo con su cabeza blanquísima; “Este es un país católico, un país católico.” Así, la frase acabó por convertirse en su sombra afilada, en el alfa y la omega de todas sus reflexiones. Un lugar en Roma Cerca de la Piazza Navona, a unos pocos metros del palacio Madama, la embajada ante la Santa Sede crece sobre escalinatas de mármol, entre altos sillones rojos y viejas enredaderas. La historia de las relaciones entre la Iglesia y el Estado respira allí más fuerte que en cualquier otro sitio, desde 1829, cuando el general Viamonte envió al primer embajador. Manuel Río piensa que “es una histeria con muchas vicisitudes”. Cuando él vivió entre las enredaderas y el ruido de las fuentes de Piazza Navona, “se suscribió por primera vez —cuenta— un tratado entre la Argentina y el Vaticano. Fue en junio de 1957: aquel mes, el cardenal Tardini y yo mismo acordamos la creación del vicariato castrense”. Todavía piensa que esa actitud abrió el camino hacia un concordato: “Si el patronato sobrevive —argumenta— es porque siempre se quiso llegar al concordato de un solo golpe. El camino más fácil son los arreglos parciales.” Cierto día, al hablar con Pío XII de la cuestión, el Pontífice le dijo: “El deseo de la Iglesia es que lo temporal no se disimule con lo espiritual, que los defectos de lo temporal no se cohonesten con lo espiritual, que lo temporal se penetre y se vivifique fuertemente con lo espiritual.” Es en la necesidad de una reforma de la Constitución donde se acumulan las dudas: Río piensa que no es preciso llegar a tanto, que la frase constitucional arreglar el Patronato significa, apenas, que “nunca debe llegarse a un acuerdo bilateral con la Santa Sede”. “Como el Vaticano nunca concedió la facultad de Patronato —estima Río—, es obvio que dicho arreglo será siempre imposible.” Es lo que asevera también Santiago de Estrada, el embajador que lo sucedió, para quien la palabra patronato suena del mismo modo que los palabras ballesta o arcabuz. Las ideas de los dos se parecen poco; Río no imagina que sea posible “la existencia de un Estado confesional en el mundo en que vivimos, en esta hora de la humanidad”; de Estrada, en cambio, admite que la relación de la Iglesia' con el Estado argentino trasciende toda ley escrita, no cree que “la presencia de un Estado confesional como el nuestro sea un desmedro o una ofensa a la libertad y el pluralismo religiosos”. Pero, a veces, hay entre ellos puntos de confluencia. Desde hace años viene repitiéndose que, durante la discusión de un concordato, la Iglesia insistirá en que el Estado debe reconocer los efectos civiles del matrimonio religioso, admitir la educación católica para los alumnos católicos. Para Río, está bien que así sea, “siempre que el argumento no se utilice como coacción sobre los no católicos para que se casen católicamente”; para de Estrada, el derecho de recibir educación religiosa en las escuelas públicas no menoscaba el derecho de prescindir de ella. Es en el artículo 2 de la Constitución —el Gobierno Federal sostendrá el culto católico— donde la trama se colma de sutilezas. Según Río, hay tres factores en ese sostenimiento: el espiritual propiamente dicho, el material del culto, y el reconocimiento de las deudas contraídas por el Estado cuando Bernardino Rivadavia secularizó los bienes de la Iglesia. “Quizá a muchos les resulte antipático el sostén material —deduce Río—, pero la Iglesia recibe poco y devuelve mucho con sus obras educativas y asistenciales.” Según de Estrada, el régimen de sostén es malo, una ayuda ínfima en comparación con los bienes secularizados. Debiera reemplazarse por partidas globales. Pero Río da un paso más allá al impugnar la exigencia constitucional de que el presidente y el vicepresidente de la Argentina sean católicos. “Está de más —define—. El arzobispo de Córdoba, monseñor Lafitte, no hizo ninguna cuestión cuando Sabattini juró como gobernador en Córdoba sin mencionar a Dios y los Evangelios. Lo que debe interesar, en verdad, es que el gobierno se apoye sobre los valores éticos y espirituales del cristianismo. ¡Cuántas veces hemos visto en la Argentina encubrir realidades no cristianas