Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

sofía loren
LA DIVA ITALIANA MIRA HACIA ATRAS Y DESANDA EL DIFICIL CAMINO RECORRIDO
SOFIA LOREN: EL VESUBIO A LOS 40


Es, sin lugar a dudas, una de las más bellas y tumultuosas actrices de todos los tiempos. Su vida y su carrera cinematográfica se vieron muchas veces signadas por la desgracia: toda Italia criticó, primero, su unión con Carlo Ponti. Después, sus múltiples embarazos frustrados la convirtieron en símbolo del padecimiento maternal. En plena madurez, ante el periodista José Luis de Vilallonga, memoró los principales hitos de su carrera y se mostró tal cual es: seductora, inteligente, moralista

Las grandes estrellas del firmamento cinematográfico de las últimas dos décadas llegan a los cuarenta. Y, como no podía ser de otra sofía lorenmanera, divas al fin, cada una de ellas los festeja según su idiosincrasia o su imagen pública. Primero fue Elizabeth Taylor, quien aun casada con Richard Burton, los celebró rumbosamente en el Hotel Internacional de Budapest, con una fiesta millonada entre cuyos invitados figuraba la princesa Grace de Mónaco. Tocó luego el turno a Brigitte Bardot, quien no desaprovechó la oportunidad para mostrar ante los fotógrafos de todo el mundo que los encantos que la llevaron a la fama permanecen (casi) intactos. También Sofía Loren dobló hace poco el codo de los 40, pero lo hizo con la serenidad, la sencillez y la naturalidad que, a pesar de la exuberancia que muestra en sus películas, son los caracteres más notorios de su personalidad extraartística.
Con ese motivo, José Luis de Vilallonga, el conspicuo periodista franco-español, integrante y cronista (en su best-seller Gold Gotha) del jet-set internacional. entrevistó a la célebre napolitana en su amplio, luminoso piso de París. Actor él mismo (interpretó incontables papeles de galán maduro, entre los que se recuerdan está el que jugó en Los amantes, de Louis Malle, junto a Jeanne Moreau). Vilallonga quedó evidentemente fascinado por la estrella. Así lo consigna, sin pudores, en el reportaje que sigue, y que Siete Días publica en forma exclusiva.
Yo había visto antes ese tipo de departamentos en Milán, en Roma, incluso en Beirut, pero nunca en París. Es el lujo, lo sólido, lo confortable. El damasco suntuoso que recubre las paredes está estampado con el mismo motivo floreado que el del terciopelo que tapiza los sillones, los sofaes, los poufs, los canapés. Cantidad de mesas bajas, cubiertas de mármol veteado, se apoyan pesadamente sobre pedestales dorados. En medio de un desorden sabio, que confiere al salón su aspecto de Babel de lujo, hay consolas, dressoirs. escritorios y, sobre esos muebles, evidentemente escogidos, lucen porcelanas de Sajonia. hermosas cajas de laca china, platería barroca de Portugal e Italia Colgados de las paredes, se ven unos muy buenos Viera da Silva, que aparecen incongruentes, insólitos, como atrapados en ese decorado de teatro burgués, donde la vida cotidiana se desliza ordenada como sobre un pentagrama. acompasada, serena, durable.
La dueña de casa se inserta en ese ámbito con una naturalidad que me desconcierta y me desarma. Más bien la imagino durmiendo sobre un mentón de heno recién cortado o caminando con los pies desnudos por una playa desierta. Mujer amplia, libre, nunca prisionera ni domada. Y sin embargo, parece sentirse muy cómoda en ese ambiente acolchado.
Hermosa, lo es sin discusión. Perfecta, no; afortunadamente. Todo en ella es desmesurado. La mirada verde, gris, dorada, que se estira hasta alcanzar las sienes. Los labios que cuando sonríen hacen empalidecer toda otra luz. Los pómulos chinos que atrapan el brillo del día. El cuello que reclama dos docenas de hileras de perlas. Las manos grandes, morenas, sin adornos.
Su cuerpo soberbio es una arquitectura de generosidades puras. Uno de esos cuerpos que atraen la mirada de quienes aún conservan el recuerdo de lo que eran las mujeres antes de ser libres y trasformarse en objetos. Una de esas mujeres —tan escasas— con quienes uno querría casarse o, por lo menos, tener de confidente y amiga. Su seducción —que es impresionante— suscita el bienestar profundo que se siente frente a ciertos triunfos de la naturaleza.
