Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

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Rabanne: La muerte de la alta costura
Desde Paris, escribe Silvia Rudni, corresponsal de Primera Plana:

Es una frase que produce escalofrío a las elegantes de París. La escuchan desde hace años, pero últimamente no han tenido más remedio que aceptarla como un anuncio cierto, un vaticinio sin disyuntivas: “La haute couture ha muerto”. Hay quienes creen que tal vez no sea para tanto, pero la verdad es que el prét-a-porter ha ganado tanta fama, se ha difundido tanto, que ya nadie se permite siquiera un susurro de desprecio; al contrario, las boutiques de Saint Germain, las de la rue de Sévres y la mayoría de las grandes tiendas producen cada vefc más ropa en serie, modelos de confección de un buen gusto irreprochable.
“El prét-a-porter es mucho más barato y casi tan distinguido como la creación de cualquier couturier”, estipuló una habitué de la boutique Madd, no bien se le preguntó por qué no se había comprado un modelo exclusivo con el dinero que acababa de invertir en tres vestidos de confección. Está visto que el afán de ser original, de lucir una prenda firmada, preocupa cada vez menos a las mujeres. “La originalidad —proclamó otra desertora de los grandes maestros— consiste en ponerse lo que a uno le queda bien.”
Los autores de esta revolución, prácticamente ganada, son un grupo de estilistas que no hacen otra cosa que satisfacer la voracidad del centenar de boutiques preferidas por las elegantes modernas, a la vez cuidadosas de no caer en el adocenamiento. Desde hace año y medio, el dios del grupo es Paco Rabanne, un imaginativo irrefrenable, trepado a la popularidad porque no cesa de abrir fronteras a la industria del vestido.

La vida breve
A pocas cuadras del mercado de Les Halles, el quartier de Reamur-Sebastopol es el centro tradicional de los comerciantes mayoristas, un colmenar de negocios de mínima categoría, apretados en torno de una decena de cines dedicados a las exhibiciones de ingenuas películas pornográficas. En uno de esos callejones, entre una casa de maniquíes de cera, que sonríen y dejan al aire sus encías desdentadas, y un instituto de aparatos ortopédicos, está el laboratorio de Rabanne. En la puerta hay una chapa negra, con su nombre, y un cartelito escrito por la concierge, acoplado al pie, que dice: “El señor Rabanne vive en el quinto piso. Se ruega no preguntar”.
Al quinto piso se llega a través de una ruidosa escalera que amenaza derrumbarse a cada paso, después de vadear los chillidos de los nenes del
tercero y el espeso tufo a pot-au-jeu que inunda el cuarto. Arriba, una chica —la secretaria de Rabanne— está al borde de la histeria y del llanto: “No sé cómo pudo pasarme, no sé —se crispa—. Me confundí y todas las citas de la semana las acumulé hoy, así que tendrán que esperar, qué desastre, no sé qué me pasó”. Una docena de técnicos de televisión se la llevan por delante, miden las luces y se precipitan sobre un hombre de bigotes renegridos y espesas patillas que habla por teléfono, en inglés, con Estocolmo. “No, no puedo hacer un tapado de visón en tres días, ¿están locos? —grita—. Hagan el desfile con otra cosa.”
Los de la televisión lo apuntan cuidadosamente, porque después de per-seguirlo durante una semana, por fin lo tienen allí para mostrarlo mientras trabaja, mientras come, mientras duerme, en una emisión especial que despejará los misterios que aureolan al hombre más extraño y retorcido del mundo de la costura, a quien los supremos sacerdotes dejaron de considerar un chiflado para empezar a tenerle miedo. En el mismo diván, tres periodistas esperan turno y se entrecruzan incómodas sonrisitas; una modelo, desnuda, hurga en cada rincón del cuartucho preguntando a nadie “dónde han metido mi soutien”, hasta que lo encuentra debajo de un sillón. Rabanne la disculpa, mil veces pide disculpas por la confusión, pero cada vez que inicia una frase suena el teléfono y se interrumpe.
Ahora lo llaman de Saint Moritz porque se rompió uno de los vestidos que debían desfilar esa noche y quieren saber si es posible reemplazarlo. No, no es posible. Se sienta, bufando, y apenas tiene tiempo para confesar que está un poco cansado cuando la secretaria, candidata al colapso, le dice que “faltan 5 mil metros de papel para terminar los vestidos y no se puede conseguir más hasta el lunes, ¿qué hacemos?”. Nuevas corridas, más llamadas telefónicas, los camarógrafos de parabienes y la tormenta que no cesa.

