Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado
Periodismo El diario que no acepta errores Todas las mañanas, un automóvil negro sale del número 107, en el boulevard Raspail, de París, y desaparece entre los vahos del tránsito. Hasta que se detiene ante el número 5 de la rue des Italiens, a las 8.15, el hombre del automóvil ha tenido ya tiempo de conocer todos los hechos importantes del día. Es Hubert Beuve-Méry, de 62 años, altísimo y coronado por un pelo que se resiste a encanecer; desde hace dos décadas no quebranta el prolijo ritual que lo fuerza a levantarse a las 7 de la mañana, tomar su baño, leer y partir a las 8 hacia las oficinas de Le Monde, su diario. El penúltimo sábado de diciembre, Le Monde, quizá el mejor periódico del mundo —junto con el Asahi, de Tokio, y The New York Times—, cumplió 20 años. Su primer número apareció el lunes 18 de diciembre de 1944, con fecha 19, según la tradición de los vespertinos franceses. Aquel día tiró 147.190 ejemplares; la cifra fue casi doblada este 31 de diciembre, cuando la imprenta de la rué des Italiens acumuló 275.000 copias. Parece la prueba definitiva de que un diario francés puede vivir libremente, sobre bases financieras sólidas, a condición de que esté bien administrado. Le Monde emplea ahora a 460 personas; 90 en la redacción, 10 corresponsales extranjeros auxiliados por otros 26 colaboradores esporádicos en territorios no franceses; en las provincias están diseminados 90 hombres. La cifra de suscriptores asciende ya a los cuarenta mil. Cuando el diario pudo cambiar sus viejas máquinas, hace un lustro, acrecentó el número de sus páginas a 24 durante la semana y a 22 en sus entregas del domingo-lunes. Esa expansión repercutió en las cifras de publicidad: a fines de 1964, la administración facturó 20 millones de francos (unos 4 millones de dólares). La historia del zar En 1936, cuando enseñaba Derecho en el Instituto Francés de Praga, Checoslovaquia, Beuve-Méry fue nombrado corresponsal diplomático de Le Temps, uno de los mayores diarios franceses en los 40 años previos a la Primera Guerra. Despaciosamente, a la muerte de Adrien Hébrard, su fundador, Le Temps, se había ido corrompiendo, transformándose en un mero portavoz del Quai d’Orsay, la cancillería. Su tirada parecía una sentencia de muerte: llegaba a los 5 mil ejemplares los días más prósperos y, sin embargo, el diario seguía reteniendo su fama de seriedad gracias a la regla de oro que había heredado de Hébrard: "Créenle problemas a la gente.” Pero en 1938, Le Temps resolvió desprenderse de todas sus máscaras y plegarse a la política blanda de Daladier ante Hitler: cuando publicó un editorial que aprobaba la anexión al III Reich de los territorios fronterizos de Checoslovaquia, Beuve-Méry envió una indignada carta de renuncia. Fue quizá por ese gesto que lo llamaron, después de la liberación de París, para dirigir el diario que iba a fundarse sóbrelas cenizas de Le Temps, hundido el 26 de noviembre de 1942 por los propios nazis. Beuve resucitó la vieja política de seriedad informativa, congregó a unos 20 especialistas, y lanzó su diario de 4 páginas, dos enormes hojas plegadas. Se había impuesto un esfuerzo infinito, porque el rigor no estaba sólo en las apariencias, en la omisión de fotografías, en los títulos equilibrados, en la publicación exclusiva de hechos confirmados tres veces. También era una cuestión de fondo: no aspiraba a la conquista de un número gigantesco de lectores; se contentaba con cien mil, los suficientes para sobrevivir. El primer plebiscito La publicidad que empezó a inundar Le Monde desde enero de 1945 sostuvo desde entonces sus finanzas en un 50 por ciento; el resto nace de las ventas: cada ejemplar cuesta 40 centavos de franco (unos 12 pesos), por una autorización especial del gobierno que nadie se atrevió a derogar. El precio de todos los demás diarios es de 30 centavos (9 pesos). Pero jamás Beuve-Méry afrontó un embate tan violento como en 1951, cuando una sucesión de artículos contra el Pacto del Atlántico, firmados por el católico Etienne Gilson, provocaron una reunión urgente del directorio. Beuve retenía sólo el 20 por ciento de las acciones, y sus socios hicieron valer esa mayoría obligándolo a rodearse de un comité de supervisores. El director rechazó la coacción y entregó su renuncia. Todo el estado mayor de Le Monde, entonces, amenazando con un abandono en masa del diario, consiguió que los estatutos de la sociedad editorial fueran modificados; compraron algunas acciones; hicieron valer, en otros casos, una vieja promesa de habilitación a la empresa, y pudieron así retener a Beuve-Méry con su poder intacto. En ese grupo había pocos nombres famosos fuera de Francia; los mayores caudillos eran André Chénebenoit, redactor en jefe, y Jean Houdart, primer secretario de redacción. Pero el diario no sobreviviría sin ellos y sin Beuve: están juntos desde hace 20 años, y saben exactamente lo que quieren. El prestigio del diario se derrama, en cambio, sobre algunos corresponsales menores: el ex seminarista Henri Fesquet, con sede en el Vaticano; el ensayista Henri Pierre, en Moscú, y Roland Delcour, en Bonn. A través de sus crónicas, se advierte claramente que Le Monde no se contenta con la mera seriedad: también se ejercita en el riesgo, en la interpretación inteligente de los hechos. Si se lo respeta, es porque también en este terreno rara vez se ha equivocado. El equipo que escribió el número 6.199, del 19 de octubre, es casi exactamente el mismo que escribió el número 1. Pero esa identidad ni siquiera se acerca a la que Beuve-Méry mantiene respecto de sí mismo: sigue siendo el mismo hombre severo, sombrío y apasionado que fue durante la guerra. Le Monde está hecho a su imagen: mantiene su viejo aire austero porque, como diría Renán, “la verdad nunca es pintoresca”. Pero Le Monde también se alimenta de paradojas: durante las exequias del caudillo comunista Maurice Thorez, se vio a los obreros salir del cortejo para comprar en los quioscos un ejemplar del diario; a la vez, todos los hechos comentados por los periódicos de extrema derecha ya fueron publicados, en un 90 por ciento, por los hombres de Beuve-Méry. El fenómeno es único en Francia. Tal vez lo sea también en el mundo. • De L'Express. Copyright by PRIMERA PLANA. 5 de enero de 1965 |