Hay en ese cuerpo una especie de “decencia” que rechaza de entrada toda suerte de malentendidos “Es una mujer a la antigua”, dijo de ella un productor de cine. Comprendí lo que quería decir: una mujer de principios. Y bien, en los tiempos que corren, tener principios me parece algo muy novedoso y saludable.
Hace unos meses, yo le había adelantado mi intención de escribir un libro sobre ciertos triunfos femeninos que me fascinaban. Entre ellos, el suyo. Después de muchas reticencias, aceptó que la entrevistara, pero comenzó diciéndome:
sofía loren y carlo ponti—Lo que usted va a escribir, en realidad, es un libre sobre la pasión.
—No, no sobre la pasión Sobre el éxito.
—Pues entonces no conoce bien a las mujeres. Nosotras triunfamos sólo a través de la pasión. Pasión por un hombre, pasión por una misma (cuando está atemperada por la lucidez), pasión por una profesión. Hay profesiones que no se pueden ejercer sin pasión. La mía es una de ellas. Las que no saben eso fracasan en su vida y también en su profesión.
—De acuerdo. Voy a limitarme entonces a ciertas pasiones que no son, necesariamente, femeninas: el poder, el dinero, el lujo, el amor, la mentira. ¿Cuál es su pasión, Sofía?
—El equilibrio, que es para mí el ideal de la felicidad terrena
—Es una palabra muy grande.
—Sí. Pero estar en paz con uno mismo también es una cosa muy grande, más importante que cualquier otra.
—¿Más importante que el amor?
—Sin equilibrio el amor no es sino impulso, capricho o, a lo sumo, atracción sexual.
—Es bastante.
—No suficiente cuando se estima al hombre que se ama.

CUENTAME TU VIDA
—¿Usted es napolitana, no es así?
—Nací en Puozzoli, uno de los suburbios más pobres de Nápoles.
—He leído que la municipalidad de Puozzoli hizo colocar, sobre la fachada de la casa donde usted pasó su infancia, una placa de mármol que dice: “A Sofía Loren, que poniendo al servicio del arte su belleza griega y la nobleza de espíritu del pueblo en que nació, ha dado a Puozzoli los reflejos de una nueva gloria”. (Sofía hace los cuernos con los dedos de la mano izquierda.)
—Las placas están bien para los muertos. Todavía no es mi caso.
—Hábleme de Nápoles. ¿Cuáles son sus primeros recuerdos?
—El hambre, el miedo. Y las bombas, especialmente las bombas. De mi niñez he conservado, sobre todo, un temor enfermizo a la oscuridad. Esa oscuridad densa, nauseabunda, de los sótanos en que nos hacinábamos cuando oíamos el rugido de los aviones. Aún hoy no puedo impedir dejar, por la noche, varias lámparas encendidas en la casa.
—¿Usted sufrió de veras el hambre o es una parte de su leyenda?
—Como todos los napolitanos pasé hambre. O, más bien, como todos los pobres. En casa era frecuente que faltara lo estrictamente necesario. No teníamos siquiera con qué comprar la pasta, y Dios sabe que la pasta no cuesta cara. Sin embargo, por un milagro que todavía no he llegado a comprender, mi madre se las arreglaba siempre para darnos bien de comer todos los domingos. Yo esperaba ese día con angustia, durante toda la semana Hasta el sábado a la noche nos preguntábamos si mi madre lograría la proeza de la semana anterior. Y ahora que todo eso es tan lejano, me parece que todos los días son domingos. Quizá sea porque el recuerdo del hambre es tan tenaz como el del primer amor.

EL ORO DE NAPOLES
—Esa infancia debió darle ideas muy precisas sobre el dinero. Se dice que, con el correr de los años, usted se ha vuelto una mujer de negocios bastante temible.
—Digamos que soy más bien económica, y nada fácil de engañar en ese terreno.
—En Roma he oído decir que cuando usted compra una joya importante, le exige al joyero que se la preste por unos días antes de darle una respuesta definitiva, y que hace evaluar la alhaja en el Montepío, por un empleado de su confianza.
—Es una idea muy buena ... Tendré que recordarla ...