bajo ostentosas formas cristianas! Es intolerable que se invoque el catolicismo para acceder a los cargos públicos.” El revés de la trama Donde hubo un sí debe escribirse un no ahora. Carlos Sánchez Viamonte, antiguo militante del socialismo, mira las relaciones entre Iglesia y Estado a través de un cristal con otros colores que los de Río, de Estrada o Noguerol; cualquier otro color menos el mismo. Si el patronato subsiste es porque, según él, “nuestros gobernantes han sido siempre clericales o se han hecho clericales al asumir el poder. Casi sin tregua flotó sobre ellos la influencia oscurantista del clero español. Una vez —cuenta—, en 1934, durante el Congreso Eucarístico, el canciller Carlos Saavedra Lamas afirmó que la religión católica era la religión del Estado argentino. La verdad es otra: cuando se trató en 1853 el artículo 2 de la Constitución, los partidarios del proyecto Alberdi procuraron darle la razón a Saavedra Lamas, avant la lettre. Pero entre los defensores del Estado laico se alzó un cura de verdad, Benjamín Lavaisse, y dijo que la Constitución no podía intervenir en las conciencias, que la religión no necesitaba otra protección que la de Dios para recorrer el mundo”. Sánchez Viamonte estima que “la Iglesia nunca estuvo casada con el Estado en la Argentina. Sólo es su sostenida. Pero no es lícito que reciba dinero recaudado de gente que no es católica. Los fieles tendrían que ser los primeros en agradecer un vuelco de la situación, porque así, seguramente, surgirían más católicos auténticos”. La gloria sin el poder “Es innegable la preeminencia consignada en la Constitución Nacional a favor del culto católico apostólico romano, al establecer la libertad de todos los cultos”, declaró un famoso fallo de la Corte Suprema de Justicia. Quien lo memora es Salvador María Lozada, ex profesor en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires. Para él, la Iglesia “desearía que se modificase la Constitución antes de firmar un concordato que sustituya al patronato, inexistente en los hechos. Sin embargo —piensa—, si el gobierno federal declara formalmente que la interpretación de la Constitución no obliga a una reforma para dejar a un lado el patronato, bastaría para que la Iglesia tomase confianza y aceptase el acuerdo”. El también, como el doctor Germán J. Bidart Campos, piensa que el Estado argentino es confesional. ‘‘Aquí, la religión católica tiene un lugar de privilegio —asevera Bidart—. Por eso, la Constitución Nacional ha sido violentada en aquellas provincias que declararon en sus propias constituciones la laicidad estatal (Chaco, por ejemplo).” Casi no hay fisuras entre sus reflexiones y las de Lozada; los dos coinciden en que un concordato debiera defender los efectos civiles del matrimonio religioso y el derecho a la educación católica, en que la libertad de cultos, dentro de la Argentina, no es un sinónimo de igualdad de cultos. No parecen vislumbrarse salidas rápidas para el conflicto, escapatorias para ese arcaico aroma a ballestas y arcabuces que respira la palabra Patronato. El hombre tiene derecho a buscar la verdad en su conciencia, afirmará, con certeza, la Declaración sobre Libertad Religiosa. Pero a la vez insistirá en que esa verdad es la que Cristo pregonó en Palestina, hace dos mil años. Un obispo argentino imaginó una salida drástica para la cuestión: convocar a un plebiscito, para que el pueblo decidiese si aceptaba un presidente católico, si admitía un afianzamiento de las relaciones entre la Iglesia y el Estado, una absoluta identidad espiritual. Estaba seguro de que la respuesta iba a ser sí, un sí abrumador, irrefrenable. Del mismo modo, después de revisar todas las respuestas de los funcionarios, los embajadores y los constitucionalistas, no parece haber dudas de que la palabra no es la definitiva, final contestación a una pregunta que los laicistas argentinos agitan desde 1853: ¿Habrá separación entre la Iglesia y el Estado? Pero alguien puede decir quizá, y entonces recomenzará este cuento de nunca acabar. ___________________________________ Libertad Religiosa Posición de la Iglesia argentina Desde principios de 