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Medio Oriente: La guerra más larga
Es una nación errante; medio millón de personas viven aún aferradas al terruño, pero un millón y medio atravesaron la frontera, con la mirada vuelta hacia el rústico predio natal, que ahora, en el recuerdo, se les antoja henchido de leche y miel. El éxodo de los palestinos, que comenzó hace veinte años, se asemeja curiosamente al de los judíos, que duró veinte siglos. Y así como los judíos, en el peor instante de la adversidad, recobraron su conciencia y orgullo nacionales, los líderes de esta otra nación dispersa —los feddayin— esperan que sus desgracias erijan algún día la redención de su pueblo. Palestina fue un Estado que padeció durante siglos la ocupación turca; en 1918, la Sociedad de las Naciones lo puso bajo mandato británico; en 1948, las Naciones Unidas le amputaron una parte para formar Israel y la parte restante fue anexada por el emir de Transjordania, Abdullah, cuyo ejército —la Legión Árabe— instruían y mandaban oficiales ingleses. “Fuimos agredidos dos veces —afirman los nacionalistas palestinos—; los sionistas nos atacaron de frente y los hachemitas por la espalda.’’ Con la incorporación de las tierras situadas a oriente del Jordán —tierras más pobladas y fértiles que las suyas—, la dinastía hachemita, hoy encarnada por Hussein II, elevó su estatura internacional. Jordania —el nuevo nombre del antiguo emirato— concedió a los palestinos la igualdad jurídica; incluso, la mitad del Gabinete real les pertenece. Pero, de hecho, ellos sueñan con otro Estado, con una República cuya capital sea Jerusalén la Vieja y que absorba a su vez la atrasada Transjordania. Si acatan todavía a Hussein es, simplemente, por sus vinculaciones internacionales; pero si pactase con Israel a espaldas de la Liga Árabe tramarían su asebano (textual en la crónida de la revista), el 28 de diciembre. En los últimos meses trascendió que el joven monarca ha negociado con el enemigo sobre la base de restituir su independencia a la Palestina árabe; la solución parece luminosa, pero el Gobierno hebreo exigiría un tratado formal de paz. para prevenir el irredentismo palestino en todo el territorio perdido por los árabes desde la partición acordada por la un. El problema mayor es el de Jerusalem los feddayin pretenden, al menos, volver a la Ciudad Vieja; para el sionismo, la metrópoli sagrada es indivisible. Los días finales de 1968, con el ataque terrorista contra un avión comercial israelí a punto de despegar en Atenas y la formidable acción de represalia del Ejército judío contra el aeropuerto de Beirut, han traído una crisis grave, la cual, a su vez, desencadenó una intensa actividad diplomática; menos perceptible para la opinión pública, con ella comienza 1969 y es el asunto más urgente que hallará Nixon sobre la mesa de la Casa Blanca, dentro de dos semanas. Hallará una propuesta franco-soviética —sobre la cual ya se ha consultado también al Foreign Office— para devolver la vida al Estado palestino, y deberá resolver si conviene o no presionar a las partes en favor de esa solución, como parece sugerirle su principal consejero para el Medio Oriente, William Scranton. No era ése, por cierto, el propósito que abrigaba el paladín del expansionismo israelí, Moshe Dayan, cuando ordenó a sus fuerzas atacar la capital del Líbano, el 28 de diciembre. Tampoco preveía, al parecer, la condena unánime del Consejo de Seguridad, que incluye una advertencia sobre las sanciones que prevé la Carta: es un elemento nuevo, que no aparecía en otras dos condenas de Israel pronunciadas por la misma instancia desde la Guerra de los Seis Días, e igualmente desoídas. El total aislamiento diplomático compromete los suministros bélicos (los 50 aviones Phantom prometidos por Johnson) y ahonda la división del Gabinete hebreo, cuyos miembros moderados intentan resistir, de una vez por todas, las imposiciones de un poder militar que obstruye a la conducción política, movilizando contra él las emociones de una opinión exasperada por el terrorismo enemigo. La Guerra de los Seis Días ya duró un año y medio: no obstante el cese del fuego impuesto por la un el 11 de junio de 1967, no obstante la votación equidistante del Consejo de Seguridad (22 de noviembre del mismo año), que definía las condiciones