—También se dice que cuando usted está en Roma, hace sus compras en el Vaticano porque allí los productos cuestan un 40 por ciento menos que en el mercado italiano.
—Pero para hacer compras en el Vaticano hay que tener una tarjeta especial que sólo se entrega a las personas empleadas en la administración vaticana. ¿Me equivoco?
—No. Pero parecería que usted ha salvado esa dificultad.
—¿Cómo es eso?
—Me dijeron que un médico amigo suyo atiende desde hace mucho a un príncipe de la Iglesia, y que ese médico le presta a usted su tarjeta.
—En Roma se dice cualquier cosa. Y cuanto más falso es el invento, más divertido resulta. Hablemos en serio. Mire: todo lo que poseo, todo, lo he ganado trabajando. Y cuando empecé a trabajar tenía apenas catorce años. Fue entonces que comprendí de una vez para siempre lo que significa el dicho “una lira es una lira”. Hoy me parece bastante fácil ganar millones. Lo difícil, lo terriblemente difícil, cuando no se posee absolutamente nada, es ganar lo indispensable para no morirse de hambre. Es por eso que siento respeto por el dinero.
—¿Aun por el dinero heredado?
—No, por ése no. El dinero tengo que ganarlo yo misma para sentir que es realmente mío. No podría vivir del fruto del trabajo de otros.
—¿Entonces no le gustaría ser la dueña de una gran fábrica, o una gran terrateniente?
—¡Oh, no, nunca!
—¿Le parece que esas son actividades reprochables?
—No, es sólo que debo estar en paz conmigo misma para ser feliz. Y para eso, me es absolutamente indispensable vivir según mis principios. No me gusta, por ejemplo, pedirle a otros lo que puedo hacer yo misma. Ni siquiera en la casa. Al peluquero, por ejemplo, voy lo menos posible. Detesto pasar horas y horas bajo el secador, cuando puedo lavarme la cabeza yo misma, marcarme, peinarme. Es una pérdida de tiempo espantosa. ¡Y además es tan caro! Naturalmente, cuando debo hacer una aparición pública, corro a lo de Alexandre. El hace su trabajo mucho mejor que yo. Pero es completamente excepcional.
—¿Y el dinero que gasta en lo de los grandes modistas?
—Sólo compro en lo de los grandes modistas los trajes para mis películas Rara vez para mi uso personal. Derrochar todo ese dinero en vestidos me parece sencillamente inmoral. No encuentro ningún placer especial en comprar trajes, pieles o alhajas. Pero, ¡qué quiere que haga! Vivimos en una sociedad donde una mujer de mi posición está obligada a jugar el juego. Y yo lo juego. Pero sin verdadero placer, se lo aseguro.
—¿Nunca siente usted miedo de volver a ser pobre?
—Escuche: cuando se ha sido realmente pobre, siempre se tiene la obsesión de volverlo a ser. A veces sueño que estoy de nuevo en Puozzoli, en la calle, y no tengo con qué comprar pan. La gente grita, se ríe y me empuja. Es horrible.
—¿Cómo educa usted a sus hijos con relación al dinero?
—El mayor, que tiene seis años, si quiere dinero tiene que ganárselo.
—¿Y cómo se lo gana?
—Lo obligo a hacer alguna cosa. Preferentemente algo que no tenga ganas de hacer. Y tiene que hacerlo bien.
—¿Usted no está de acuerdo con que se mime a los niños?
—No me gustan los extremos. A los seis años, yo no tenía un solo juguete y, para entretenerme, corría por la calle detrás de mi sombra. Mis hijos, gracias a Dios, no deben sufrir eso. Creo que cuando los niños son muy pequeños, es necesario mimarlos. Pero, desde que tienen uso de razón, hay que hacerles entender que en la vida nada nos es dado porque sí. Que cada alegría, que cada placer, deben ser la recompensa de un esfuerzo hecho aunque sea de mala gana. Sobre todo, no hay que encerrar a los niños en una torre de marfil. No creo que haya mejor escuela para ellos que la realidad cotidiana, por más terrible que sea. Cuando la televisión muestra ciertas cosas que pasan en el mundo, obligo a mi hijo Cipi a mirar. No digo que haya que mostrar a los niños escenas de violencia extrema, masacres, eso no. Pero cuando los seres humanos y los animales se mueren de hambre en Biafra o en la India, entonces sí, quiero que mi hijo mire y aprenda.