1955, cuando el gobierno de Juan Perón llevó su enemistad con el catolicismo a límites extremos, la jerarquía eclesiástica no se había pronunciado en forma oficial sobre las relaciones entre Iglesia y Estado. Pero la discusión sobre Libertad Religiosa en el Concilio Vaticano II hizo imprescindible una nueva demarcación de fronteras, una puesta al día del tema. Con ese fin, PRIMERA PLANA entrevistó dos veces al primado de la Argentina, cardenal Antonio Caggiano: al día siguiente de la Navidad conversó. con él durante una hora y le sometió un cuestionario de ocho preguntas; la semana pasada, luego de un segundo diálogo de 35 minutos, el cardenal entregó sus respuestas. En la última, que es también la más extensa, el arzobispo de Buenos Aires define la cuestión: la Iglesia defiende la unidad moral con el Estado, sobre todo en países como la Argentina, “de tradiciones y mayoría católicas”, y trata de establecer esa unidad en las naciones “donde aún no ha conseguido crear esas mayorías”. PRIMERA PLANA: ¿Cuál es el alcance de la Declaración sobre Libertad Religiosa y cuál su finalidad en la mente de la Iglesia? Cardenal Caggiano: La declaración que intenta dar el Concilio Ecuménico sobre la Libertad Religiosa, o sea “sobre el derecho de la persona y de las comunidades humanas a la libertad religiosa”, es de fundamental importancia para la Iglesia y para la humanidad. Esta declaración ha sido ubicada como un anexo del decreto sobre Ecumenismo, discutido ya en la segunda sesión y aprobado en la tercera. Al hacerlo así, el Concilio desarrolla este tema desde el punto de vista pastoral, y tratándose de derechos de la persona humana y de la sociedad humana, compréndese bien que sea declaración ecuménica. Ni debe sorprender que el Concilio afronte el problema de la defensa de la dignidad humana en sus derechos naturales frente “al hecho religioso”, pues éstos están objetivamente relacionados con sus deberes religiosos ante Dios. Por este motivo, ellos han sido tema de la enseñanza doctrinal y pastoral de los sumos pontífices con insistencia sorprendente, desde Pío IX hasta Juan XXIII y Pablo VI. En realidad, este tema de la Libertad Religiosa es un aspecto esencial del problema de la “libertad del hombre”, y por eso, de su dignidad. P. P-: —¿Cuáles son la finalidad y el alcance de esta declaración? Caggiano; —Respondo sin hesitación. Su finalidad y alcance es determinar la recta noción, el genuino concepto de libertad en relación con el hecho religioso. ¿Eso quiere decir que el concepto de libertad se presenta y se utiliza con acepciones equívocas? Así es. Por eso es absolutamente indispensable determinar con exactitud el contenido del concepto de libertad religiosa. El racionalismo defiende y propicia “la libertad de conciencia”, que llama independiente y la declara autónoma de modo absoluto de todo orden ontológico y religioso y, por lo tanto, desligada objetivamente de la ley natural. El indiferentismo religioso pregona una libertad de cultos absoluta; es decir, es lo mismo admitir o no admitir un culto determinado o no admitir ninguno, lo que equivale a negar prácticamente la realidad de Dios y la objetividad de nuestras relaciones reales con Él. Es evidente, pues, que estas dos acepciones del concepto de Libertad Religiosa son errores graves que prácticamente niegan el hecho religioso, la realidad de Dios y las relaciones religiosas del hombre con Él. Por eso, han sido denunciados siempre en la enseñanza doctrinal del Magisterio Supremo de la Iglesia. Finalmente, hay un sistema racionalista que defiende el poder absoluto del Estado, al cual debe estar sujeta la Iglesia, la que, en consecuencia, debe estar separada del Estado. Como se ve, se trata, pues, de evitar falsos conceptos no sólo de la Libertad Religiosa, sino también de la libertad humana. P. P.: —¿Por qué se postergó la aprobación del documento sobre Libertad Religiosa? Caggiano; —Precisamente por la dificultad de llegar a fórmulas claras e inequívocas que tutelen la recta Libertad Religiosa, sin dar lugar a equívocos en doctrina tan delicada. Pláceme advertir que la declaración presentada en la tercera sesión, incluidas