Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

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LOS RIESGOS DEL ESPACIO
El domingo 31 comenzó una nueva aventura: desde la base espacial de Cabo Kennedy, en Florida, la Apolo 14 partió hacia las montañas de Fra Mauro, en la Luna. La cosa empezó con suspenso: a las 15.23, cuando faltaban poco más de ocho minutos para el despegue, un frente de tormenta obligó a suspender la partida. Por fin, a las 16.03 (18.3, hora argentina), Walter Kaprian, director de la maniobra, culminó la tradicional cuenta hacia atrás. Durante casi diez segundos el gigantesco cohete impulsor Saturno V hizo temblar la plataforma; entretanto, las computadoras verificaban, por última vez, el estado de los cinco motores del coloso.
Todo el Cabo se estremeció con la onda; lento como un elefante, el cohete inició su ascenso y se alejó por sobre el Atlántico. Se perdió a partir de los 3 mil metros, cuando taladró una espesa capa de nubes.
Alto como un rascacielos de 36 pisos, el Saturno V pesa 3.200 toneladas; poco antes de partir, los auxiliares lo cargaron con tres millones de litros de oxígeno e hidrógeno líquidos.
Frente a tanta magnitud, en medio de la diabólica selva de aparatos. Alan B. Shepard, Edgard D. Mitchell y Stuard A. Roosa —los viajeros— casi pierden su condición humana: son parte de una maquinaria aplastante, arrolladora, capaz de recorrer 384 mil kilómetros de ida y otros tantos de vuelta. “Estamos muy bien y muy cómodos —dijo humildemente Roosa, comandante de la nave—. Seguiremos en vuelo y gastaremos la menor cantidad de combustible.”