—¿Tiene usted una buena relación con sus hijos? (Mi pregunta, naturalmente, la escandaliza. Preguntar a una madre napolitana si se entiende bien con su progenie es como preguntarle a un cura —a un cura de los de antes— si cree en Dios.)
—Marcello Mastroianni dijo de mí un día que yo era, a sus ojos, la imagen ideal de la esposa y de la madre. Y viniendo de un italiano, ése fue el cumplido más grande que pudo hacerme.

EL PATITO FEO
—¿Qué clase de niña era usted?
—Fea, muy fea. Flaca y larga, como un clavo. En casa me llamaban escarbadientes. Tenía codos puntiagudos, rodillas chuecas y con surcos. Por la calle, la gente se reía cuando yo pasaba.
—¿Y a qué edad se trasformó en mujer?
—En casa de pobres, los niños se gastan muy rápidamente. A los trece años, ya no tenía tiempo de jugar, ocupada como estaba en sobrevivir. Y a los catorce, pasé directamente del estado de escarbadientes al de jovencita, preocupándome encantada de mis primeras redondeces. La metamorfosis se operó muy rápidamente Apenas en algunas semanas. Los hombres comenzaron a detenerse a mi paso, y ya no reían. Me miraban con ojos nuevos. Aunque me sentía un poco turbada, era una sensación muy agradable.
—¿Fue entonces cuando usted tuvo por primera vez conciencia de ser más hermosa que las demás chicas?
—No del todo. Créalo o no, esa toma de conciencia jamás tuvo lugar. Aún hoy, no estoy plenamente convencida de ser más hermosa que las demás. Diferente sí, puede ser.
—Sin embargo, usted es consciente de su extrema seducción.
—Eso sí.
—La seducción es un arma terrible. La injusticia total. La prueba flagrante de que los hombres nacen desiguales. ¿Qué hace usted con esa arma?
—Nada del otro mundo. Me basta con saber que puedo seducir. Atraer al primer hombre que aparece, para probarme o probarle que soy seductora, me parece inútil. Inútil y peligroso. Las armas, aun las de doble filo, como la seducción, se debilitan si uno las usa demasiado a menudo. Y además, seducir así, por placer, implica tener no poca desfachatez. Y yo soy muy tímida. Temo siempre no estar a la altura de la idea que la gente se ha hecho de mí. Y porque me falta seguridad, soy también profundamente vulnerable.
—Se puede luchar contra eso.
—Dios me libre. Conozco gente de la llamada “invulnerable” y son monstruos inhumanos.
—Déme algunos nombres.
—No puedo. Son monstruos amigos.
—¿De modo que usted está muy bien acondicionada a sus complejos?
—Más que bien.
—¿Y nunca se sintió tentada de hacerle una visita a un psicoanalista?
—Sé mucho más sobre mi misma de lo que un psicoanalista podría jamás adivinar. Y además, si se lo piensa bien, los complejos son a veces muy útiles.. Si los perdiera, ¿quién sabe en qué me transformaría? Quizás en una muy mala actriz. No creo que un médico pueda enseñarme a ser más feliz de lo que soy. Me gusta mi vida tal como es. Sería una locura querer comprender por qué me gusta, en profundidad. Por lo demás, no creo demasiado, pero espero siempre. Y si se sabe esperar, sin caer en la resignación, las cosas terminan por llegar. Siempre.
—¿No le asombra ser tan equilibrada?
—Se diría que me guarda rencor por enfrentar mi vida con serenidad
—No. Simplemente la envidio. ¿Cómo hace usted?
—¡Qué pregunta! Soy así. No me lamento nunca de nada. Nunca quise vivir en otra época, ni con otro hombre que mi marido. Lo que tengo y lo que soy me satisfacen plenamente.

DERECHO AL CIELO
—¿Y la religión, cómo juega en ese esquema?
—Soy italiana. Por lo tanto, católica.
—Fellini llama a eso ser “católico de campanario”. Se nace al son de las campanas, se bautiza y se casa al son de las campanas, se muere al son de las campanas. Sin hacerse preguntas jamás.
