Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado
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La muerte de Yrigoyen Sus amigos lo llamaron taimado, lo acusaron de deslealtad y lo identificaron con un animal de reminiscencias prehistóricas y costumbres misteriosas: El Peludo. Con ese apodo —que el pueblo terminaría por emplear cariñosamente— Hipólito Yrigoyen gobernó dos veces el país, vivió tres años de retiro militante y murió pobremente, en una pequeña habitación. Todo lo hizo a escondidas, encerrado en la cueva, aunque procurando que nadie lo olvidara. Ese estilo político le valió una montaña de insultos y de adjetivos. Así, una u otra vez fue el “caudillo rencoroso”, el “compadre de Balvanera” o el “pardejón envanecido”. Los caricaturistas de la época se regocijaban con su figura corpulenta, cargada de hombros, a la que era fácil transformar en El Peludo con sólo dibujarle un caparazón sobre sus espaldas. De ese modo, todos los aspectos de su vida serían cuestionados con rigor: ¿era o no doctor?; la letra inicial de su apellido, ¿era latina o griega?; ¿descendía de aquel que figuraba como su padre o era hijo natural de don Juan Manuel de Rosas? Claro que esas dudas fueron estimuladas por las paradojas de su actuación política. Sin frecuentar comités, organizó sólidamente la Unión Cívica Radical en todo el país. Jamás pronunció discursos (aunque fue un gran conversador), pero arrastró multitudes con su silencio. Bregó, como pocos y sin concesiones, por la legalidad y el respeto a la Constitución, mas fue un conspirador vitalicio. Para los católicos Hipólito Yrigoyen fue un creyente fervoroso. Para los masones, un liberal convencido. Sus revoluciones fracasaron siempre, pero su elección constituyó, de alguna manera, una revolución. “Amigo de los pobres y los desheredados”, durante su primer gobierno Buenos Aires tembló con la semana trágica, y el sur, con la matanza de obreros en Santa Cruz. Enemigo del divorcio, no se casó pero tuvo tres hijos (Elena, Eduardo Alberto y Dominga). Apóstol del sufragio universal, intervino, en sus dos mandatos, casi todos los gobiernos provinciales surgidos de la voluntad popular. Por fin, plebiscitado en 1928, fue derribado por un golpe militar en 1930 sin que nadie lo defendiera. LOS ULTIMOS AÑOS. Moviendo la cabeza con resignación, el presidente Uriburu leyó, se sonrió y firmó un decreto fechado un año antes, en enero de 1930. Era una menudencia, pero denunciaba la morosidad de los trámites oficiales durante la administración yrigoyenista. Por ese decreto se enteró de que el gobierno depuesto había regalado al Rey Alfonso XIII dos cocinas rodantes como homenaje de reconocimiento. Pero Yrigoyen le creaba otros problemas más complicados y urgentes que debían resolverse. Desde la isla Martín García, donde se hallaba confinado después de su derrocamiento, azuzó con pedidos sobre la técnica que debería adoptarse para el juicio por los delitos que se le imputaban. Los memoriales que remitió a la Corte Suprema de Justicia fueron piezas claves del pensamiento del ex presidente. Armando Antille, su defensor, adujo que la causa tenía que suspenderse, ya que la renuncia de Yrigoyen no había sido aceptada por el Congreso. La Cámara Federal cortó de plano las argucias y respondió que “la pérdida de la investidura y prerrogativas del señor Yrigoyen deriva del movimiento del 6 de setiembre y es un hecho definitivo”. El 5 de marzo de 1931 (un mes antes de las elecciones que hicieron cimbrear los cimientos del gobierno provisional), se dio a publicidad un manifiesto que, desde la isla, Yrigoyen dirigió “A mis conciudadanos”. Por él anunció su retiro de la vida política y el reconocimiento de todos sus errores. “Afirmo en plena posesión de mis facultades —decía el