las advertencias y observaciones hechas por los padres conciliares, había mejorado notablemente. Abrigo esperanza firme de que el estudio último a que será sometida por la comisión respectiva, la presentará perfeccionada para su definitiva aprobación en la próxima y última sesión. Lo bueno y lo anormal P. P.: —¿Está en retardo la situación actual de las relaciones entre la Iglesia y el Estado argentino, en comparación con la presentación del documento sobre Libertad Religiosa hecha por monseñor De Smedt ante el Concilio, el 19 de noviembre de 1964? Caggiano; —Deseo advertir que la presentación de la declaración sobre Libertad Religiosa hecha por monseñor De Smedt refleja su opinión personal y de la comisión respectiva. No es definitiva, ni siquiera la redacción de la declaración que presentó, ya que volvió a comisión para su revisión ante las observaciones y enmiendas propuestas. No debería, pues, ser término de comparación en asunto tan importante, ya que está sujeto a modificaciones. Quiero hacer notar, sin embargo, que la situación actual de tales relaciones, en lo que se refiere al Patronato, es ya anacrónica, por la sencilla razón de que el Patronato no existe en el Derecho Público de la Iglesia, en cuyo Código de Derecho Canónico ha sido abolido. En nuestra Constitución, en cuanto se refiere a las relaciones con la Iglesia, no solamente hay elementos anacrónicos, sino también regalistas inadmisibles. La presentación obligada de los documentos y bulas pontificios para darles el “pase” de regla —prescindiendo de la justicia de tal medida y del derecho para hacerlo—, ¿qué sentido puede tener actualmente? Todas nuestras fronteras están abiertas a las transmisiones radiales, y todas las decisiones de la Santa Sede relacionadas con el gobierno de la Iglesia, en todas las naciones, se conocen al minuto y la prensa las publica diariamente. ¿No es anacrónico el “pase”? La verdad es que la situación actual de las relaciones entre la Iglesia y el Estado argentino no es normal, como podría ser. No quiero decir que no sea buena. Pero está regida por un “modus vivendi” que es fruto de la buena voluntad de ambas partes para evitar dificultades que provienen de cláusulas constitucionales, como las del Patronato, de hecho vigente en la Constitución, y del no reconocimiento del mismo por parte de la Iglesia. La solución podrá encontrarse en un concordato con el cual se superen las dificultades existentes. P. P.: —La presentación de monseñor De Smedt señaló textualmente que “la confianza en la Iglesia de Cristo no debe jamás reposar sobre un poder secular”. En la Argentina, ¿la Iglesia reposa sobre el poder secular del Estado? Caggiano: —En la República Argentina, la Iglesia no reposa sobre el poder secular del Estado. Un país católico P. P.: —Nuestra protección —decía textualmente la presentación de monseñor De Smedt— está en la búsqueda de Dios y en el vigor de todos los fieles. ¿Está protegida o no por el Estado la Iglesia en la Argentina? Por otra parte, ¿está protegida más que otros cultos; el judío, por ejemplo, o los cultos protestantes? Caggiano: —No necesitábamos que monseñor De Smedt nos dijera que “nuestra protección está en la búsqueda de Dios y en el vigor de todos los fieles”. La protección de Dios es absolutamente esencial, sin cuya esperanza la Iglesia dejaría de ser lo que debe ser. Lo que no ha dicho monseñor De Smedt, en esa ocasión, es si esa protección de Dios es absolutamente excluyente de todo otro sostén o amparo “no esencial”, pero que puede corresponder y ser conveniente no solamente para la Iglesia sino también para el Estado, es decir para el bienestar público, cuando se trata de una nación como la nuestra, de neta mayoría católica. El artículo 29 de la Constitución de 1853 autoriza al Gobierno Federal a “sostener el culto católico”. La aceptación, por parte de la Iglesia, de tal decisión constitucional, ¿implica, acaso, renunciar a la protección esencial de Dios y a su búsqueda? “Las relaciones de la Iglesia Católica con el Estado argentino derivan de un hecho de profunda raigambre histórica: la entrañable presencia del catolicismo en la vida social