para el restablecimiento de la paz y confiaba las tareas pertinentes a Gunnar Jarring, Embajador sueco en Moscú, no pasa día sin que los feddayin practiquen el terrorismo en los territorios ocupados o el Ejército israelí responda sin miramientos, en el Jordán, en el Canal de Suez o en la meseta siria. La guerra más corta amenaza con transformarse en la más larga. No habrá paz, probablemente, mientras el pueblo palestino agonice en los campamentos de refugiados. Visitar uno de ellos —por ejemplo, el de Bakaa, en Jordania, a un centenar de kilómetros de Belén— es enfrentarse con la imagen misma de la desesperación. Ha llovido, sopla un viento implacable, y un lago de barro arcilloso se extiende bajo las tiendas, donde escuálidas mujeres tapadas por sombrías vestiduras se esfuerzan por apaciguar a sus críos casi desnudos, que patalean y Chillan furiosamente. También se divisan algunos viejos de mirada siniestra entre el humo de sus largas pipas: no se distingue si su piel esta cubierta por una costra negra o por jirones de ropa sucia. —¿Dónde están los jóvenes? —Si su patria estuviera cautiva —contesta uno de ellos—. ¿usted se quedaría sentado en un campamento? A los hombres de mi edad no les entregan fusiles; si los tuviéramos, ni nosotros nos quedábamos aquí. Lo que me mantiene en vida es la esperanza de ver el día del desquite. Hay unos cobertizos de chapa sin puertas ni ventanas: son escuelas. Los chicos de ambos sexos se sientan en sus pupitres con aire ausente; la maestra es una transida, mujeruca con los cabellos en delirio; en cuanto ella descubre al periodista, basta un gesto para que sus niños de cinco o seis años, la nariz azulada por el frío, entonen un himno a la gloria de los míticos guerreros que un día liberarán Palestina. Los frágiles puños se cierran y se levantan, en un desafío que ya no es un juego. Afuera, pasa un personaje extraño, con uniforme de camuflaje y una metralleta soviética en el vientre. Todos le abren paso, fascinados: es el feddayin, el que ofrece su vida, el redentor. Si se pregunta a las criaturas qué serán cuando grandes, todos responden; “¡Feddayin!” La patria perdida renace alrededor de estos hombres. En Jordania, sobre todo, se los encuentra a cada paso; no sólo en los campos, sino también en Amman, donde la organización El Fatah posee su “policía militar” con brazaletes rojos. Escuchan su programa cotidiano de radio, emitido desde El Cairo. En sus oficinas, un sueldo igual al de un maestro jordano aguarda al soldado, y una pensión a la mujer del chahid, el que ha muerto en combate. Tienen su intendencia, su sello, sus imprentas, su logística y sus centros de entrenamiento. Fuera de la capital, donde el Rey conserva un frágil poder, parecen ser los amos. Las organizaciones terroristas son unas 15, sin contar los grupos espontáneos de resistencia que se forman en las aldeas: algunas reciben ayuda siria o iraquesa, egipcia o jordana. No sin reyertas intestinas, se han fusionado en un Frente Nacional de Liberación (de Palestina): los feddayin son el brazo armado de ese Estado en embrión. Hay campos de adiestramiento —medio centenar, se calcula— en todos los países que limitan con Israel. ¿Cuántos son? No más de 10.000, por ahora. Los países árabes, se ha dicho, no hicieron nada para integrar a los refugiados. Es verdad en parte; ellos mismos rehusaron abandonar los campamentos, disfrutar de otras comodidades, porque ya en ellos alentaba el mito, esa fuerza terrible. Regresarían, mañana o pasado mañana; estaban ahí “esperando”. A veces intervino el Ejército para obligarlos a habitar una vivienda menos frágil que la tienda; todo lo que fuera “sólido” —es decir, perdurable— era sospechoso para los palestinos; temían ser “negociados”. En 1965, sólo los registrados eran 1.250.000; cada año. nacían 42.000 y morían 8.000. Esta lepra resultaba desagradable a las buenas conciencias, y todo el mundo —tanto Israel como los Gobiernos árabes, además de las grandes potencias—-, alimentaba una misma ilusión: el olvido. Esa gente envejecería y sus hijos sublimarían sus absurdos rencores. Los jóvenes con alguna instrucción intentaban la aventura lejana, en los ricos Estados petroleros. Ya en 1962 eran 30.000 en Kuwait: unos se enriquecían, otros abrían estudios de abogados o ingenieros, alguno llegó a Ministro. La