documento—, en perfecto dominio y templanza de mi espíritu, y en absoluta integridad de mi conciencia, que reconozco que sólo por motivo de mis yerros de gobierno, y mi lamentada incomprensión de los urgentes y complejos problemas que la rápida evolución social y política de la República, se acumulara en los últimos tiempos sobre mi recargada responsabilidad de gobernante, pudo agravarse el malestar de la situación y provocar dicho pronunciamiento (del 6 de setiembre)”. Para estupor de sus correligionarios aceptó el “fundamento cívico y patriótico” de la revolución, declinando toda defensa para las acusaciones de que era objeto. “A fin de despejar la incertidumbre de las versiones contradictorias, repetimos hoy que el manifiesto es de perfecta autenticidad”, aseguró Crítica dos días más tarde para forzar la incredulidad de los que recelaron del manifiesto. El 12, el diario La Mañana aventó las protestas de veracidad que su colega hizo sobre la declaración. Uno de sus redactores logró entrevistar a Yrigoyen en su reclusión y escuchó este recado: “Diga usted, y recálquelo, que es absolutamente inexacta esa publicación. Inexacta como cualquiera otra que se me atribuya. ¡No lo olvide, absolutamente inexacta!". Sobrevino entonces la acusación por las irregularidades descubiertas en los manejos de la Lotería Nacional. Roque Gondra, procurador fiscal, peticionó que el ex mandatario fuera puesto a su disposición para interrogarlo. A Yrigoyen no le produjeron preocupación ése y los demás cargos que parecían aplastarlo. En cambio le causó mucha hilaridad, en el mes de agosto, el secuestro que Leopoldo Lugones (hijo), comisario inspector y titular de la sección Orden Político de la Policía, hizo del folleto Memorias de una artista. El libelo no era, como lo suponía el desvelado comisario, una mera proposición pornográfica, sino una embozada biografía del caudillo. En su ira, Lugones revolvió todo Buenos Aires para dar con el editor y no dejó un solo ejemplar para los ávidos lectores. A un año de su derrocamiento la Corte Suprema rechazó, definitivamente, el recurso que Yrigoyen presentó para ser juzgado por el Congreso. Pero los votos de la decisión no fueron unánimes. El ex presidente de la Nación y en ese momento de la Corte, José Figueroa Alcorta, y dos de sus ministros, Roberto Repetto y Julián Pera, votaron por la negativa, mientras que en disidencia lo hicieron Antonio Sagarna, con reservas, y Guido Lavalle. Este consideró que la justicia federal, pese a todo, era incompetente “para juzgar la malversación de fondos imputada al señor Yrigoyen". LA CULPA FUE DEL SOCIALISMO. Francisco Cicotti fue uno de los pocos periodistas, autorizado por el gobierno, que pudo entrevistar al prisionero en su exilio isleño, y el 24 de setiembre de 1931, en La Nación, reveló los resultados de esa conversación. Supo, por relato del interesado, que los sucesos del 6 de setiembre se debieron, principalmente, “a raíz de mi enfermedad, de una violenta gripe, que más tarde me ocasionó una congestión pulmonar". Le señaló, además, que el ejército y la marina casi en su totalidad no habían participado del golpe. “Pero no solamente todos los militares, sino también la población se adhirió en masa a la revolución...", observó Cicotti. Molesto, Yrigoyen contestó: "Mire, en Buenos Aires hay casi cien mil hogares dominados por los socialistas. Fue el socialismo el que en la Capital fomentó la rebeldía, porque tiene tendencias anarquistas, rusas, mientras que en nuestro país no hay razón para propagar el socialismo". “Yo tenía veinte años cuando por primera vez fui elegido, y en el Congreso, inmediatamente, logré éxito en un debate importante”, se vanaglorió. Defendiéndose de la malversación de fondos en la que aparecía como responsable, alegó: "No