Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado


portero de harrods


COSTUMBRES
Lungas y breves historias
Hace poco más de un mes (el martes primero de septiembre a las nueve de la mañana) el diminuto paraguayo José Julián Chiquito Rodas (51, un metro y cinco centímetros de estatura) abría por primera vez una de las puertas de Harrods que dan sobre la calle Florida y empezaba a computar, con una sonrisa inmutable, los centenares de piernas que vería a lo largo del día. “Me entretengo numerándolas”, confiesa. Difícil le resultaría, sin duda, hacer lo mismo con las divertidas cabezas que suelen detenerse sobre la suya, allá en la altura. “Todos me quieren —imagina—, son muy buenos compañeros.”
Enfundado en su uniforme verde subido (saco de cuello cerrado, marcado por una doble hilera de botones; gorra de visera corta), Rodas reparte saludos e indicaciones. “Discos al fondo, señorita; perfumes a la izquierda", repite con orgullosa seguridad. "No por nada me entrené durante veinte años en Tonsa", se jacta. Desde que llegó de Asunción con el circo Polastrini, se había ganado la vida “como aprendiz de acróbata y otras cositas”. Esa experiencia le facilitó su posterior tránsito a la televisión, que ahora lo ayuda “a juntar buenos pesos”; interviene a menudo en tiras supuestamente burlonas que le permiten, al menos, alquilar un departamento en San Telmo con sus cinco hermanos jubilados y “pasar el tiempo libre en el café Iguazú, en Esmeralda y Corrientes, con los amigos de la TV y la telefónica”. Allí suele desgranar sus mejores anécdotas.

JUSTIFICACIONES. Para Hugo Botta (58, tres hijos, subgerente del tradicional emporio), “el retorno de nuestro enano —el anterior desapareció, sin que lo reemplazáramos, en 1958— tiende a reconstruir la imagen de una época de esplendor, que duró hasta hace un par de décadas y que repetiremos, sin duda”. Poco original —como acusan algunos—, la idea de identificar a la empresa a través de un personaje-símbolo se atribuye a su director primigenio, el francés Paul Foucher, quien intentaba reproducir —y lo hizo exitosamente— una moda propia de las grandes tiendas europeas en París y Londres.
El triunfo de la desproporción se consagró en Buenos Aires con el exagerado José Eustaquio Pelozzo (1890-1945, dos metros y cinco centímetros de alto). Una tarde de fines de mayo de 1915 apareció en Harrods (cuya inauguración se había festejado un año antes) para pedir trabajo; al día siguiente lo metían en un sobretodo que le cubría las rodillas —apenas dejaba ver el pantalón verde con galones dorados—, y era instalado junto a la entrada principal. “Lo habrá mandado Dios, porque era justo lo que la firma andaba buscando”, apunta Botta. Lo mismo habrá pensado Pelozzo: durante treinta años —hasta su muerte— se dedicó a recoger propinas de los automóviles que desfilaban por Florida antes de estacionar en las calles laterales. Se lo recuerda como un hombre serio y parco, que “además de su altura poseía un algo particular, un aire de Frankenstein porteño”, según Botta. Caminaba —aseguran— como si anduviera sobre zancos, pero no se le niegan dos virtudes irreprochables: conocía personalmente a toda la sociedad y había adquirido, “mediante el sudor de su frente”, un taxímetro Packard con el que duplicaba su sueldo de 140 pesos.
“Costó mucho esfuerzo encontrar a un personaje como éste”, memora nostálgico, Botta. Cuando hacia 1930 la expansión de Harrods obligó a la apertura de una nueva entrada —sobre Córdoba— todas las tentativas de encontrar a un símil de Pelozzo fueron inútiles. Por esa razón se invirtieron los extremos y quedó contratado Gerardo Sánchez; un breve español que seis años
atrás había esquivado el servicio militar: apenas sobrepasaba el metro.

UN MITO. De acuerdo con Jonathan Swift, los habitantes de Liliput no escriben ni de izquierda a derecha, como los europeos, ni de derecha a izquierda, como los árabes; ni de arriba hacia abajo, como los chinos, sino oblicuamente, de uno a otro ángulo del papel, como las señoras inglesas. Las frases de Sánchez —accidentalmente conservadas en un pedido de empleo— no revelan, sin embargo, esa singular característica; respetan con minuciosa grafía el ordenamiento occidental. “Es que a pesar de su anormalidad, trataba de cultivarse”, considera Botta.
“Daba gusto escucharlo hablar”, se entusiasma el jefe de personal Julio Casella (55, un hijo), y pontifica: ‘‘Era un hombre especial; escribía a máquina, pronunciaba correctamente el inglés y el portugués, practicaba deportes como todos...”. Mantenía, empero, una notoria predilección por la pelota a paleta, “aunque se enojaba —revela Botta— cuando la esferita pasaba más allá del alcance de sus brazos”. En su legajo constan pruebas de un personal sentido de la dignidad: el 15 de enero de 1935, por ejemplo, “estando de guardia en la puerta de Florida, sostuvo un incidente con un ebrio que pasaba, quien le hundió la gorra en la cabeza. El señor Sánchez (no permitía que se obviara el señor) reaccionó y de un empellón tiró al suelo al ebrio, propinándole unos golpes”. Cuentan que costó bastante separarlos.
En el cuarto de siglo que permaneció en el umbral de Harrods adquirió fama de excitado (“se violentaba por cualquier cosa”) pero nunca se le oyó una queja. “El tema de su estatura era un tema prohibido” —señala Casella—; hasta que un día vino a despedirse: se jubilaba. Entonces le rogué que me recomendara un reemplazante. Imposible, señor Casella —me contestó—, conozco a varios, pero me parecen mala gente, malandras. Y de pronto me clavó los ojos, con una mirada asombrosamente patética, y me largó una especie de desafío: Enano como yo no va a encontrar otro.
PANORAMA, OCTUBRE 20, 1970
 

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