sorpresa sobrevino con la guerra de 1967: los hijos no habían olvidado; el espejismo era más fuerte que la realidad; todo aquel que hubiese perdido —o tal vez vendido a los judíos— unos metros de tierra árida, soñaba con ese Edén perdido. Pocas : semanas después de la derrota, la Organización Palestina desalojó a su jefe, Ahmed Choukairi, un fanfarrón agente de Nasser. Al mismo tiempo, los 350.000 expulsados de Gaza (320 , kilómetros con una densidad demográfica de 1.158 habitantes, tres veces superior a la de Holanda) llegaban a Egipto y se veían libres de la implacable vigilancia que la Policía nasserista ejerció durante casi veinte años sobre aquel reducto. Del mismo modo, las tropas de Hussein dejaron de acorralar o exterminar a los comandos que trataban de entrar en Palestina. El núcleo de la Palestina independiente fue la Federación de Estudiantes (15.000 miembros), presidida en El Cairo por el actual jefe de El Fattah, Yasser Arafat, apodado Abu Ammar. Nació hace 42 años en Jerusalén, no lejos del Muro de los Lamentos. Hijo de familia “burguesa”, cursó estudios de Ingeniería, coqueteó con los Hermanos Musulmanes (fuerza nacionalista de derecha) y, después de servir en el Ejército egipcio, fue empresario en Kuwait. Hoy es el héroe de millares de palestinos; los servicios secretos israelíes reconocen que entró por lo menos tres veces en su país natal. Arafat esconde su desconfianza —o su timidez— tras unas gafas negras. Un enviado especial de L’Express, Jean-François Kahn, logró a duras penas extraerle alguna declaración. Sobre la misión de paz encomendada a Gunnar Jarring, opinó: “No me gusta consultar a los veterinarios cuando estoy enfermo; llamo a un médico de hombres”. Es decir: no hay solución sino por la fuerza. ¿Por qué esa obcecación? “Porque Palestina es nuestro país y su futuro es negocio nuestro. Cometimos el error de dejar esa herencia en deposito a los dirigentes árabes y ya se ha visto el resultado. El pueblo palestino decidió tomar su destino en sus manos; no aceptará que nadie decida, en su nombre, la paz o la guerra.” ¿Qué pretenden, en fin? “Liberar toda nuestra tierra” (incluido Israel). “Los judíos orientales podrán quedarse y formar con nosotros la nación palestina; los occidentales deberán volver a su país de origen.” A toda referencia sobre la crueldad de una forma de guerra que no respeta inocentes, afirmó: “Los israelíes comenzaron a matar civiles con sus bombardeos aéreos. No tenemos interés en aparecer más benignos que ellos”. Es inevitable pensar que Dayan y Arafat hablan el mismo lenguaje, con la misma lógica, y que la fuerza del uno hace la fuerza del otro. Enemigos a muerte, se necesitan. Los dos pueblos, rudamente traumatizados en su instinto de conservación, no están en condiciones de romper el fatídico embrujo de estos dos hombres; sólo una gestión internacional, apoyada por los elementos lúcidos de los países en conflicto, puede desmontar el polvorín del Medio Oriente antes de que envuelva en sus llamas a todo el mundo. El viernes pasado, mientras el jefe del Estado Mayor israelí, Haim Bar Lev, confesaba honestamente que no ve “ninguna perspectiva de acuerdo”, porque “ambas partes tienen puntos de vista demasiado contradictorios, Al Ahram, diario semioficial de El Cairo, vaticinaba para este año otra guerra con Israel: “Ya no hay tiempo —reconocía, con la misma honradez— para lograr una solución pacífica del conflicto”. Al punto a que han llegado las cosas, ya no so insiste —sería pueril— en convencer a la opinión pública de que unos aman la paz y otros la guerra. Es evidente que la victoria israelí de 1967 fue insuficiente, y que los árabes, tres veces derrotados, no renuncian a la utopía de una victoria final. Según Lev, él tiene “el deber de consolidar las posiciones de importancia estratégica, ante la eventualidad de que se reanuden las hostilidades”, y sus esfuerzos “no sólo deben ser defensivos: las represalias tienden a infligir el máximo daño al enemigo”. La propaganda israelí acusa a la un de pasar por alto la relación de causa a efecto: supone que sus actos son siempre efecto, pero sus enemigos los ven como causa. Para ellos, la primera fue la llegada de colonos judíos a Palestina, a principios de este siglo. Nassfer y Hussein se han puesto de acuerdo para convocar una nueva reunión