—No tengo nada contra el son de las campanas. Es un sonido hermoso y melancólico. Mi creencia en Dios es muy natural. Es quizá un Dios un poco particular, con el que mantengo una fructífera complicidad. Un Dios mío, que se excluye fácilmente de ciertos ritos que vuelven a veces a la religión difícil de aceptar. Estoy segura de que cuando muera, subiré derecho al Cielo. Y será parecido a mi casa, cerca de Roma, cuando el sol se oculta lentamente sobre las colinas, más allá de los jardines que la rodean.
—¿Derecho al Cielo? ¿Sin detenerse siquiera un momento en el Purgatorio?
—Siempre he sido una mujer honesta. Y la mujer de un solo hombre. Para subir al Cielo, por lo menos en Italia, eso es suficiente.
—¿Y el futuro? ¿Piensa a veces en el futuro?
—Nunca. Vivo al día.
—¿En qué momento de su vida decidió usted ser actriz?
—Soy napolitana, y, por lo tanto, en cierto sentido, actriz
de nacimiento. Como Totó, como Eduardo De Filippo, como Vittorio de Sica. De jovencita, mi madre también fue actriz, y desde mi infancia he estado rodeada de actores, de músicos, de cantantes. Los amigos de la familia. Gente alegre, despreocupada, bohemia. Gente que no hablaba más que de teatro, de libros, de cine. El universo de la gente “normal”, los civiles, como diría un militar, me era prácticamente desconocido. A menudo me decían, con la mayor seriedad: “Cuando cantes en La Scala” o “Cuando bailes en Nueva York”, y esas profecías no me asombraban. De manera que no creo haber tomado jamás conscientemente esa decisión de que usted habla. Mi destino estaba escrito en el aire que respiraba. Y sobre todo, había en mí una voluntad indómita de huir de la mediocridad en la que mi vida corría el riesgo de hundirse. Soy, por instinto, muy porfiada cuando se trata de cosas que siento importantes.
—Tengo entendido que su madre la ayudó mucho.
—Mi madre fue para mí y mi hermana María una ayuda maravillosa. Desde que pudimos sostenernos sobre nuestras piernas ella nos enseñó a cantar, a bailar, a interpretar pequeños sketches escritos por los amigos de la casa. Durante mucho tiempo se creyó que María sería quien se transformaría en la estrella de la familia. Yo iba siempre a la rastra debido a mi timidez enfermiza. Pero vencí esa falla de carácter y finalmente la celebridad llegó.
—¿Cómo lo logró?
—Hay una sola manera de llegar al éxito, al verdadero, al que dura: trabajar. El trabajo, el trabajo y siempre el trabajo. Yo hago un promedio de tres films por año. Doblo yo misma las versiones inglesa y francesa de mis películas italianas. Y viceversa, naturalmente. Son de nueve a diez meses de trabajo por año. Un trabajo duro, cansador. Para poder mantener el ritmo, es necesario que me imponga un régimen muy estricto. Durante el rodaje de un film como muy poco, no pruebo el alcohol, no salao nunca de noche y no veo más que a la gente indispensable, para evitar el desgaste nervioso.
—¿No ha pensado nunca en dejar todo eso, en retirarse?
—¿Para hacer qué?
—Usted tiene un marido, hijos; más: es una mujer rica.
—¿Y usted cree que yo hago películas sólo por el atractivo del dinero? Las hago porque llevo la profesión en la sangre, porque la adoro, porque cuando no trabajo no soy completamente yo misma, y eso me produce mucho miedo.
—¿Su equilibrio es entonces tan frágil?
—No hay verdadero equilibrio cuando se vive en la angustia.
—¿En la angustia de qué?
—Escuche: en esta profesión nada se adquiere definitivamente. ¿Qué es la gloria cinematográfica? ¿Sobre qué está basada? Sobre nada, ni siquiera sobre el talento. Ni sobre la belleza, que cansa, que se transforma, que pasa de moda en unos meses.
—¿Y qué me dice de la reputación de un actor?
—Es un valor extremadamente frágil. Un actor existe o no existe en función de la taquilla. Si hace una mala película, y una mala película es la que da pérdidas a los productores, su box-office acusará inmediatamente la baja de. su cotización; si hace dos o tres malas películas seguidas, está perdido. Es una profesión muy cruel y, a veces, muy injusta. Un escritor que ha tenido éxito puede, si siente la necesidad, dejar de escribir durante varios años, o puede escribir un libro malo. No es grave, cuando su talento ha sido universalmente reconocido. Yo, en cambio, si hago dos o tres films malos, estoy terminada.