tiene fundamento. Yo creo que cuando el Gobierno tiene una partida destinada a un servicio público y cubierto el cometido puede sin inconvenientes gastar lo que sobra aplicándalo a otra exigencia de interés público". De sus ministros afirmó que “eran todos hombres decentes y no merecen ningún reproche. Yo no tenía necesidad de elegir mis colaboradores entre intelectuales eruditos, porque en el desempeño de mi mandato tenía confianza absoluta en mis fuerzas y en la Divina Providencia". Luego reflexionó y agregó con amargura: “La calumnia es impotente. Durante mi presidencia envenenaron con la calumnia a un ex ministro, hasta empujarlo al suicidio, y resultó comprobada después su inocencia". “Mistificador, loco y peludo”, lo agredió La Fronda al día siguiente. Primero arremetió contra el periodista. “Una de las razones que abonan el prestigio del doctor Cicotti —le reprochó—, aparte de su pluma, es el duelo que tuvo con Benito Mussolini en el año 1921". Después contra Yrigoyen, quien “ya no tiene fámulas de parroquia, como en aquellos tiempos en que, como el vago del tango, escuchaba las campanadas del reloj de la Balvanera, tirado panza arriba en un catre pleno de idealidades. Ya no tiene viudas ricas, cuyas estancias conviértenlo, por arte de uña, en hacendado bonaerense, en lugar del tendero sirio-libanés que debió ser, de acuerdo con su genealogía". EL INDULTO. A mediados de enero de 1932 (un mes antes de la jura del general Agustín P. Justo como presidente de la República) circuló el rumor de que el gobierno provisional indultaría al prisionero. El 6 de febrero se ordenó el traslado desde Martín García a Buenos Aires, pero desembarcó a la una de la madrugada del 7 en Río Santiago. El 19 se concretó el indulto. Un decreto firmado por Uriburu y Adolfo Bioy estableció que “la detención respondió a una penosa e inevitable necesidad, y no a designios de persecución o de venganza". Sorpresivamente, el último día de febrero, Yrigoyen rechazó la amnistía. “Es el Congreso el que deberá dar el fallo definitivo", gruñó. “El indulto del señor Yrigoyen está bien decretado", afirmó el juez Miguel Jantus y mandó archivar la causa, pero la Cámara Federal terció en la disputa y decidió que “no es válido el indulto a favor del ex presidente". La Corte Suprema, al final, terminó por anular la gracia concedida por el general Uriburu. En setiembre presentó un escrito que fue rechazado. “Guarde estilo", le respondieron ordenándole testar algunas frases en las que atacaba a los magistrados. El 11 de octubre de 1932 fue sobreseído por proscripción en el proceso, cerrándose la causa. Quedó en pie una frase escrita en el Memorial del año anterior, llena de arrogancia pero sobre la cual asentó el pivote de su defensa. “Nunca he necesitado sabidurías a mi lado —aseguró—, pues siempre me he sentido poseyéndolas por mí mismo, de tal manera que jamás he tenido que consultar a nadie en el desempeño de todas mis labores públicas; pero sí he requerido siempre honorabilidades ante todo y sobre todo". LA ENFERMEDAD. El 11 de enero de 1933 llegó a la Dársena C. de Puerto Nuevo el hombre que nunca necesitó de “sabidurías" pero que requería, por sobre todo, “honorabilidades”. En Martín García, donde Yrigoyen había sido confinado nuevamente después de abortar el movimiento revolucionario de Atilio Cattáneo (Panorama Nº 180), fue examinado por una junta médica designada por el gobierno e integrada por Mariano R. Castex, Eugenio A. Galli, entonces director general de Sanidad Militar, y Orestes Adorni, cirujano de la Armada, quienes dictaminaron una afección torácica con la recomendación de un reconocimiento radiológico y, por supuesto, el inmediato abandono del clima húmedo de la isla. El aviso Golondrina, un pequeño barco de la Marina de