Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado



cuantas veces viste woodstock


INSOLITO: EN BUENOS AIRES UN FILM DE ROCK SE MANTIENE EN CARTEL DESDE HACE CUATRO AÑOS
«¿CUANTAS VECES VISTE WOODSTOCK, LOCO?»
En el porteño barrio de Belgrano un cine proyecta todos los sábados, en función trasnoche, el más célebre documental de la historia hippie. Para verlo —algunos hasta 32 veces— se dan cita curiosos personajes de sorpresivas y divertidas costumbres. Sus anécdotas, sus manías y sus intimidades

Es un ritual que se repite todos los sábados, poco después de la medianoche: como convocados por alguna misteriosa sacerdotisa, centenares de hippies de largas melenas, desmañadas ropas y alegres sonrisas se dan cita en la porteña avenida Cabildo al 600. Allí, en las inmediaciones del cine Ritz, se vive un clima de fiesta, similar al que acompaña a los recitales de rock. Todos hablan un intrincado vocabulario lleno de claves y tics, intercambian información sobre música, llenan con su bullicio la cuadra y provocan, claro, el asombro de alguna matrona excesivamente serla y prejuiciosa. Sin embargo ellos no están allí para espantar a los curiosos: desde hace poco más de cuatro años, todos los sábados, en el horario de trasnoche, ese cine exhibe Woodstock, 3 días de paz, música y amor, un documental que retrata los entretelones del pro-mocionado festival estadounidense, convertido, sin duda, en la Biblia del movimiento rockero.
Curiosamente el film ha logrado un insólito record de proyecciones frente a un público que, en parte, se repite constantemente y, en parte, se renueva con los años. Pero entre los fanáticos de viejo cuño y las nuevas oleadas, todas las semanas se juntan algo más de 500 jóvenes que antes, durante y después de la función deliran, gritan, aplauden y silban hasta el cansancio, adobando la calma nocturna del barrio de Belgrano con sus travesuras y su desborde de alegría

DON QUIJOTE ESTA ENTRE NOSOTROS
Formando una larga fila —que, generalmente, llega hasta la esquina del cine—, el enjambre de hippies vernáculos espera pacientemente la hora de entrar. Lentos, parsimoniosos, algunos policías de civil se pasean a lo largo de la cola: “No es por nada —se excusaron los agentes frente a Siete Días—; los pibes se portan muy bien y nunca hacen lío, pero hay que estar por las dudas, pues a veces se impacientan un poco". Tienen razón: en las 226 funciones realizadas desde el 19 de noviembre de 1970, cuando se implantó el ritual, sólo se recuerda un único accidente que engrosa más las páginas de curiosidades que las de inconvenientes realmente serios. La anécdota la protagonizó un conmovido, quijotesco espectador que, al ver en la pantalla a un encuestado que hablaba mal del festival, se levantó, trepo al escenario y la emprendió a golpes de puño con la imagen. Sólo cejó en su agresión cuando el film saltó a otra escena.
Aunque la mayoría de los espectadores ha visto el film por lo menos un par de veces, algunos fanáticos han llegado a establecer una verdadera puja para saber quién posee el record en materia de tenacidad. Diego, un simpático pecoso de 18 años, se ufano de haber visto Woodstock en 18 oportunidades aunque lamentó, eso sí, no ser el más experto: “La verdad es que tengo un amigo que me gana por varios cuerpos: la vio 32 veces, pero, claro, él labura y tiene guita para la entrada, yo en cambio tengo que juntar chirolas toda la semana para llegar a los 1.200 pesos”. No es el único que bate records: una barra que se traslada desde Quilmes —integrada por El Marqués, Boxi, Albo y Borda— aseguró cumplir religiosamente con los ritos de la película. “Nosotros venimos por lo menos una vez por mes —se jactaron—; en realidad lo necesitamos, porque si dejamos de verla es como si nos faltara algo”.
En cambio otro piloso jovencito que responde al curioso mote de Cuatrimotor, fue más terminante: apelando a todos los recursos idiomáticos del ambiente descerrajó sobre el redactor de Siete Días una frase de este tenor: “Woodstock mata, loco, yo me copo totalmente. Si no pudiera verla sería una pálida. Pero la trasnoche viene bien, yo me la banco". Una serie de preguntas posteriores permitieron inferir que Cuatrimotor había
dicho que la película le gustaba una barbaridad, que sufriría mucho si no tuviera la oportunidad de verla cada tanto pero que por suerte existen las funciones de trasnoche.

