Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado


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Fangio, es la imagen de una vieja realidad argentina
por Luis Carlini
Los signos de admiración se han hecho inevitables cuando se nombra a Juan Manuel Fangio, el hombre que ha impuesto en Europa otra vieja realidad argentina: la de su extraordinario automovilismo deportivo y sus conductores eximios. Fangio, triunfador fino y constante en las pistas europeas, es la imagen viva del corredor argentino de automóviles. De ese argentino que en el volante de cualquier máquina —tractor, camión, automóvil, motocicleta, lancha o avión— es una cosa seria por donde se le mire. Arriesgado, sin llegar a la temeridad; con exacto sentido del tiempo y la distancia; mecánico hábil; sereno, equilibrado; en una palabra: hombre de una sola pieza. Pero Fangio, aun brillando con luz propia en la constelación mayor de los automovilistas mundiales, no es una excepción en el conjunto magistral de los automovilistas argentinos, sin separación de épocas; encarna una realidad que tiene casi medio siglo de existencia, y que recién ahora asombra porque se manifiesta en escenarios de la calidad y la fama de los del Viejo Mundo, que parecían vedados a los hombres del magnífico Sur americano. Gracias, sea dicho sin demora, al precioso estímulo moral y al generoso apoyo material de este Gobierno, que difunde así el buen nombre de la República en todos los campos de la actividad humana.
Expliquemos por qué Fangio es la imagen viva de una vieja realidad argentina. Si nos situamos en 1906, con la primera carrera de automóviles realizadas en la América del Sur y organizada por “El País” de Pellegrini, veremos cómo va formándose esa realidad que adquiere estado internacional en 1949. Esa primera manifestación del automovilismo deportivo argentino es hoy un símbolo. Estaba abierta —glosamos el reglamento— a automóviles con motores de cuatro cilindros y 14 a 24 caballos de fuerza; carrocerías con o sin techo; tres tripulantes por lo menos, incluso el conductor; en dos etapas: una de Núñez al Tigre Hotel y otra de regreso, con cinco horas de intervalo entre las dos partidas; el cruce de San Isidro y San Fernando, neutralizados; en caso de lluvia, la prueba se suspendía para el siguiente día festivo, tantas veces como fuera necesario. El camino era una franja de terreno alambrada por el Automóvil Club Argentino, que acababa de fundarse. Entre la carrera de “El País” y el primer Gran Premio a Córdoba, en 1910, se realizaron otras pruebas de importancia mayor: los circuitos de Buenos Aires y de Mar del Plata. Pero es el Gran Premio de 1910 el punto de arranque de nuestro automovilismo deportivo y la chispa reveladora de la clase inconfundible del conductor argentino, clase que ha de afirmarse con el correr del tiempo. Aquella aventura estuvo compuesta de muchas cosas malas, aunque naturales entonces, y una sola cosa buena. Las malas: caminos prácticamente intransitables para el automóvil durante la mayor parte del año; motores de escasa potencia, desprovistos de todos los adelantos actuales que hacen de ellos verdaderas joyas mecánicas. La cosa buena: el hombre que acometía la empresa con voluntad indomable, en busca de una gloria que no tendría el eco colorido y sonoro del cine v la radio. Gloria formada de satisfacción personal más que de ruido. Conviene hacer aquí un somero balance de las condiciones de las máquinas de entonces y de ahora. Ayer: motores pesados, de regímenes no mayores de 1500 revoluciones por minuto, y tasas de compresión de 3 a 1, en el mejor de los casos; pistones de hierro; cámaras de combustión en que abundaban las curvas y los ángulos; válvulas laterales, a menudo mandadas desde afuera; bujías al aire; encendido por magneto; acceso de la nafta al carburador por gravitación; aceitaje a gotero, engrase a mano y arranque por manija; palancas de cambios y de freno en el exterior de la carrocería, con los consiguientes atascamientos cuando se marchaba en terreno pantanoso; suspensión de tres o cuatro hojas, no superiores a las que se usaban en los carruajes a sangre; nada de amortiguadores; ruedas de madera, cuyas cámaras había que cambiar cuando se pinchaban; carrocerías abiertas sin parabrisas, faroles a kerosene y estribos que acumulaban grandes cantidades de barro. Como combustible, la vieja bencina, sin mezclas elevadoras de su poder detonante. Hoy: motores monoblocs blindados, policilíndricos, pistones de aluminio, regímenes que flotan alrededor de 7.000 revoluciones; tasas de compresión que llegan a 12; equipos eléctricos blindados para el encendido, el arranque, la iluminación y muchas otras comodidades; cigüeñales contrapesados y asentados sobre múltiples cojinetes de metales especiales; tanques y sistema de engrase a presión y automáticos; ruedas que se cambian en un minuto; carrocerías de acero de una sola pieza; tablero de instrumentos que indican lo que pasa en cada rincón de la máquina. Como combustible, mezclas en que intervienen, en proporciones y combinaciones preferidas por cada conductor y para cada motor, desde el alcohol absoluto, el benzol, la nafta de 80 octanos, el éter, el aceite de castor y la acetona hasta el tetraetilo de plomo. Y para completar este cuadro fantástico de los automóviles modernos, compresores poderosos, reducción substancial del peso del vehículo y neumáticos de mayor adherencia y mayor resistencia al calor generado por las grandes velocidad sobre caminos lisos.
Fijados así el valor funcional de las máquinas y la calidad de los caminos de dos épocas separadas por apenas cuarenta años, surge clara la habilidad permanente del automovilista argentino. Nada ha cambiado en él durante ese tiempo. Su agilidad mental es la misma y su brazo se mantiene seguro. Y ha sabido acomodarse al progreso de las máquinas y los caminos sin perder ni atenuar ninguna de sus cualidades originales. Existe un período, que podemos situar dos décadas atrás, que define claramente esa facultad de adaptación del conductor argentino. El empuje arrollador pero reflexivo de Raúl Riganti y Antonio Gaudino cierran la era de la batalla sin tregua contra la máquina imperfecta y el camino deficiente; Ernesto Blanco y Domingo Bucci, fríos y calculadores, abren la actual. Nadie puede, pues, asombrarse de que el conductor de esta tierra —cuya expresión universal es hoy Fangio y mañana cualquiera de los nuestros— haya causado sensación en Europa.

-pie de fotos
-Cómo se hace automovilismo deportivo en 1949.
-Cómo se hacía automovilismo deportivo en la Argentina en 1912.

(1) Juan Cassoulet, ganador en 1910, llegó a Córdoba al tercer día de salir de Buenos Aires, con 30 horas y 42 minutos de tiempo real de marcha. Julio Pérez, en 1935, cubrió el mismo recorrido, sobre camino liso, en 5 horas y 32 minutos.
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