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¿Quo Vadis De Gaulle?
Frente a la insurrección el presidente francés rompe con su tradición legalista y elige una semidictadura, en abierto desafío a los sindicatos y a los partidos de izquierda. El anciano líder quiere orden a cualquier precio: sabe que en 1980 Francia será la primera potencia industrial de Europa

“De Gaulle, adieu!”, gritaban los manifestantes —en su mayoría jóvenes obreros y universitarios— que desfilaban por París la semana pasada, mientras los comunistas propiciaban un Frente Popular y el brillante líder radical Pierre Mendés France, así como el socialista François Mitterrand se postulaban como candidatos presidenciales. Los centralistas se alegraban ante la avalancha que pretendía acabar con el majestuoso y terrible anciano de 77 años, entronizado durante una década en el Elíseo.
El jueves 30, De Gaulle contraatacó disolviendo la Asamblea. Afirmó: "Una conspiración comunista pretende apoderarse de Francia. No desertaré de mi puesto en salvaguardia de la nación y usaré de todos los medios constitucionales para restablecer el orden. El caos imperante impide realizar las elecciones parlamentarias; en cuanto al referendum sobre la trasformación social, será postergado’’. Agitaba así el fantasma rojo ante ese vastísimo sector timorato y conservador que tan bien conoce, y que sufría por la parálisis y el desorden nacional. Manteniéndose al borde de la Constitución, instauraba una dictadura "de salud pública" con una cierta base legal, en una audaz jugada política que tenía en cuenta la burocratización de los partidos de izquierda, pero no el impulso revolucionario de la juventud que reclama una Francia totalmente nueva.
Sea cual fuere la salida de esta guerra que ahora se plantea entre Le Général y los jóvenes estudiantes y asalariados en la cresta de la ola insurreccional, lo que quedará como resultante será totalmente distinto a la “unipersonalidad democrática” que De Gaulle mantuvo durante diez años de absoluta estabilidad interna. Para comprender este riesgoso paso que trasforma el autoritarismo degaullista en autocracia, es preciso comprender a De Gaulle, su sentido casi mesiánico, su "idea” de Francia y las vicisitudes de esta V República que fundó hace una década. Tal vez la fecha clave para la comprensión sea el 18 de junio de 1940, cuando habló por la BBC de Londres a los franceses, asegurándoles que la lucha contra Hitler continuaba y que era él quien la dirigiría. Fue entonces cuando Churchill, que no soportaba la arrogancia de Le Général, tuvo la lucidez y el fair play de ver en él el resurgimiento de heroicas tradiciones y lo bautizó: “Condestable de Francia”.