EL MISTERIO DE LA TORTA DE CUMPLEAÑOS
Por supuesto que el apasionamiento suscitado por el film tiene, también, sus dosis de ternura: al cumplirse el tercer aniversario de la primera proyección de Woodstock, uno de los habitués llegó al cine con un misterioso paquete. Discutió con los acomodadores que no lo querían dejar entrar con el bulto y, tras el habitual tira y afloja se encerró con el dueño del cine, le dio una explicación y obtuvo el permiso necesario para ingresar a la sala. Al culminar el film, sorprendió a los espectadores abriendo el paquete y sacando una gran torta de cumpleaños: era su homenaje al documental; todos tuvieron su porción y sólo faltó la sidra para el brindis.
A pesar de que durante la proyección del noticiero y de las tandas publicitarias el cine es un mundillo ruidosos y efervescente en el que es casi imposible escuchar al locutor, cuando las imágenes de Woodstock ganan la pantalla se produce un silencio estremecedor sólo cortado, cada tanto, por el llanto de un bebé. Un poco avergonzados por esa situación, Héctor Arrosagaray y su señora, una veinteañera pareja responsables de los berridos de su hijita. Desdémona, confesaron a Siete Días que llevaban a la nena al cine “aunque todavía no pueda entender el mensaje de paz y amor que hay en la película para que se vaya acostumbrando”. En el otro extremo de la escala, Angela y Ornar, un matrimonio sesentón, se enorgullecieron de concurrir a ver el film por segunda vez: “No hay que sorprenderse de que a un par de viejos como nosotros nos guste el vústock éste (sic). Somos jóvenes de alma y tenemos hijos y sobrinos que insistieron en que la viéramos. La primera vez nos agradó mucho y por eso estamos de vuelta. “Finalmente,
guiñando un ojo en signo de complicidad y adaptando el aire y el vocabulario de los más jóvenes, don Omar exclamó, conteniendo su risa: “Además Jimi Hendrix mata, loco, mata”.
Sin embargo, no todos los conflictos generacionales se resolvieron tan fluidamente: don Salvador, el dueño de la sala, se negaba rotundamente a proyectar el film; pero su hijo Pancho, un emprendedor joven de 21 años, logró convencerlo de que Woodstock tenía un mercado inagotable: “Fue una pegada —se alegró—; algunos chicos nos preguntan hasta cuándo la vamos a seguir dando. La respuesta es que si las cosas siguen, hasta el año 2000. Creo que el éxito va a seguir porque hay pibes que en el momento del estreno sólo tenían 12 ó 13 años y que recién ahora están en condiciones de ver el film”.
Menos alegres que los dueños de la sala, los acomodadores deben sufrir las mismas carencias monetarias que el público: “Los melenudos no dejan ni un mango de propina —se quejó un bigotudo señor que prefirió ocultar su nombre—, pero no porque sean amarretes sino porque, simplemente, no tienen. Eso da un poco de bronca, pero ¡qué se le va a hacer! Son chicos y hay que entenderlos”.
Mientras tanto, los más afectados en sus precarias economías se las arreglan igual para juntar los pesitos con que pagan la entrada: entre los hippies funciona una intensa corriente de solidaridad y casi nadie le niega unos nacionales a quienes, agotados sus bolsillos, se paran junto a la boletería para pedir una ayuda. “Eso sí —sentenció Roque, un caudillo de sólido prestigio entre los habitués del Ritz— que nadie se haga el piola y quiera juntar más guita de lo que cuesta la entrada. Lo sacamos rajando, porque una cosa es ayudar a la gente para que pueda gozar de la música y otra, muy distinta, aguantarle los vicios a los vagos. Seremos locos, pero no tarados.”
Siete Días Ilustrados
24.01.1975

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