argentina. El sello católico, impreso a nuestra nacionalidad desde su cuna, y la estrecha vinculación del poder espiritual con el temporal, existente desde el período colonial, constituyen supuestos esenciales en la trabazón institucional que nos rige” (Santiago de Estrada. Nuestras relaciones con la Iglesia). Por eso, “desde 1811 hasta el Congreso de 1853 y las convenciones de 1860... no ha habido un sólo ensayo constitucional que no haya tenido en cuenta tales supuestos” (Ibidem). La Constitución escrita y adoptada en nuestra patria no pudo dejar de reconocer la constitución viva y encarnada en la vida de la mayoría de sus habitantes, en sus hábitos y tradiciones, en las costumbres públicas de sus instituciones sociales, políticas y militares; en una palabra, en la vida histórica del país. El hecho de que “la Iglesia está protegida por el Estado”, “que está protegida más, que los otros cultos”, es la expresión natural de las relaciones de nuestra Nación con la Iglesia que no implica disminución alguna para con la Iglesia —la cual no está sometida al Estado— ni injuria para las otras confesiones religiosas cuya libertad está asegurada. P. P.; —El status actual entre la Iglesia y el Estado, ¿puede ser vivido o no como una coacción sobre las conciencias no católicas? Caggiano; —En la República Argentina no existe sobre las conciencias no católicas coacción alguna, porque se respeta la libertad religiosa. P. P.: —En una conversación previa, el señor cardenal aludió a tres formas de unión entre la Iglesia y el Estado: moral, política y económica. Aclaro, además, que la unión moral debe permanecer indisoluble. ¿Cuáles son las características de esa unión moral y por qué la Iglesia, según las palabras del señor cardenal, debe defender esa unión moral y librar una batalla por su sostenimiento? Defensa de la unión Caggiano: —Ya hice notar, al principio, que uno de los errores graves denunciados por la Iglesia es la afirmación de la necesidad de la separación de la Iglesia y del Estado, sostenida por cierto racionalismo que afirma la omnipotencia jurídica de éste y exige que la Iglesia pertenezca al organismo estatal, como parte de un todo, estando sujeta a su dominio. Esta tendencia fue evidente en los últimos gobiernos totalitarios que desolaron a Europa, y está vigente dolorosa y cruelmente en Rusia. No ha muerto todavía. Pero tampoco ha muerto la Iglesia, que ha luchado y sigue luchando contra ella. Comprendo que, en Europa, se tema la unión de la Iglesia y del Estado, cuando todavía se sienten los desgarramientos de las experiencias de los gobiernos fuertes. Pero me cuesta comprender que no se plantee bien y no se lo resuelva bien, en el orden teórico, el problema de la unión entre la Iglesia y el Estado, que forma parte del acervo doctrinal de la Iglesia. Ante todo, ¿en qué sentido defiende la Iglesia la unión con el Estado? ¿De qué unión se trata? Dos veces, el Episcopado Argentino expuso esta doctrina en pastorales colectivas: antes de 1934, y a principios de 1955, al comienzo de la persecución religiosa. ¿De qué unión se trata? No de unión de poderes ciertamente, porque la Iglesia reclama su independencia del Estado en el ejercicio de sus propios poderes religiosos para el gobierno de la comunidad católica, oponiéndose a todo sometimiento que impida el ejercerlo libremente. Tampoco se trata de unión económica, por la cual ella consiga una ayuda que podría favorecer su desarrollo en determinadas actividades, que también podría comprometer su libertad. Se trata, en cambio, de aquella unión moral entre dos sociedades perfectas, cuyas autoridades tienen plenos poderes en el ámbito de sus propias finalidades, y que debiendo ambas buscar el bien común de los mismos súbditos en diverso orden, armonizan sus propias responsabilidades, en el mutuo respeto y el amor común al bien público. Si se comprende que esta unión moral no es posible en circunstancias determinadas, como sería en naciones sometidas al totalitarismo o a gobiernos ateo-materialistas o acatólicos, se comprende muy bien que en naciones de mayorías católicas y de gobiernos tradicionalmente católicos, lo natural son