Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

el proceso de Madame Caillaux
EL PROCESO DE MADAME CAILLAUX
que convulsionó a Francia y apasionó al mundo a comienzos del siglo.

MADAME Caillaux ha matado a Gastón Calmette, director de “Le Fígaro”, el 16 de marzo de 1914. El juicio tendría lugar entre el 20 y el 28 de julio del mismo año. Pero antes de hablar del proceso mismo retengamos los elementos esenciales del caso. En el momento de morir, Calmette no tenía en sus manos más que dos documentos que podían interesar a Caillaux: uno, el documento Fabre, con festón del procurador general en que éste exponía que el señor Monis, guardasellos del Estado, le había hecho sobreseer el caso del estafador Rochette en interés del gobierno; el segundo, los llamados “documentos verdes”, despachos alemanes de 1911 relativos a la política de Caillaux, los cuales no podían ser publicados, habiendo decidido el gobierno considerarlos como falsas porque su publicación habría probado que Francia poseía la clave alemana, y ello hubiera podido constituir un “casus belli". En cuanto a las ocho cartas íntimas escritas por Caillaux a la acusada, cartas tomadas por la primera esposa de aquél, madame Gueydan, y que madame Caillaux creía en manos de Calmette, todavía estaban en poder de la señora Gueydan.
El martes 17 de marzo era el día señalado para la publicación del documento Fabre por “Le Fígaro”. Al menos, todo París lo esperaba así. Muerto Calmette, la esperada publicación no se efectúa. Pero el mismo día, sin embargo, Luis Barthou lo hace público en la Cámara de Diputados. El efecto político es nulo. Caillaux ha dimitido ya. No obstante, es nombrada una comisión investigadora sobre el caso Rochette, que preside Jaurés.
De sus investigaciones se desprenden muchas cosas: la primera, que no es absolutamente seguro que Calmette hubiera publicado el documento Fabre.
“Gastón Calmette —dice monsieur Briand—, por quien sentía una gran estimación y cuya memoria respeto, nos había dado a Barthou y a mi su palabra de honor de no publicar esos papeles, de los cuales, yo no sé cómo, se había procurado una copia, y yo estoy seguro de que, hombre honesto, no habría faltado a su palabra”.
Sin embargo, está probado que los originales eran dos, uno de ellos lo tenía Fabre, y el otro, Barthou. Habiendo prometido Fabre al guardasellos no dar copia alguna, la llegada a manos de Calmette debió ser tomada del texto que poseía Barthou.
Pero eso no es todo. La famosa intervención del poder político en los asuntos del poder judicial, que había determinado la humillación del procurador Fabre y la redacción de su documento, tenía una razón secreta que Barthou no da. La descubrirá Caillaux. “Rochette —dice Caillaux— tiene la lista de los gastos relativos a sus empresas y amenaza con publicarla’’.
La cosa está clara. En el momento de la emisión de sus valores, Rochette, que tenía el arte de hacer de un negocio cualquiera, aun bueno en su origen, un mal negocio, un negocio para desplumar a los tontos, repartía dinero entre individuos de todos los sectores para que elogiasen el negocio en cuestión. Tratábase de revelar estos hechos. El gobierno pensó que era mejor evitarlo.