El jefe de las cruzadas
Dos horas más tarde, todo el mundo se ha ido y en el cuarto no quedan más que las máquinas de televisión, porque los hombres vuelven a las 8, y una sensación de que la paz es sólo una tregua. Por fin, en medio de la habitación, forrada de cuadros surrealistas y tapas de las principales revistas de moda, Rabanne se seca el sudor, resopla de nuevo y se resigna a contar cómo empezó todo, cómo logró acceder a esa cúspide inhóspita, resbaladiza, arrasada por los vientos de la versatilidad femenina.
Dice que es vasco español, que tiene 32 años y que llegó a París hace doce, con la intención de completar sus estudios de arquitectura y bellas artes. Que no tardó en descubrir que estudiar resultaba demasiado caro y que debía trabajar para seguir adelante. Entonces se le ocurrió acercarse a los diseñadores de moda: “Mi madre había trabajado para todas las grandes casas, especialmente Balenciaga, así que conocía el asunto bastante bien”. Al principio confeccionó accesorios que él mismo diseñaba y vendía a Saint Laurent, Dior y Castillo, hasta que se recibió de arquitecto. Pero, simultáneamente, “me di cuenta de que a la moda le faltaba algo”; no lo pensé dos veces y se abocó a cubrir el bache con invenciones todavía tímidas, que apenas mostraban atisbos de la audacia que afloró un año y medio después.
Fue cuando presentó la primera colección de vestidos de plástico. “A partir de entonces —reconoce ahora—, todo sucedió rápidamente. Del pequeño artesano que trabajaba plácidamente, al industrial que trabaja 12 horas por día y que debe atender reclamos de todas partes del mundo, no hubo más que un paso.” En realidad, una gran zancada: sus túnicas de plástico inauguraron un tipo de mujer casi cósmica, leve y ondulante entre flecos y plumas de colores chillones. Rabanne transformó la imagen ascética, creada por Courréges, en un pájaro mitológico y sensual, que no ocultaba casi nada de lo que se puede mostrar.
Hace seis meses, Rabanne consumó su segundo desfile e inició la era de los préts-á-porter de cuero y acero. Sus chicas produjeron un tumulto de asombro encerradas en armaduras flexibles, una especie de estilización del
uniforme de los cruzados. Los dameros de cuero se unían entre sí con cadenitas de metal y a veces se combinaban con cuadrados o triángulos de lana o de piel. Otras, los espacios libres permitían otear el maiUot interior, laminado en oro o plata. La semana pasada, en pleno invierno parisiense, las cruzadas de Rabanne invadían la ciudad y aplastaban los prejuicios de rutina a golpes de audacia: cada vestido era un torbellino de cuadradlos y un menjunje de materiales; y la epidemia amenazaba contagiar a los sombreros, las carteras, los pantalones. La actriz Martine Barat se situó en la cumbre del estupor cuando, ¡hace diez días, asistió a una fiesta en honor a un industrial norteamericano, en París, luciendo un trenzado metálico de Rabanne (foto de arriba, izquierda), escotado a la espalda hasta límites que exceden a los usuales.
Y mientras las francesas, apostadas frente a las vidrieras de La Gaminerie y de Laura, dudaban entre comprarse un tapado de astracán o uno de cuero negro y acero inoxidable, Rabanne daba los últimos toques a su tercer gran golpe: hace quince días lanzó al mercado la primera edición de sus vestidos de papel, adoptados el año pasado por 4 millones de norteamericanas (ver Nº 214).

Esto o lo contrario
‘‘Lo mejor de los vestidos de papel es que se rompen rápido”, reconoce Rabanne, con bastante malicia. Es cierto que el papel que se usa tiene una aleación de nylon, lo cual lo hace más resistente y silencioso, y que se utilizan dos láminas para cada prenda; es cierto, a pesar de todo, que un vestido difícilmente aguante más de dos posturas. La emisión francesa consta de 14 modelos, garantizados contra incendio, y ha sido impresa en siete colores. Tableados de arriba a abajo, todos muy escotados, muy sueltos y con una sola costura, parecen las piezas de un guardarropa para muñecas apilados sobre la mesa de trabajo de Rabanne.
“Aquí venderemos tantos como en los Estados Unidos”, dice, confiado en que, aunque sea por curiosidad, ninguna mujer se resistirá a una adquisición tan módica: costarán el equivalente de entre 300 y 1.800 pesos, y se despacharán no sólo en las boutiques, sino también en los supermercados. Su entusiasmo, que creció hasta el paroxismo no bien suscribió contrato con una empresa papelera y solucionó el gran problema de la materia prima, lo vuelve lapidario, terminante, hasta soberbio: “La moda ya no la crean las casas de alta costura. Esas casas se dedicarán a vestir a los pocos príncipes que quedan en el mundo, a las actrices. La moda, en adelante, la dictará el prét-á-porter”. Otros pronósticos parecen todavía más aventurados: “Los que pretenden volver a la moda de ios años 30 están locos, eso es antihistórico. Estamos en la era espacial, ¿no?, la era de lo efímero y lo reemplazable. Así, pues, los vestidos no pueden escapar a esa regla, o dejarán de responder al espíritu exterior de nuestra civilización”.
Cuando la secretaria dice “hasta mañana”, contenta de haber sobrevivido a otra jornada de trabajo, Rabanne se suelta del todo, no le importa improvisar teorías que olvida al minuto y que se contradicen entre sí; pero se excusa: “Soy sincero, créame, pero me olvido de lo que pienso y al rato soy capaz de decir también sinceramente todo lo contrario”. Entre sus convencimientos más duraderos figura éste: “Los vestidos de papel son excitantes porque son frágiles, porque se pueden romper en cualquier momento. Esa virtud vuelve más atractiva a la mujer, más segura de sus encantos. ¿Y qué mujer se resistirá a gozar de semejante magnetismo?” Por supuesto, esa es su filosofía comercial; para sus adentros él no está de acuerdo en que la mujer deba servirse de esas argucias, “porque no olvide que soy español, o sea que me gustan las mujeres dóciles, que hablan poco, no discuten y no salen de casa”.
Es posible que el seso de Rabanne no se agote con los vestidos de papel, “que pronto lance a la circulación un material inédito que obviará las costuras”. Pero si su imaginación se agota, si debe reducir el tren de creación que se ha impuesto desde principios del 66, es posible también que no se haga mucha mala sangre: “Entonces —suspira— me iré a vivir al campo, a caminar todas las madrugadas por el pasto húmedo. Trabajaré con las manos, tal vez me dedique a...” '
Imposible saberlo: ahora llaman desde Londres, y los de la televisión golpean la puerta. ♦
21 de febrero de 1967 - Nº 217
PRIMERA PLANA
supersonico

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