que esta unión esté consagrada por la armonía entre el Estado y la Iglesia. La Iglesia no tiene interés de ingerirse en el gobierno de la Nación, sino de servir a la Nación con una colaboración eficaz dentro del ámbito de su misión religiosa y social, en defensa de la justicia y de la paz, en favor de la cultura y de la enseñanza, en la formación de las conciencias de acuerdo con las enseñanzas del derecho natural, de la Ley de Dios y del Evangelio. Si la Iglesia cumple esta misión en un país, nadie puede desaprobar que el Estado favorezca razonablemente su misión con una ayuda económica que no deprime a la Iglesia ni afecta a otras comunidades religiosas. Resumiendo: la unidad moral es la unidad que la Iglesia defiende en naciones como la nuestra, de tradiciones y mayorías católicas; y es la que trata de establecer en países donde aún no-ha conseguido crear mayorías católicas. Dios es una realidad como Creador y Ordenador Supremo, que el hombre debe reconocer como tal, y las soledades constituidas por ellos, también. Y Dios se ha revelado también como Padre, y cuando los hombres reconocen a su enviado Cristo Jesús y a su Iglesia, no sólo lo reconocen individualmente, sino también socialmente en las sociedades necesarias para su perfección como son la familia y la sociedad civil. La Iglesia no puede renunciar a su misión de evangelizar a hombres y naciones, para que los hombres y las naciones reconozcan a Dios como fuente de toda razón y justicia y a su enviado Jesucristo, que fundó su Iglesia. El cristiano vive unido a su Iglesia; el Estado acepta también la unión con la Iglesia sin detrimento de sus funciones ni de su autoridad, y juntamente con ella —cuya misión reconoce— trabaja armónicamente para el bienestar común y público. Conclusión Si se considera superficialmente el problema de la unión moral entre la Iglesia y el Estado en el sentido recto expuesto, que es el sentir de la Iglesia, lo más probable es que no aparezca, en toda su importancia excepcional, el valor moral que encierra ante Dios y ante los hombres. Por eso, deseo aprovechar esta oportunidad para insinuarlo. Que el Estado reconozca la soberanía de Dios ante su pueblo y ante la faz de las naciones y que lo invoque como fuente de toda razón y justicia, es un acto que responde a las exigencias más profundas de la conciencia humana y de las comunidades sociales que preside el gobierno de una nación cristiana, que obliga a respetar el derecho y la justicia, y que predispone a buscar la paz en la fraternidad como Dios manda. Que el Estado reconozca al enviado del Padre de los Cielos, a su Cristo y a la Iglesia fundada por Él, en el ambiente tradicional de la mayoría católica de un país, es cumplir con un deber que interpreta y representa el estado colectivo de la ciudadanía, que compromete su responsabilidad ante Dios y los hombres y que encauza a la comunidad por los senderos de la verdad y del bien. Hoy, sobre todo, en que se niega la realidad de Dios, de su revelación, de su Cristo y de su Iglesia, no sólo individualmente sino socialmente, como en un desafío contra las tradiciones religiosas de toda la humanidad, con el propósito de destruirlas, la Iglesia estima más que nunca y defiende esta unión moral de la Iglesia y del Estado, que responde a sus anhelos y a la finalidad de su misión y que es la confesión pública del reconocimiento de Dios y del ordenamiento moral de las conciencias y de las sociedades humanas. Me siento honrado de pertenecer a una Nación que, a pesar de todas las vicisitudes y de los intentos realizados para desviarla del sendero tradicional, ha sabido interpretar fielmente la vida religiosa de un pueblo que nació y desarrolló todas sus actividades, sus costumbres, sus hazañas, su independencia, su organización, sin separarse jamás de Dios, en Quien creyó y esperó. ♦ 19 de enero de 1965 PRIMERA PLANA Cardenal Caggiano A las cinco y media de la mañana, cuando se despierta en el cuarto despojado y sin ventanas, después de estar tendido seis horas en su cama turca, toma del velador el Diario del alma de Juan XXIII y lee algunas páginas. Quizá porque el principio de su historia se