ATMOSFERA DRAMATICA
Tal fué el preludio del proceso de madame Caillaux, preludio puramente parlamentario que a primera vista no parece haber interesado mucho a los franceses. Apenes la Comisión termina sus trabajos, de los cuales no resulta nada decisivo, las derechas quieren enviar a los ministros ante los tribunales, según el artículo 179, Jaurés piensa que debe ser ante el Tribunal Supremo. Disuelta la comisión, se convoca a elecciones.
La masa electoral estima que en todo ello no ha habido más que querellas de comadres, y vota en bloque por las izquierdas. Pese a la encarnizada campaña del señor de Ailllers, su adversario, Caillaux es reelecto por mayoría considerable.
Cuando el 20 de junio tiene lugar la primera vista, ya han ocurrido los trágicos sucesos de Sarajevo y la atmósfera es dramática. Acaban de transcurrir las terribles jornadas parlamentarias provocadas por el discurso del senador Humbert, quien pretendía demostrar qué el país no estaba preparado para la guerra que todo presagiaba. La tensión es extrema. Una multitud enorme se arremolina en los salones de la Audiencia.
Preside el consejero Albanel, que se dice ha solicitado el cargo. Albanel se mostrará tímido y torpe. El fiscal general Herbeaux, a quien asiste un abogado, representa al ministerio público. y no abre la boca.
Madame Caillaux está vestida de negro y tocada con una especie de birrete de alas negras. Por la parte civil actúa el doctor Chenu, viejo abogado encanecido bajo la toga. El defensor es el mismo de Dreyfus, Labori.
El centro de la atención general no es, sin embargo, madame Caillaux, sino Caillaux mismo, joven pese a sus cincuenta y un años. Nadie le hace bajar los ojos. Insolente por naturaleza, la pelea es su elemento.
Caillaux no posee la calma de su esposa. Por eso su posición es trágica. Ella ha ganado la batalla de su vida al conquistar el corazón de Caillaux y vencer a su rival, pero no ha comprendido que ese hombre es a la vez el más autoritario y el más odiado de Francia, jefe natural de un partido que representa a las provincias contra París, a las masas contra el poder del dinero y de la prensa.
La gran prensa era feroz en su hostilidad. “Le Fígaro" decía de Caillaux bajo la firma de Grosclaude: “Jamás rey negro del África, llevado a hombros de su verdugo familiar, habrá paseado sobre sus súbditos mirada tan altiva. Como Behanzin en el Dahomey, tiene sus regimientos de ejecutores inmediatos, los Thalamas, los Malvy, los Ceccaldi, y su amazona sanguinaria”

MADAME CAILLAUX SE DEFIENDE
Madame Caillaux se domina siempre.
Ella había estado casada con Leo Claretie, de quien tenía una hija. Amante de Caillaux, había recibido entonces dos cartas de éste, una de ellas, muy larga, a la vez política y amorosa. Caillaux se las pidió. Y madame Gueydan las había tomado, según madame Caillaux, valiéndose de una llave falsa, todo ello para impedir el divorcio. La señora Gueydan amenazaba con enviar las cartas a Leo Claretie, hacerlas leer a su hija o entregarlas al padre de la señora Caillaux.
La señora Gueydan, luego de algún tiempo, acabó por consentir en el divorcio. Las cartas fueron quemadas entonces, pero aquélla, pese al compromiso pactado con Caillaux, guardó copias y fotografías. Cuando supo que su ex esposo se preparaba a contraer nupcias con su rival, la señora Gueydan quiso dar publicidad a las copias y se las mostró a todo el mundo.
Madame Caillaux declara que no temía al informe Fabre, del cual todo hablaban y no podía constituir sorpresa alguna; que Calmette, además, había prometido no publicarlo y que todos los redactores de “Le Fígaro” estaban de acuerdo en ese punto. Lo que ella quería impedir era la publicación de las cartas (dos según ella creía) tomadas por la señora Gueydan que ella suponía estaban en poder de Calmette, quien había publicado ya parte de una de las cartas y podía, en consecuencia, publicar otras. La acusada precisa los términos de su conversación con Caillaux, quien, cansado de los ataques de su adversario, gritó:
—¡Voy a romperle el hocico!
—¿Cuándo? ¿Hoy? —interrogó ella.
—No. A su debido tiempo, pero eso no te incumbe.
Según ella, madame Gueydan no buscaba otra cosa que el escándalo. “Si hubiera previsto las consecuencias — agregó—, es seguro que hubiese dejado publicar las cartas”. Antes de salir hacia “Le Fígaro”, madame Caillaux escribió una nota que entregó a la institutriz para que ésta la hiciera llegar a su marido, diciéndole:
—Si por casualidad el señor llega antes que yo, le dará usted la carta; si soy yo. me la devolverá a mí.
Y la acusada añadió seguidamente: “Si en ese momento hubiese tenido la intención de matar, no habría hecho tal recomendación, pues de antemano sabía que no regresaría". Luego, no hubo premeditación. En el despacho de Calmette dijo:
—Usted debe saber a lo que vengo.
—Lo ignoro, señora. Tenga la bondad de sentarse.
Al entrar, “madame” Caillaux había sacado el revólver de su bolso. Con la mano izquierda quitó el seguro y, según declaró, ‘‘los tiros salieron solos... Calmette bordeó el escritorio, agachándose detrás del mueble. Pensé que no le había alcanzado”.
Luego la acusada se lamentó:
—Declaro aquí que hubiera preferido cualquier cosa antes que ser la causa de cuanto ha ocurrido.