—Sin embargo, usted es la esposa de uno de los más grandes productores actuales. ¿Eso no la tranquiliza?
—Cario Ponti hace películas para el público, no para su mujer, aunque ella se llame Sofía Loren.
—¿Sueña con algún papel que todavía no ha hecho?
—¡Y cómo! Anna Karenina, por ejemplo, me quita el sueño. Karenina, ¡Qué mujer! Esposa, madre, amante apasionada, constantemente desgarrada entre su amor y sus principios.
—¿No le espanta hacer un papel que hizo la Garbo?
—Nadie podrá jamás sustituir a la Garbo. Y allí está el verdadero desafío: interpretar una Karenina que, justamente, no haga pensar en la otra. Anita Garibaldi es otro papel que me inquieta desde hace
años. La amante de Garibaldi. El fuego, la violencia, la pasión.
—¿Entre sus partenaires masculinos tiene algún favorito?
—Sí, tengo un gran favorito, a quien adoro: Marcello Mastroianni. Es un actor inmenso y un hombre muy sabio.
—¿Ha filmado con hombres o mujeres que deteste?
—No hubiera podido. Yo estoy siempre dispuesta a querer a la gente. Cuando trabajo por primera vez con un desconocido, me esfuerzo inmediatamente por encontrar algo que, por mínimo que sea, me guste en él. Y siempre lo encuentro. Pero si no lo encontrara, entonces no creo que pudiera trabajar tranquila.

MARIDO, PADRE, CONSEJERO
—Y ahora me gustaría que habláramos de Carlo Ponti.
—Con mucho gusto. Me encanta hablar de mi marido.
—¿Qué edad tenía usted cuando lo conoció?
—Quince años, nada más.
—¿Y él?
Entre 37 y 38.
—Eso hace una diferencia de más de veinte años. ¿No
le parece anormal?
—No.
—Usted podía haberse casado con un muchacho de su edad. Es lo que las chicas hacen habitualmente.
—Yo no habría podido. Nunca me sentí atraída por los hombres de mi edad. Ni cuando era muy joven, ni ahora.
—A muchas mujeres les pasa eso, sobre todo a las que han estado privadas, durante su infancia, de la presencia de un padre. Y ése es un poco su caso, ¿no es así?
—Sí. Todo el mundo sabe eso. Mi padre nos reconoció, pero abandonó a mi madre y nunca vivió con nosotras.
—¿Y eso la ha marcado mucho?
—Sí, mucho. Y si Cario ha sido y será siempre el único hombre de mi vida, es porque en cierta medida ha reemplazado a ese padre que nunca tuve. Un marido o un amante que sabe tomar, cuando es necesario, el lugar de un padre, no puede ser sino un hombre maravilloso. Para mí el amor, el verdadero, está hecho de estima, de admiración y de respeto.
—¿Y el flechazo, entonces?
—Jamás he comprendido muy bien qué significa eso
—Una atracción física inmediata, que aniquila todo razonamiento.
—Arruinar la propia vida, y eventualmente la de otro, por una hora de amor o más bien de placer, me parece una aberración.
—Por favor, hágame, en pocas palabras, un retrato de Carlo Ponti, tal como usted lo ve.
—Carlo es un hombre muy fino, muy cultivado, muy fuerte y muy gentil. “Bueno” sería quizá una palabra más justa. Pero hay hombres buenos que no son para nada gentiles. Y Cario es gentil, muy gentil. Siente mucho respeto por la gente que posee talento. Tiene la pasión del trabajo bien hecho. Nunca se pone en primer plano. Jamás habla de sí mismo.
—Dicho de otra manera, no juega al productor,
—Nunca.
—No obstante, ha influido mucho en su carrera ...
—Totalmente.
—¿Sería más justo decir que ha dirigido su carrera?
—Sí. Pero sin hacérmelo sentir jamás.
—¿Y cómo ha logrado eso?