parece a la de Juan: también él, Antonio Caggiano, nació en un pueblito de provincia, en Coronda, al sur de Santa Fe, y quiso ser sacerdote desde que aprendió a leer. Pero no es fácil tener lo que se ama: don Nicolás, su padre, un zapatero que trabajaba entre naranjerías y tiendas de dulce, no imaginaba a su chiquillo entregándose a Dios, enclaustrándose a los nueve años en el Seminario; probablemente trataba de retenerlo en los campos abiertos del pueblo, junto a los setos hinchados de frutillas. Fue la madre, Josefa Bressan, quien consiguió quebrar su reticencia: alentado por ella, Antonio se acostumbró a vivir fuera dé casa durante casi todo 1899, hasta que se marchó por fin a la ciudad de Santa Fe, con su sotana de seminarista. Los rezos de la madre y los martilleos de don Nicolás sobre los zapatos se apagaron pronto: ninguno de ellos estaba vivo cuando Antonio fue ordenado, en marzo de 1912, a los 23 años. Creció casi al mismo tiempo que Rosario, la ciudad a la que había llegado en 1913, para afanarse en las salas oscuras del Hospital de Caridad, en los pasillos del Centro de Estudios Manuel Belgrano, en la capilla de Nuestra Señora del Huerto. Todavía algunos viejos enfermos siguen llamándolo padre Antonio, aunque había dejado de ser el padrecito en setiembre de 1934, cuando fue exaltado como primer obispo de la ciudad y puso sobre su escudo un versículo de la Epístola a los Corintios: De muy buena gana me gastaré y me desgastaré hasta agotarme por vuestra alma. Pero tal vez los títulos no tuviesen para él otro sentido que el de aceptar algunos botones violeta en la sotana, una mitra, un anillo pastoral y algunas horas más de desvelo; siguió siendo el padrecito aun en 1946, cuando Pío XII cambió su violeta en púrpura y lo transformó en cardenal, o en octubre de 1959, la mañana en que cien mil personas lo siguieron desde su casa de la calle Córdoba hasta el Molino Blanco, donde termina la ciudad, para despedirlo de Rosario. Era ya el arzobispo de Buenos Aires, el primado de la Argentina, y no iba a volver sino una vez a la capillita del Huerto y a las salas pobladas del Hospital de Caridad. Pero una vez es casi nada en cinco años, aunque él siguió viviendo como entonces, despertándose a la misma hora y oficiando sus misas al amanecer. Su voz es todavía calmosa, mansa, fluye despacio por entre sus labios finos y sus dientes pequeños: viéndolo desprenderse de ella en su enorme escritorio de la calle Suipacha no deja otra impresión que la del pudor, la curiosidad, el apego amistoso a los seres humanos. Eso condice con su historia, en la que no hay grandes golpes de viento: cada día se alimenta del mismo fuego que los otros días, se repite en su escritorio donde atiende a los visitantes desde las 9 hasta la una: en el magro comedor, donde almuerza una sopa y un bife con papas hervidas junto al secretario del episcopado argentino, monseñor Ernesto Segura, a su capellán, el padre José Guitín, y a su secretario familiar, monseñor Emilio Graselli; en su cama, en fin, donde duerme una hora por la siesta. Hasta que la pequeña aventura recomienza, y se cierra una vez más en el cuarto sin ventanas, donde el aire se encajona y se humedece en las noches de verano. Sin embargo, aspira a que nada del mundo le sea ajeno: no hay diario o revista de Buenos Aires que deje de leer ni libro de historia o biología sobre el que no procure derramarse. Sólo una semana por año esa suave tormenta se aquieta: entonces, después de confesarse con el padre Lichius, de la parroquia de Nuestra Señora de Guadalupe, se recluye en un retiro espiritual, reza y piensa un poco en sí mismo. Fue lo que hizo en 1961, después de mediar en una huelga ferroviaria que duró casi dos meses: no bien abandonó la Casa Rosada, al final de las negociaciones, partió en su automóvil hacia un lugar desconocido, donde podía orar a solas, resistiéndose a oír las alabanzas de la gente. No parece aspirar a otra cosa que a esta vida sencilla, mientras habla de la muerte como “una forma perfecta de la felicidad”. Tal vez porque siente a Dios peleando en su mismo rincón y por la misma causa ♦ revista Primera Plana 19.01.1965 |