árabe en la cumbre. En el Líbano, el fluctuante Gabinete de Abdullah Yafi confió poderes discrecionales al Ejército. En Irak, el Presidente El Eakr se declaró jefe de guerrillas. Hubo razones, desde luego, para el asalto centra Beirut, que recuerda un bombardeo aéreo contra Damasco en vísperas de la guerra; pero nadie debería asombrarse de que, a su vez, tenga consecuencias, como en aquella ocasión. Lo mismo se puede decir de los ataques a territorio jordano en los tres días siguientes a la advertencia del Consejo de Seguridad. En su discurso del 30 de diciembre, el Primer Ministro Eshkol explicó que la destrucción de la aviación civil libanesa tenía por objeto reprimir la piratería aérea: ya en julio, los terroristas palestinos habían desviado hacia Argelia un Boeing 707 de la compañía El A1. Es significativo recordar que más de treinta aviones norteamericanos han sido llevados a Cuba a punta de revólver, sin que nadie propusiera arrasar Rancho Boyeros, el aeropuerto de La Habana. “No nos interesa —añadió— empeorar nuestras relaciones con el Líbano; Israel procura delimitar el frente hostil y no expandirlo.” En ese caso, hizo lo contrario de lo que desea. Para nadie es un secreto que hay en Beirut políticos realistas que no objetarían —como tampoco Arabia Saudita— un arreglo entre el Estado hebreo y el Rey Hussein. La absoluta pasividad con que las fuerzas de custodia del aeropuerto observaron la audaz operación judía, con decenas de helicópteros que desembarcaron tranquilamente el comando terrorista para que eligiera a su placer los 13 aviones a ser destruidos, prueba una vez más que la voluntad marcial del pequeño y occidentalizado país es un valor entendido, apto para apaciguar al nacionalismo interno y externo. “Los Estados que permiten a las bandas terroristas organizar y cometer atentados (en territorio de otros países) son responsables de agresión”, sentenció el Primer Ministro israelí. “Este es un principio fundamental aceptado por el Derecho Internacional (...), aunque aquellos que la cometan se llamen a sí mismos organización tal o cual, y no un Gobierno.” Es un principio que suscita incómodas asociaciones de ideas: por ejemplo, con el caso Adolf Eichmann. Pero ciertos gobernantes israelíes parecen suponer que el Derecho Internacional es aplicable a todos los países, menos al suyo. “Me opongo —declaró en una ocasión Golda Meir, ex Ministro de Relaciones Exteriores— a cualquiera que hable de moralidad a propósito de la cuestión de los territorios ocupados”. “La verdadera esencia de la moralidad es asegurar la sobrevivencia del pueblo y del Estado hebreos.” Lo mismo piensan los feddayin acerca de Palestina. En cuanto a la continua afirmación de que está amenazada la existencia del Estado israelí —que debe su nacimiento a una decisión de la un—, pierde crédito hasta en los Estados Unidos, cuyo delegado ante el Consejo de Seguridad, J. R. Wiggins, declaró la semana pasada: “No está en tela de juicio la vida de Israel; no tiene que defender su derecho a existir”. La propuesta francesa, expuesta por Michel Debré a la diplomacia soviética y a la inglesa, contiene, precisamente, una garantía de las grandes potencias en favor del Estado judío, cuyo rechazo deberá interpretarse, sin más, como una negativa a cumplir la resolución de la un sobre sus ganancias territoriales. Los rusos han logrado, evidentemente, la aquiescencia egipcia para el reconocimiento de Israel, que sobrevendría —según sugirió el Embajador Zorin al Canciller francés— después de una retirada parcial de las fuerzas ocupantes, y no, como pretendían los bloques socialista y afro-asiático, una vez restablecidas las fronteras del 5 de junio de 1967. Dayan reconoció a menudo que su política es viable mientras convenga a los Estados Unidos. Tal vez no llegó aún el momento en que los intereses petroleros norteamericanos recordarán a su Gobierno que sería un error enajenarse las últimas simpatías del mundo árabe, como señalara recientemente el Embajador Scranton. Pero el bárbaro ataque a Beirut pone en aprietos al Departamento de Estado para rehusar una gestión de paz anglo-franco-soviética, y quizá sea la última vez que se deje imponer por uno de sus aliados una política que no es la suya. Revista Primera Plana 7/1/1969 |
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