La misión de De Gaulle
A partir de esa alocución radial, De Gaulle "se hizo cargo” de Francia; la asumió definitivamente para ser su servidor y su intérprete. Se dice que jamás olvida los agravios; es cierto, pero solamente cuando a través de su persona es Francia la que ha sido agraviada. Para De Gaulle, Francia es muchísimo más que su población, su idioma y su terruño; es una entidad ideal a la vez que real, con una misión grandiosa que enlaza la tradición con el futuro a través de la historia. A esa mística de Francia, De Gaulle lo sacrificó todo. Sus enemigos dicen, con cierta razón, que le sacrificó hasta a los franceses ...
Es por eso que durante la Segunda Guerra Mundial boicoteó sin piedad a los jefes militares franceses que Churchill o Roosevelt —este último, sobre todo, profundamente hostil a Le Général-— distinguían como líderes potenciales de Francia después de la victoria: De Gaulle los sabía “blandos”, egoístas en lo pequeño, incapaces de defender el destino de su patria frente a los poderosos anglosajones. Y, sin duda, si Francia fue considerada uno de los Cuatro Grandes al término de la guerra, se debió a la altiva obstinación con que De Gaulle salvaguardó los intereses y la dignidad de la nación.
Sin embargo, el mesiánico De Gaulle es también un pragmático capaz de mucha habilidad. Convertido en jefe de gobierno después de la victoria, voló a Moscú para firmar un acuerdo con Stalin; de regreso, hizo volver del exilio al líder comunista Maurice Thorez y le dio una cartera de ministro. La derecha y los centralistas pusieron el grito en el cielo, sin comprender el alcance de la jugada de De Gaulle: obtener en trueque el desarme y la disolución de las poderosísimas brigadas comunistas formadas durante la Resistencia y preparadas para desencadenar en el momento propicio un golpe insurreccional. Puede decirse que entonces comenzó la creciente burocratización electoralista del partido Comunista francés, hoy pieza del engranaje parlamentario con escasos bríos revolucionarios.
En enero de 1946, De Gaulle renunció a dirigir el Estado y se retiró a su finca de Colombey-les-deux-Eglises, vencido por la menuda política de los partidos en pugna. Ese admirador de Maurras, por vocación “monárquico", celoso de su autoridad unipersonal, no quiso aprovechar sus poderes para un golpe de fuerza que le permitiese gobernar sin tropiezos. No porque respetase la democracia francesa tal como lo era entonces, puesto que tenía las mismas lacras que la III República de entreguerras, sino por altivez, por repugnancia a “forzar” su destino ante una Francia que no lo necesitaba.
Posteriormente creó el Rassemblement du Peuple Françáis, buscando la conciliación de todos los ciudadanos en una agrupación suprapartidaria pero sí electoral. De esa ambigüedad emanó la debilidad del R.P.F., que comenzó con gran vigor pero se gastó en las minúsculas y complejas ruedas de la máquina parlamentaria. Decepcionado, De Gaulle lo disolvió en 1953. El tradicionalista y conservador general volvía a elegir el encuadre del régimen vigente que desdeñaba. Quería ser constitucional, aunque su temperamento fuera monárquico.

La herencia de una década
Si se analiza esta V República que ya no será más lo que fue, la mirada del observador queda encandilada por la actuación de De Gaulle en política exterior. Es innegable que aportó mucho para lograr una distensión duradera entre el Este y el Oeste; pese a su fobia de católico “ultra” hacia el comunismo, buscó vías de cooperación con él en el plano internacional. Es cierto que los satélites de la Unión Soviética lograron independizarse sobre todo en base al cisma chino, pero también los favoreció la independencia a veces insultante de Francia frente a sus aliados “naturales" de Occidente. De ese modo, Le Général contribuyó a minar la doble hegemonía, rusa y estadounidense, en que pretendía dividirse el mundo. Su realismo lo llevó a la pronta descolonización del .imperio francés, y la clave de su política ante el Tercer Mundo la da la solución al cáncer de Argelia. Conviene recordar que el 13 de mayo de 1958 Le Général fue llamado por el presidente Coty para que formase gobierno con plenos poderes a fin de acabar con la insurrección del ejército en Argelia y en Córcega. Los militares sediciosos pretendían reaccionar contra la “política de abandono" preconizada por el parlamento, ante el enorme desgaste de hombres y de dinero que significaba luchar contra los patriotas argelinos. Al tomar De Gaulle el poder, creyeron ver satisfechas sus aspiraciones, máxime que la posición de Le Général era mantener a Argelia francesa. Pero, ya en lo alto de sus nuevas responsabilidades, De Gaulle volvió a replantearse el problema argelino. Desde el punto de vista económico-social, era una empresa ruinosa; desde el punto de vista del prestigio internacional de Francia, era una deshonra. Poco a poco fue enmendándose a sí mismo, demostrando que su enorme orgullo se vuelve muy flexible cuando están en juego intereses nacionales, y que tampoco teme enemistarse en ese caso con cualquier aliado, como ocurrió con la ultraderecha y los militares que lo habían llevado al poder. Terminó decidiendo que los argelinos eligieran por su propia suerte, y ante el voto masivo por la independencia, se alegró por Francia, en cuyo escudo había colocado un nuevo florón —de consecuencias espirituales y utilitarias a la vez—: la magnanimidad.
Se ha reprochado al estrecho nacionalismo de De Gaulle el haber impedido la creación de una Europa políticamente unida, “supernación” que englobarla —diluyéndolos— a los diversos estados. Sin duda, De Gaulle es terriblemente nacionalista. Pero no estrecho: si no aceptó la “supernación” europea, es que habría de formarse con países no comunistas y hasta anticomunistas. Así, se volvería a comprometer la distensión entre el Este y el Oeste de Europa y se malograría el intento de acabar con la doble hegemonía ruso-estadounidense, lo que a juicio de De Gaulle es tarea prioritaria. En el plano internacional, el balance a favor de Le Général deja un saldo brillante, pese a innecesarios excesos y a orgullosas intemperancias.