PERO CAILLAUX ACUSA
Caillaux, repitámoslo, está en el centro de ese debate. Más tarde escribirá en sus ‘‘Memorias”: “Tuve que acudir diez veces al estrado para apoyar la defensa”. Y hablando de la “turba” (sus enemigos) que le hacía frente, dirá: “Se hubiese apoderado del Palacio (de Justicia), si mi guardia corsa no la hubiera obligado a esconderse”. ¿Por qué éste resentimiento? Antes lo hemos apuntado. Jaurés estaba de acuerdo con Caillaux para formar en octubre un ministerio radical y socialista que habría suprimido la ley de los tres años (de servicio obligatorio) e intentado negociar con Alemania.
Jaurés lo explicaría:
—Pero era necesario que su mujer no fuese condenada.
Caillaux se jugaba, pues, su futuro político. Argumentaba:
—Yo me apoyo en la democracia.
Y añade dirigiéndose a los jurados:
—Ustedes, señores; que son buenos republicanos...
Los gritos estallan. Caillaux gira sobre sus talones y da la cara a los que protestan.
Caillaux no era muy rico. Heredó una fortuna de un millón doscientos mil francos que no había aumentado. ¿Pero Calmette? Caillaux emplea todas las armas. Presenta el testamento de Calmette: trece millones. El argumento sería bueno para un debate político. Pero allí, en aquel mundo burgués para quien el testamento es un acta privada, un documento secreto por excelencia, la revelación provoca una explosión de furor. ¡El fisco ha capitulado ante el antiguo ministro de Hacienda! Una vez más se le llama dictador. En realidad, el documento había sido puesto en sus manos por personas “que me agradecían haber ayudado a su corporación”. Más tarde escribirá, hablando de Calmette:
“Por consideración a sus familiares. no quise publicar entonces las cartas llegadas a mi poder y en las cuales se muestra a un personaje que vive de sus amantes, diré mejor, que las roba”. Y Caillaux las reproduce en sus “Memorias”. Una de las cartas es de una antigua amante de quien Calmette guardaba 16.000 francos, de los cuales tomó prestadas algunas cantidades. Otra es de la madre, en la que ésta le hace llegar la anterior y se confiesa desconcertada: “Tu padre —dice la carta — está tan indignado que le es imposible escribirte: en cuanto a mi, me siento afligida, pues jamás te hubiese creído capaz de pedir prestado a tu amante y, mucho menos, de no pagarle”.
Tras leer esto. Caillaux dice a Chenu:
—Permítame decirle, señor, que hay quizás algo peor que perder la vida, y es conservarla cuando se ofende a las mujeres o nos enriquecemos a su costa.

LOS “DOCUMENTOS VERDES"
Cuando Latzarus, uno de los redactores de “Le Fígaro”, se presenta para hablar, a medias palabras, de los famosos “documentos verdes”, Caillaux grita:
—¡Son falsos!
Pero en voz baja dice a su adversario:
—¡Léalos usted! ¡Léalos!
Latzarus no los lee, pero Labori exige:
—No continuaré informando en estas condiciones: o el gobierno hace aquí una declaración oficial y pública desembarazando el proceso de esta cuestión, o la explicación será completa.
Al día siguiente, por boca del fiscal general Herbeaux, el gobierno declara que las piezas aludidas “no son más que supuestas copias de documentos que no existen”.
Sólo una vez se enfrenta Caillaux a un adversario digno de su talla. En su furor de combatiente que no cuida los golpes, había acusado a Bernstein de eludir los deberes militares.
Bernstein replica y recuerda su rehabilitación en 1911, en Agadir, como artillero. Y agrega: “Yo no sé qué día ingresó Caillaux, pero debo prevenirle que en la guerra no podemos hacernos reemplazar por una mujer y debe tirar uno mismo.”