Guerra, con el jefe radical a bordo, atracó a las ocho y diez de la noche a estribor del acorazado Moreno, al cual Yrigoyen pasó por sus propios medios, aunque acusando inseguridad al trepar por la escalerilla. Su traje gris oscuro parecía arrugado y la galerita que cubría su cabeza desentonaba con el poncho que montaba sobre sus hombros. Cajas, canastas de mimbre y cajones de querosén constituyeron todo su equipaje. Con dificultad se ubicó en el automóvil oficial, chapa 146, acompañado por su hija Elena e Isabel Martínez, su secretaria. El vehículo, escoltado por la policía y los periodistas que fueron a recibirlo, enfiló por Madero hasta Cangallo, alcanzó la diagonal Roque Sáenz Peña y entró de contramano en Sarmiento para detenerse frente al número 944, domicilio de su sobrino, Luis Rodríguez Yrigoyen. Días después, para establecer el diagnóstico que provocaba la afonía en Yrigoyen, Uslenghi, uno de los médicos que lo asistió, le tomó unas radiografías. Según sus familiares la laringitis databa de dos años atrás, a la que el enfermo siempre restó importancia. Aráux y Zambrini, especialistas en afecciones de garganta, optaron, según el resultado del examen a que lo sometieron, operarlo para aliviar el sistema respiratorio, a lo que se opusieron Uslenghi y José Landa, este último médico particular de Yrigoyen. Las visitas fueron restringidas. Recibió a los pocos dirigentes radicales que no estaban detenidos, entre los que se contó casi diariamente Elpidio González. Su estancia en la isla, las penurias del clima y del encierro lo habían demacrado y enflaquecido, pero a los pocos días se repuso y los médicos dejaron de acudir con puntualidad a su domicilio. "Entonces, personas de su familia apelaron a un fraile capuchino —dice Manuel Gálvez en su Vida de Hipólito Yrigoyen— que curaba los males golpeando sobre las partes enfermas con ciertos huesos de una forma v clase especiales. También recurrieron a un japonés, que se decía ex militar en su país, quien aliviaba las molestias apoyando su cabeza sobre las zonas afectadas y aspirando el mal”. “RODEEN A ALVEAR”. El japonés y el capuchino no lograron una mejoría absoluta, pero le infundieron optimismo. En marzo, aliviado de algunos problemas, se dedicó a recorrer la ciudad. Conducido por Fernando Betancourt, quien fuera jefe de su custodia presidencial, se arrebujó en el asiento trasero de un doble faetón y llegó a sitios donde nadie lo molestara. Los médicos le recomendaron "cambiar de clima” por un tiempo y el 5 de abril partió hacia el Uruguay en el vapor de la carrera Ciudad de Montevideo, acompañado de Elena, su secretaria Isabel, José Landa y su amigo Betancourt. Su salud había mejorado en forma notable y en Montevideo intimó, en largas charlas, con Gabriel Terra, el presidente uruguayo. Rechazó una invitación para visitar Piriápolis (sitio de veraneo preferido por Alvear), para quedarse en Montevideo y conocerla a fondo. Tres semanas después debió regresar de inmediato a Buenos Aires por la muerte de su hermana Marcelina Yrigoyen de Rodríguez. Era la única hermana que le quedaba y la pérdida lo abatió para preocupación de los facultativos. Cuando acudió al velatorio, la multitud exclamó al verlo, como si estuviera ante un milagro: "¡El doctor!, ¡allí está el doctor!”. "La gente quiso abalanzarse sobre él —escribe J. B. Ramos en Tragedia de una algarada—, lo rodeó. A duras penas los amigos más cercanos pretendían salvarlo de aquel gentío que gritaba como en los días de sus grandes apariciones políticas... "¡Viva el doctor Hipólito Yrigoyen!... ¡Yrigoyen!”