LOS PELIGROS DEL CIELO
Preocupada por los riesgos más espectaculares de una misión espacial —esos que desatan grandes titulares—, la prensa suele olvidar las mil acechanzas que rodean al hombre en estas situaciones límite. Los responsables, por supuesto, no las ignoran; de allí que haya nacido una verdadera ciencia, la medicina del espacio.
La elección de Cabo Kennedy como base de lanzamientos no es caprichosa: en la partida, los cohetes generan una nube de ondas sonoras de entre 100 y 180 decibeles. Se trató de evitar a la población —y a los edificios— las consecuencias de semejante impacto. Como medida de comparación debe señalarse que el tránsito en una calle saturada alcanza, a lo sumo, 70 u 80 decibeles; y que el estampido de un jet ya provoca molestias en los oídos.
El hombre, se sabe, puede tolerar durante largo tiempo bataholas de 100 decibeles; pero es incapaz de soportar 120 durante más de un cuarto de hora. A 150 decibeles pueden producirse náuseas, lesiones en el oído interno y dolores de considerable intensidad.
Las vibraciones, por su lado, actúan sobre el tejido nervioso y provocan alteraciones en la actividad fisiológica refleja: la digestión, los procesos endocrinos, la actividad neuromuscular y los procesos de asimilación. Las pruebas de laboratorio con animales demostraron que también aparecen la fatiga, la irritabilidad y el temor al ataque.
Se conocen los límites del hombre: las frecuencias que superen los 100 ciclos por segundo provocan lesiones; más allá de los 200, los daños suelen ser muy graves. Según relatan los astronautas, en la primera fase del lanzamiento las vibraciones son muy fuertes. Los expertos las adjudican a la suma de dos factores: la fuerza de empuje de los cohetes —para vencer la gravedad de la Tierra hay que llegar, en pocos minutos, a los 8 kilómetros por segundo— y, por otro lado, los remolinos del viento en la tersa superficie de la nave espacial.
Es entonces —durante el despegue—, cuando los astronautas deben enfrentar a uno de los monstruos más peligrosos: la aceleración. Un ejemplo: durante esta fase, un hombre de 70 kilogramos llega a pesar más de 500. Aunque el cuerpo humano —mucho más en individuos entrenados minuciosamente— es capaz de soportar trances aún mayores, los médicos se esfuerzan por vigilar semejantes empujones. El corazón, parece, es uno de los que más sufre: se desplaza, pierde su contacto con la cara posterior del esternón. Los ligamentos cardíacos se estiran; puede haber dolores, tos y desgarramientos.
El tórax también se estrecha por el envión: los músculos intercostales no pueden moverse. La respiración, entonces, se hace difícil. Claro que, además de la infinidad de recursos ensayados para esquivar el problema— desde sumergir a los pilotos en agua hasta forrarlos de bandas elásticas—, el entrenamiento casi puede hacer milagros.
Un caso: un piloto sin preparación, a 8 g. —en la Tierra el campo gravitatorio es de 1 g-,— sufre de black-out (“visión negra”); a 10 g tiene hemorragias y paro respiratorio; a 12 g alucinaciones auditivas. Por encima de ese límite, la sangre se vuelve tan pesada como el plomo y el corazón ya no puede impulsarla: no llega al cerebro, entonces se pierde la conciencia.
Claro que un piloto entrenado —se usan centrífugas para ello— puede accionar comandos, hablar y mover los brazos (aunque no le resulte fácil) a presiones de 6 a 8 g. Los límites, otra vez, demuestran su fragilidad ante el empecinamiento del homo sapiens.
A 28 mil kilómetros por hora todo parece sencillo: la velocidad es constante, el silencio absoluto. El piloto tiene la sensación de que su nave está detenida; él, por su parte, no pesa nada, puede hacer cualquier movimiento. La euforia es total.
Peligros: el trabajo del corazón disminuye, la presión arterial baja. Gordon Cooper, el astronauta norteamericano, no pudo hablar cuando lo recogieron: la acumulación de sangre en el abdomen y las piernas redujo la irrigación del cerebro. Sólo 24 horas después se restablecieron las funciones cardiocirculatorias normales.
No es el único problema. A gravedad cero, también resulta difícil regular el volumen de voz: el aire de la cabina no tiene peso y no ofrece resistencia alguna. Cuesta mover los brazos; mejor dicho cuesta mucho menos que moverlos en la Tierra y se corre el riesgo de coordinar mal los movimientos.
Aunque casi todos los astronautas aseguran que la ingravidez es agradable, Titov —el piloto soviético— tuvo náuseas y vértigo luego de 6 horas de vuelo orbital. El temor de los médicos: los vómitos podrían sofocar al tripulante y matarlo por asfixia.
Claro que los mecanismos más sensibles —y complejos— del hombre, los psicológicos, resultan los menos conocidos. Aunque, en este campo, no se hayan presentado hasta ahora dificultades mayores, los expertos no se descuidan. Saben, por ejemplo, que los aviadores que cumplen misiones a mucha altura, sin contacto frecuente con la Tierra, son atacados por break-off, algo así como “indiferencia” o “desapego”. Entonces, como en un sueño, lejos de la realidad y de los objetivos de la misión, son capaces de desafiar molinos de viento, de emprender quiméricos proyectos. Hasta el de no regresar jamás a la Tierra, una decisión grata a los personajes de Ray Bradbury.
Hay que cuidar, también, que los viajeros mantengan una cierta actividad sensorial: la pérdida de contacto puede llevar a conductas esquizoides, ansiedad, irritación y comportamiento alocado.
No menos frágil es el trance de un grupo en encierro: por eso se trata de enviar no sólo a los individualmente más aptos, sino que se integra un equipo capaz de soportar un huis-clos prolongado y tenso.
Ninguno de estos riesgos atacó a los habitantes de la Apolo 14. Hubo —eso sí— otros inconvenientes técnicos que sembraron dudas sobre el éxito completo de la misión. El lunes no se sabía si el descenso iba a ser posible: la nave de comando tuvo dificultades para acoplarse con el vehículo de alunizaje. Pero el problema, en definitiva, quedó resuelto.
Por fin, el jueves, la nave entró en órbita lunar. “Ese país de ahí abajo es realmente escarpado visto desde esta altura —ilustró Mitchell—. Es el lugar más yermo que vieron mis ojos; parece que estamos a 150 metros en el aire; menos mal que ustedes nos han dado la altura”. Shepard, más satisfecho con el panorama, exclamó: “Es algo realmente fantástico; tiene esos cráteres grises, pardos, blancos y negros de los que hablaba todo el mundo”.
El viernes por la mañana alunizaron; hacia mediodía, Shepard y Mitchell iniciaron la caminata lunar. Los médicos, desde la Tierra, demostraron que no pierden detalle. Hasta pudieron demostrar que Shepard era el astronauta más tranquilo de cuantos llegaron a la Luna: sus pulsaciones apenas superaban el ritmo normal.
9/11/71 • PRIMERA PLANA Nº 419

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