LAS CARTAS DE “MADAME” GUEYDAN
¿Había matado madame Caillaux, como pretendía, sólo por impedir la publicación de las famosas cartas?. La redacción de “Le Fígaro” y los testigos de la parte civil decían: “Calmette era incapaz de publicarlas". Y ello es probable. En la víspera de su muerte afirmaba que nada haría. Esas cartas, además, no estaban en su poder. Sin embargo, había publicado una de ellas.
Era una falta cuya reincidencia podían temer sus adversarios. Con todo, el contenido de esas cartas permanecía ignorado hasta que se vió llegar ante el estrado la alta y bella silueta de madame Gueydan. Desde el primer momento afirmó:
—Yo soy la verdadera esposa de Caillaux.
La otra era la mujer que la había suplantado. La ilegítima.
En su asiento, madame Caillaux, pálida y rubia, permanecía impasible.
El presidente Albanel la sacudía duramente:
—Es una correspondencia de la que usted se ha apoderado.
Cierto. Ella la había tomado, pero no haciendo una llave, sino utilizando la de otro mueble para abrir el escritorio donde Caillaux la tenía. Detalle sin interés. ¿Qué importaba esta vieja batalla por el corazón de un hombre? El punto importante era saber dónde estaban esas cartas. ¿Quemadas? Debieron serlo. El presidente aventuró:
—¿Dónde están las cartas?
—Aquí —contestaba la señora Gueydan, que las mostraba en su mano como un cartucho de dinamita—. No son dos o tres, como se ha dicho. Son ocho.
La defensa, que no se atrevía a tomarlas, quiso leer sólo dos, pero madame Gueydan, que buscaba el escándalo, quería que fueran leídas todas. Ella sabía por qué. Políticamente, nada había en su texto. Al parecer le habían sido ofrecidos 30.000 francos. En una se leía:
“Mi jornada de hoy se ha pasado en concursos agrícolas y viendo bestias. ¡Uf! Heme ahora en Mamers, de donde saldré mañana para ocuparme en cosas casi tan interesantes como las de hoy.”
Era una alusión a la Asamblea, que Caillaux domina y desprecia. pero no había en ello nada que pudiera herir a sus electores. Con un gesto elude a los insolentes y habla emocionado de su adhesión a madama Gueydan durante años. “Hemos sido admirables amigos”. Pero él ama a madame Caillaux. Y mostrando el lugar donde se sienta: “Yo la defiendo porque es mi mujer, porque es un ser bondadoso, porque es de mi misma raza y a causa de ello la he elegido.”
Habla bien. Nadie hace caso de los ensangrentados vestidos de Calmette colocados entre el estrado y la acusada como pieza de convicción. Al final de la vista Caillaux besa largamente la mano de su esposa. En la puerta, madame Caillaux llora y madame Gueydan es aclamada.

VEREDICTO LABORIOSO
El abogado acusador, Chenu, informa. Pero no toma a su adversario por la garganta. No estaba hecho para eso. Chenu sólo habla del asesinato. Su tesis era que el hombre y la mujer habían actuado de acuerdo. Sólo que la mujer tira tan bien como el hombre y corre menos riesgos”. La tesis es insostenible.
El acusador intenta pintar a Caillaux como a un Catilina, pero sin la precisión de Salustio.
La cuestión es saber si el retrato desplacía a Caillaux. Pienso que hubiera deseado retocarlo, pero que muchos trazos debieron, por lo menos, encantarle.
El fiscal reconoció la intención criminal y la premeditación, admitió las circunstancia atenuantes y aceptó aún que fuera descartada “la circunstancia agravante de premeditación absolutamente innegable”.
Labor! mostró una habilidad prodigiosa. Tuvo palabras de simpatía para la víctima. Defendió a Caillaux y exaltó su carácter. La declaración de la señora Gueydan, violenta y apasionada, hubiera podido perjudicar a la acusada, pero él la neutralizó con una sola frase:
—Yo no quiero —dijo— reabrir un expediente de divorcio, pero hay una cosa que quiero decir, y es que, si yo pareciera creer que el señor Caillaux no tenía agravios de madame Gueydan, haría sonreír a todo París, El señor Caillaux es un caballero.
El presidente sólo planteó dos de tres cuestiones. La primera:
“¿es madame Caillaux culpable de haber cometido voluntariamente un homicidio en la persona de Gaston Calmette el 16 de marzo de 1914”.
Segunda cuestión:
“¿Dicho homicidio ha sido cometido con premeditación y alevosía?”
La respuesta a las dos preguntas fué negativa.
Entonces, mientras los aplausos resonaban bajo la bóveda, un formidable grito de cólera llenaba el Palacio de Justicia. El movimiento de la multitud era tan violento, que los magistrados huyeron entre un revuelo de hábitos rojos.
Una hora más tarde, después de haberse desalojado la sala de un público frenético, pudo ser pronunciado el veredicto de absolución. Afuera la ola nacionalista bramaba, furiosa.
Revista Caras y Caretas
12.1954
el proceso de Madame Caillaux
el proceso de Madame Caillaux

ir al índice de Mágicas Ruinas

Ir Arriba