El talón del general
El punto “débil” de su imagen está en el plano nacional: los políticos de todas las tendencias sólo le conceden un aporte valioso, el del sufragio universal para la elección de presidente, que De Gaulle puso en vigencia en 1962. Por lo demás, no obligó a las empresas a volverse rentables y competitivas; no obstaculizó, con una adecuada política de inversiones para la investigación, el avance arrollador de la tecnología estadounidense; no impidió el marasmo de grandes sectores agrícolas; descuidó la formación técnica y científica de cuadros para las exigencias de la nueva era; en síntesis, no supo implantar un capitalismo moderno. Tampoco realizó una “apertura hacia la izquierda”: otorgó beneficios sociales insuficientes y defectuosos, buscó la "reconciliación de las clases” sin atender a los verdaderos intereses de los asalariados, descuidó el tremendo problema de la vivienda, mantuvo firme la moneda restringiendo el consumo popular, permitió la aparición y el crecimiento del desempleo.
En este momento de efervescencia, nadie tiene en cuenta que De Gaulle se encontró con un país de viejos y que hoy la pirámide demográfica francesa es sana, pues cuenta con una tercera parte formada por jóvenes. Tampoco admiten lo que demuestra contundentemente la revista británica The Economist: “Pese a gravísimas fallas estructurales, la continuación de la actual política convertiría a Francia, para 1980, en la primera potencia industrial de Europa. Pero cuando la sociedad de consumo entra en crisis total dentro de un rígido marco de autoridad, esperar una década más resulta imposible”.
Le ha de haber costado mucho a De Gaulle aceptar los ribetes dictatoriales que hoy adornan su imagen. A su modo, es profundamente legalista. Sólo que es un hombre de la historia, no del presente. No puede entender la lección de “supranacionalidad”, casi a escala planetaria, que dan los jóvenes rebeldes de su país, admiradores del Che Guevara, del germano-estadounidense Herbert Marcuse y del chino Mao, y cuyo líder es un alemán, Daniel Cohn-Bendit. Sigue siendo el último campeón de la mística de Francia, esa "Francia eterna” que quiere salvar a cualquier precio. Le Général sabe que ninguno de los políticos de izquierda, ni siquiera el talentoso Mendés France, satisfaría a los jóvenes estudiantes y obreros que quieren cambiar radicalmente su país y el mundo; sabe que, por otra parte, esos líderes izquierdistas volverían a ser jaqueados hasta la parálisis por la poderosísima oposición conservadora que ya en seis ocasiones destruyó los gobiernos de Frente Popular. Entonces, sólo cabría una dictadura, de derecha o de izquierda: Francia entraría en el bloque ruso o en el estadounidense, y se acabaría toda esperanza de romper la doble hegemonía. Como sólo tiene confianza en sí misma, se resigna a revestir el cilicio moral de la dictadura, a riesgo de hundirse en el baño de sangre de la guerra civil si la multitud insurrecta sigue gritando: "De Gaulle, adieu!”.
Panorama
4/6/1968
mayo francés

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