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Los hombres y las mujeres que he conocido:
MODIGLIANI Especial para ‘'Caras y Caretas”. Por PITIGRILLI BUCCI, Picasso, Van Dongen, Zyg Brunner, Galanis, es decir, pintores italianos, españoles, holandeses, polacos griegos, vivían en armónica y selecta compañía en una de las más viejas y originales casas de Montmartre, olvidados de su país de origen, porque se sentían franceses, antes bien, montmartrenses (montmartrois). Pero entre este grupo de genios consagrados a la Inmortalidad conocí a uno que nunca se olvidó de su patria, a la cual recurría diariamente o con una estrofa de Dante, o con un verso de Leopardi, o con un ligero bosquejo de la torre de Pisa, o del Palazzo Vecchio de Florencia. Estaba enamorado de Italia hasta los tuétanos, a la que recordaba, con desesperado amor, casi barruntado, por ese don adivinatorio frecuente en los artistas, que ya no la volvería a ver. Me pusieron al habla con él una gris y gélida mañana de diciembre: en el aire flotaban indecisos copos de nieve, casi temiendo el contacto de la tierra hecha páramo: el río Sena, " de plúmbea y arrolladora corriente, amenazaba salirse de madre. —Te presento al grande Modigliani —me dijo el amigo francés. Ya se comenzaba a nombrar con respeto el apellido del pintor, pero la suerte no había entrado aún triunfalmente en la vida del magnífico artista. Nunca había visto yo un tipo más característico como él: de belleza altiva, rebosante de dignidad y de firmeza. Durante muchos años los amigos que lo rodearon creyeron que pertenecía a una acaudalada familia italiana y que por capricho llevase una vida harto sencilla y sobria. —¿Eres de Turin? —me preguntó—. Conozco sus bellas iglesias barrocas v me placen las dos torres rojas de la romana Porta Palatina..., dos torres singulares que hacen recordar con nostalgia a los constructores de antaño. Y tomando un lápiz rojo, dibujó en una alba hoja de papel las dos torres palatinas. De repente. dio vuelta con ademán nervioso la hoja y mirándome de hito en hito, trazó unos rasgos vigorosos. —He aquí tu retrato, a lo menos como te veo yo. El amigo común que me lo había presentado filé más listo que yo: miró el esbozo que Modigliani le había alcanzado, lo plegó ordenadamente y se lo echó al bolsillo. —Llégate hasta mi casa mañana por la mañana a las once: vivo allí enfrente: te haré el retrato. Enfrente del pequeño café donde estábamos sentados, se abría una puerta que daba a un remedo de jardincito. Modigliani se alojaba en una pensión de dos metros por cuatro en el piso bajo: no había llaves ni cerrojos en la puerta, pero había un trozo de tiza asegurado a una cordezuela con el cual el pintor escribía a qué hora volvería en caso de ausentarse. Un extremo aseo reinaba entre esas cuatro paredes cubiertas en su totalidad de dibujos de carbón, grafitos y acuarelas. —¡Qué esplendor! ¡Todo esto es hermoso, como en la Galería de los Uffizi! —dije entusiasmado, entrando el día siguiente en casa de Modigliani. —¿Te gusta? —me preguntó. En su pregunta no había titubeos. Antes bien, percibí en ella como un tono de desafío hacia aquella cáfila de mercaderes, de falsos mecenas, de explotadores de artistas que atosigaron le vida de nuestro malaventurado maestro—. Esta mata de plantas verdes, rojas y amarillas la he visto cuando niño en las Ardenas y en mi Liorna, la ciudad más risueña del mundo; este retrato de niña con una manzana en la mano es el de Pauline, la hijita de mi patrón de casa; y este tronco de Apolo quisiera que figurase en un muro de algún templo que se construyese en Pompeya en recordación de los dioses que fueron...” La voz de Modigliani sonaba llena y melódica: por su perfecta pronunciación italiana se advertía que había perdido el acentuado dejo toscano, que se tornaba algo caricaturesco; si lo hubiese querido, Modigliani podía haber llegado a ser un gran conferenciante o un magnifico actor. Pero había nacido pintor... —Si me abrieran las venas, no me encontrarían sangre, no; si me abrieran las venas, encontrarían los colores que me transvasaron de niño: el hermoso anaranjado de las velas del Adriático, el verde de los pinos de Roma, el color de cobalto del mar de Capri, el amarillo de Galla Placidia en su mausoleo de mosaico en Ravena, y el color de los Cielos de Roma, de Roma triunfadora cuando 'y cánticos de gloria, de gloria, de gloria correrán por el azul infinito.' ”Mi hermano el diputado me incita para que abandone esto de la pintura, que ni para vivir me rinde, pero a mí no me importa, pues tengo demasiado dinero en el banco y no se qué hacer con él... Lejos de ello: Modigliani no tenía ni el dinero para comprarse el pan todos los días, pero nadie se enteró nunca de su verdadera pobreza: los que lo conocían creían que su vida de bohemio era una actitud que se había impuesto, y que e1 pagar las. cuentas de madame Berta —la hostelera que le servía la sopa caliente al mediodía— con unos dibujos, fuese una originalidad de artista. La señora Berta, que no entendía de pinturas, poseía un fajo de dibujos de Modigliani, todos ellos en una alacena de la cocina: mas un buen día, reparando que esos dibujos estaban trazados en un papel grueso y sólido, pensó en algo práctico: los extendió sobre el piso del sótano para evitar que los quesos allí depositados tuviesen contacto con la desnuda tierra. —¿Eres poeta tú? Yo no puedo escribir poesías; si me pongo con un lápiz en la mano y pienso en las bellas palabras que pueden decirse a los hombres, caigo en la cuenta de que Dante nos ha quitado las veleidades de querer ser poeta. ¿Qué podrías decir de más sublime de cuanto ha dicho él? ¿Qué mundos, qué armonías, qué atmósferas más nobles podrías concebir? Todo ya ha sido dicho por él. Por eso, yo me abro las venas y ofrendo a la humanidad mi sangre. ¡Grande Modigliani! ¡Le has dado tu sangre más pura a esta humanidad que no te ha correspondido con ninguna satisfacción! El frío, el hambre, los padecimientos de la muy joven esposa enferma no lo distrajeron de su sueño de pureza. Su capacidad de reproducir cuadros antiguos le había hecho llegar de América propuestas halagadoras: se hubiese asegurado el presente y el porvenir copiando a Tiépolo, el Ghirlandaio, Paolo Uccello... Con inspiración siempre renovada, siguió pintando según su gusto. Hizo su autorretrato de cara enmagrecida, con la mano temblorosa por la fiebre, y siguió su trabajo también esa mañana en la cuál tuvieron que llevarlo urgentemente al hospital. Su físico, ya consumido, no resistía los embates del rigor invernal. “¡Italia, mi querida Italia!”, murmuraba, temblando en la agonía. Al igual que para el grande Toulouse-Lautrec, también para Modigliani llamaba a su puerta la celebridad, pero antes de la celebridad entraba rápida y furtiva la muerte. Más trágico aún que para Toulouse-Lautrec fué el destino de Modigliani: tanta era su miseria, que su joven mujer, de veinticinco años de edad, desesperada, se arrojará por un balcón... Revista Caras y Caretas 10/1954 |
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