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PARA UNA HISTORIA DE ESPIAS
DEL AMOR AL ODIO... Con el odio al enemigo y el amor a la patria se han concretado difíciles acciones que no siempre son de espionaje. Por el Camarada X SE cuenta que durante la última guerra, y cuando los alemanes entraron en París, infinidad de mujeres se ofrecieron a los servicios secretos aliados para contribuir a la derrota del enemigo común. Algunas eran las mismas que habían actuado en similares condiciones durante la primera guerra mundial, y entre ellas se mezclaban con la misma intención condesas, aldeanas, bailarinas y princesas. Mujeres de la alta sociedad parisiense ocurrían con su ayuda al igual que las modestas midinettes y una buena cantidad de mujerzuelas de Montmartre. Unas y otras se animaban a cumplir las más difíciles misiones en procura de la salvación de su patria, impulsadas por un profundo odio a Alemania. Y, desde luego, un profundo amor a su país. Sin embargo, hubo en todas ellas la necesidad de asistir a un doble juego de pasiones, bien ingrato por cierto. Casi todas ellas se vieron precisadas a ''hacer el amor" para satisfacer su odio. De ésta suerte de mujeres se hizo famosa durante la primera guerra Luisa de Bettignies. Se dice de ella que al principio de esa guerra había cumplido 34 años, que realizó proezas inimaginables y en cierto modo imposibles a su pequeña figura, graciosa, fina y por sobre todo fanática. Millares de soldados alemanes dieron su vida gracias a los informes que Luisa pasaba al comando inglés sin la más mínima compasión. Ella había formado por su cuenta un ejército de agentes secretos compuesto por mujeres de todo tipo y categoría social, y según la propia expresión del jefe del Servicio Secreto inglés en Holanda: “Gracias a ella supimos con exactitud, rapidez y seguridad todos los movimientos del enemigo las posiciones exactas de sus piezas de artillería y muchos detalles que interesaba saber a nuestro Estado Mayor.” Luisa de Bettignies fué descubierta, encarcelada, condenada a muerte e indultada. Pero nada distraía su odio hacia los que habían atropellado a sus más caros ideales. En la cárcel fué compañera de la princesa de Crey y de la condesa de Belleville, que purgaban iguales culpas por espionaje. Con ellas organizó un sabotaje permanente al penal donde se las tenía recluidas, hasta que una neumonía aplacó sus ánimos por un tiempo. Los mismos alemanes, que admiraban desde su valentía hasta su patriotismo, le concedieron la posibilidad de un traslado a Suiza, pero el 27 de septiembre de 1918 cerró sus ojos definitivamente. El Servicio Secreto inglés inauguró, con la presencia del mariscal Foch, un monumento a Luisa de Bettignies en su querida Lilles, en noviembre de 1927. Esto es apenas el ejemplo de lo que puede el odio. Y de ese odio nacieron para el heroísmo de los servicios secretos las “damas blancas” del espionaje internacional. Aquí interesa sobremanera el “uso” que dieron a las mujeres los presuntuosos jefes del Secret Service británico, que “sólo por excepción” emplea elementos de sexo femenino. El capitán Tuohy ha dicho para la historia del espionaje que “las mujeres carecen de paciencia, de método y de perseverancia y, lo que es peor, no son discretas, y a menudo la parte sentimental domina a la reflexiva”. Realmente de esto hay concretas y alarmantes pruebas en la historia de los servicios secretos de todo el mundo y las “damas blancas” quedan como negras ante sus jefes, como ocurrió con una simpática señora que el Deuxieme Bureau envió a Bélgica ocupada durante, la primera guerra mundial Como resultado, ella gustó tanto de los odiosos prusianos que se enamoró perdidamente de uno de ellos y terminó dándole a su amiguito importantísimos detalles sobre la organización del servicio secreto francés. De allí que los alemanes detuvieran nada menos que a sesenta y seis agentes franceses, lo que significó un verdadero desastre para el Estado Mayor de Francia. Más reciente es el caso —aun misterioso— de Judith Coplon, que por amor entregó importantes documentos del FBI a los agentes de la embajada soviética en Wáshington. Hasta sus abogados se prendaron de ella. El sexo fué —según asegura Kurt Singer— lo que la lanzó al espionaje, contribuyendo también a ello su inexperiencia y su necedad. Tal vez Judith no quiso nunca hacer daño a su país, pero la vendió su amor a los hombres bien plantados, sí que mal intencionados. En junio de 1940 otra mujer, María Luisa Augusta Ingram, era juzgada en Inglaterra por el delito de espionaje. El amor, hermano del odio, la había llevado a casarse dos veces con súbditos británicos y a cumplir su trabajo de doncella cuarentona y poco agradable en el hogar de un prominente oficial de la armada inglesa. Antes se había casado con un sargento de la Real Fuerza Aérea, pero el casamiento parecía haber sido cuestión de conveniencia, pues la pareja nunca vivió junta. Una vez arrestada, se supieron muchas cosas, entre ellas que había recibido en Alemania una de las mejores educaciones que puede recibir un alemán que se precie. Otra, que era hermana del director de los ferrocarriles de Berlín y que tenía un cuñado miembro del Estado Mayor alemán. No sorprendió entonces que dedicara sus momentos más felices a “enamorar" caballeros que podían dar algún dato importante sobré el movimiento de barcos o aviones, de las cantidades de tropas destinadas a este o a aquel lugar. Lo único extraño es que alguien pudiera haberse enamorado de semejante dama. Estos son apenas unos pocos ejemplos de los que puede el amor impulsado por el odio, y algunos casos por un bien entendido patriotismo. La verdad es que la lista de enamoradizas y flexibles maestras del espionaje internacional es interminable, y lo peor de todo es que las mujeres agentes de los servicios secretos de información no han recibido un centavo en pago de sus trabajos, y muchas de ellas han terminado sus ardientes días en la silla eléctrica o frente a un pelotón de apuestos caballeros del fusilamiento. Revista PBT 15.07.1955 |