. A principios de junio se repuso y se interesó por la primera reunión del Comité Nacional de la Unión Cívica Radical, surgido de la reorganización. Alvear fue electo presidente del cuerpo y vicepresidente Adolfo Güemes junto con Enrique M. Mosca. Ricardo Rojas, Simón Avellaneda, Ernesto C. Boatti, José P. Tamborini, Roque Suárez y Raúl Rodríguez de la Torre, completaron el elenco. Obsesionado por lograr la unidad del radicalismo y nucleario en tomo a Alvear, le pidió a Carlos Borzani que se acercara al nuevo presidente del partido. "Marcelo ha estado mucho tiempo alejado del país y no conoce bien a los amigos... —le explicó—. Usted, que ha actuado tanto tiempo a mi lado y tiene un gran conocimiento del partido, tiene que ayudarlo. Asesórelo. El necesita que lo rodee gente honesta, bien radical. Hágalo, Borzani, por mí y por Marcelo, que lo necesita”. “UNIR AL PARTIDO’’. En los últimos días de junio reaparecieron los problemas respiratorios y la salud de Yrigoyen decayó; tenía 81 años. Estaba debilitado y por prescripción médica no recibía a nadie. Pero un día se enteró de que Alvear estaba de visita en la casa para interesarse por sil salud y, pese a las recomendaciones de quienes lo cuidaban, se incorporó en la cama, con enorme esfuerzo, alisó sus cabellos y pausadamente exigió que lo hicieran "pasar a Marcelo”. "Es la imagen de un patriarca bíblico”, comentó el visitante al retirarse. El 1º de julio su afección recrudeció presagiando una crisis. Los médicos diagnosticaron bronconeumonía complicada. Un fraile dominico, amigo suyo, fue llamado por Yrigoyen cuando sintió que sus fuerzas lo abandonaban. Sentado junto al lecho y tomándole las manos escuchó la confesión y este mensaje para los jefes del radicalismo: "Padre, dígales usted que no quiero que se derrame una sola gota de sangre, pero, si es posible —musitó—, quiero la unión del partido. Esa es mi voluntad”. LA MUERTE. Todos los diarios del domingo 2 de julio detallaron la gravedad de Hipólito Yrigoyen. Al anochecer el proceso se agudizó y Landa, Roque Izzó y Juan A. Buazzo, los médicos que vigilaron su agonía, comprendieron que ya poco les restaba por hacer. El lunes por la mañana recibió la extremaunción administrada por fray Alvaro Alvarez y Sánchez. Su corazón flaqueó y hubo que reavivarlo con drogas y oxígeno. Al comenzar la tarde monseñor De Andrea le llevó la bendición papal. La casa del moribundo se vio invadida por los dirigentes radicales, mientras que en la calle comenzó la aglomeración. Fue un día gris, frío, la temperatura rozó los 9 grados y el cielo pareció rajarse y provocar un diluvio. "A las cinco de la tarde cae en un letargo mayor —escribió Félix Luna en su Yrigoyen—. Entonces los familiares llaman a algunos de los que están en la casa. En la sencillísima habitación donde agoniza entran Marcelo T. de Alvear, Honorio Pueyrredón, Amancio González Zimmerman, Délfor del Valle, Vicente Scalatto, Fernando Betancourt, Andrés Ferreyra, Joaquín Costa, Juan B. Fleytas, Osvaldo Meabe, monseñor De Andrea, fray Alvaro. Ellos son los testigos de sus últimos momentos”. Afuera, los pequeños grupos que merodearon en las primeras horas se convirtieron en multitud. Después, como una gran mancha humana se diseminó por el gran espacio que había quedado libre por la reciente demolición de los edificios para dar vía a la diagonal Roque Sáenz Peña. "Son las siete y veinte minutos de la tarde. Se abren los balcones. La multitud comprende —cuenta Gálvez al final de su libro—; miles de corazones se han puesto a latir y miles de ojos se han puesto a llorar. Tres o cuatro hombres aparecen en lo largo del balcón. Y uno de ellos, en medio, invita a la multitud a descubrirse. Todos se quitan los sombreros. Algunos se arrodillan: En este momento acaba de morir el defensor más grande que haya tenido la democracia en América. Pero no ha muerto. ¡Vive, ciudadanos! ¡Vivirá siempre! ¡Viva el doctor Hipólito Yrigoyen!” Oscar A. Troncoso PANORAMA, NOVIEMBRE 24, 1970 |