—De la manera más simple. Cuando estamos en Roma, salimos muy poco de noche. Ni Carlo ni yo somos gente mundana. En Villa Ponti, en Marino, a menudo nos acostamos a las nueve y media de la noche. Yo me levanto al mismo tiempo que él, a las cinco y media de la mañana, e incluso a veces más temprano. Carlo no va a su oficina hasta las ocho, de manera que todas las mañanas tenemos varias horas de intimidad total, durante las cuales hablamos y discutimos sobre todas las cosas que nos interesan, antes de tomar decisiones. Yo siempre presto mucha atención a todo lo que Carlo dice respecto de mi carrera. Es un hombre lúcido, sensato y realista. No se compromete jamás, ni a favor ni en contra de los proyectos que me interesan. Lee los guiones, reflexiona largamente y me da su opinión. Nunca me pide que haga o no haga tal o cual cosa. Pero las opiniones de Carlo son para mí fallos sin apelación. Y jamás he tenido que arrepentirme de haberle hecho caso
—¿Qué tipo de consejos le da?
—Hace mucho tiempo, creo que fue inmediatamente después del increíble éxito de Matrimonio a la italiana, estábamos tomando el desayuno juntos cuando, con el rostro curiosamente grave, Carlo me dijo: "Sofía, te has vuelto mundialmente célebre. Cuando el éxito alcanza esas dimensiones, verás que resulta embriagador. Poca gente sabe resistir. Pero es necesario que tú mantengas la cabeza fría. En el cine, la gloria puede durar toda una vida, pero también puede desmoronarse en unos pocos meses. Y cuanto más alto se sube, más terrible es la caída. Recuérdalo". Cario terminó de tomar su café, e inclinándose sobre mí para besarme murmuró: “Permanece siempre como eres hoy, y no tendrás nada que temer. Ni yo tampoco”, agregó, sonriendo nuevamente. Nadie antes que él me había hecho sentir jamás, de manera tan rotunda y positiva, el peso de la realidad.
—¿Usted siente que le debe todo a su marido, entonces?
—Así es. A pesar de toda la ternura que me rodeaba, mi infancia fue terrible. Gritos, peleas, promiscuidad, dificultades sin nombre. Cario me ha dado lo que más aprecio en el mundo: calma, seguridad, tranquilidad. Y por eso le estaré siempre agradecida. Pienso que no hay que basar la felicidad de una pareja en la mera atracción sexual, en la pasión únicamente. Eso no dura más que un tiempo. Romeo y Julieta tuvieron mucha suerte en morir tan jóvenes. Todo lo que viene después del amor loco, es decir la simpatía recíproca, la complicidad, la ternura, el respeto, sólo los seres de gran calidad humana están en condiciones de conseguirlo sin que se perciba que el amor ha tomado finalmente su rostro más calmo. Es decir, sin decepcionar.
—¿Cuál es la principal cualidad que usted exige de su marido?
—No tengo que exigirla. Es en él una cualidad natural: la sinceridad. Cario es un hombre que no sabe disimular nada. Un verdadero hombre.
—¿No piensa que la mentira es a veces necesaria?
—Jamás. En ningún caso. Entre el hombre que amo y yo, es necesario que se diga siempre todo. De otro modo, él viviría su vida y yo la mía. Y la pareja como tal ya no tendría entonces razón de ser.
—¿Es necesario, por lo tanto, saber siempre todo uno del otro?
—Sí. Hay que saber incluso lo que a veces a uno le gustaría ignorar. Es sólo a través de la verdad que uno puede saber cómo retomar las riendas de una situación que la mentira volvería desesperante.
—¿Está satisfecha con su vida?
—Durante toda mi existencia, siempre he tratado de construir cosas. Y si hoy soy tan feliz, es porque creo haber hecho bien todo lo que debía hacer.
—Si no fuera la actriz que es, ¿qué sería?
—Una aspirante a actriz.
—Una última pregunta: ¿Qué significa para una mujer como usted tener cuarenta años?
—Significa simplemente decirse: ¡Mira, todavía me faltan diez años para cumplir cincuenta!
Ya en la calle, me pregunto a quién acabo de dejar. ¿A una star? ¿A un ídolo? ¿Al símbolo perfecto de una industria que vende, muy caros, sueños en los que nadie cree ya? No. Es mucho más simple que todo eso. Acabo de dejar a una mujer. A una verdadera mujer. A una de esas mujeres a quienes se les debe enviar rosas solamente para agradecerles que existan.
Revista Siete Días Ilustrados
13.01.1975
 



sofía loren



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