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La mujer soviética
A partir de 1917 el mundo adquirió una nueva estructura. Dos enormes focos de influencia, los Estados Unidos y la Unión Soviética, signaron al siglo veinte y acaso para siempre el destino de la Humanidad Sobre esas vertientes trillaron filósofos y ensayistas, intérpretes dudosamente ecuánimes de las disputas que los colosos protagonizaron desde el momento mismo en que les dos hemisferios ideológicos tuvieron forma política, calidad de superpotencias e intereses que defender y cuestionar. Sobre esta coyuntura, tan amplia, tan compleja, trata una obra en dos volúmenes que circula en Buenos Aires desde hace unas pocas semanas: se llama Los dos colosos, precisamente, y lo notable es que está regida por una objetividad que casi no reconoce precedentes en el campo de la ilustración enciclopédica. Obra densa y apasionante, que recorre paralelamente la historia, el desarrolla y la realidad actual de cada nación, provee los elementos indispensables para conocer en minucia sus grandezas y debilidades, la conformación íntima de sus instituciones y el rostro de su gente. Editada Argos, de Barcelona, para reproducir un para reproducir un par de artículos de Los dos colosos, los que retratan la idiosincrasia de la mujer soviética y de la norteamericana (ésta en el próximo número) Desde 1917, con el zarismo derrotado, Rusia dejó de ser ese país de grandes señores y miserables siervos que engendró el mito de la mujer rusa de esforzado corazón, hecha para soportar con humildad y fervor las cargas más agobiantes, dócil, resistente, fecunda como la tierra y, como ella también, cambiante y oscura, sin pensamiento propio. La mujer rusa actual no es la Catalina de La tormenta, de Ostrovski, ni Ana Karenina, de Tolstoi, que encarnaban el sufrimiento y la imposibilidad de librarse de los vínculos sociales. Participó en la revolución de 1905, en el curso de la cual se engendró el mito multiforme de la "revolucionaria rusa”, que sería sustituido más tarde por el de la militante socialista clandestina, la obrera en huelga, la campesina que prende fuego al caserío del señor, e incluso la nihilista que dispara contra el jefe de policía. Este mito, alimentado por los sufrimientos, las esperanzas y la experiencia de millares de militantes en las revueltas de los años 1905 y 1917, pasó a ejercer una influencia tal sobre las mujeres rusas que desempeñó un papel altamente favorable en el desarrollo del movimiento revolucionario. Hablando del lugar que le corresponde a la mujer en la revolución, Lenin hubo de decir, en una conversación que sostuvo con la revolucionaria alemana Clara Zetkin: “¡Sin ellas, no hubiéramos vencido!" Después de la victoria de la Revolución de Octubre surge el primer mito de la mujer soviética: la “delegada”, tal como la representa un célebre cuadro de Riajski: en primer plano, una mujer que se cubre con un pañuelo rojo arenga a sus compañeras, que también llevan las cabezas cubiertas con pañuelos rojos. Este pañuelo, que llevaban las obreras y campesinas y delegadas en el Primer Congreso Panruso (1918), simbolizaba, por una parte, la ruptura con el pasado feudal, en el que la condición de la mujer podía resumirse en la imagen que el famoso poeta Nekrassov había dado tres cuartos de siglo antes: "¡Hija de esclavos, madre de esclavos, esposa de esclavo!”; y, por otra parte, la participación de las mujeres en las ludias revolucionarias. En una palabra: el mito de la delegada tocada con el pañuelo rojo corresponde a la entrada masiva de la mujer en la escena política, económica y social de la URSS. Es la época de consignas tales como: “El que sepa leer que enseñe a uno que no sepa"; la época en que las obreras y campesinas contribuían, a pesar del hambre y la guerra civil, a la salvación de legiones de niños vagabundos; es también la época en que empieza a ceder la presión religiosa, y el pueblo, sorprendentemente, se olvida de las ceremonias del bautismo y del matrimonio. Estas luchas se fijaron en una imagen simple, pero fuertemente coloreada, que se repetirá probablemente hoy en la conciencia de muchos soviéticos al evocar los primeros años del nuevo régimen: una milicia de mujeres, con banderas rojas al viento, la cabeza cubierta con el también pañuelo rojo, que marchan entonando canciones revolucionarias, a descargar los trenes cargados de combustible o a la requisa, con riesgo de sus propias vidas, de los almacenes de trigo de los kulaks. Durante la guerra civil y la intervención extranjera, las duras necesidades que impone el combate hacen surgir un nuevo mito: el de la “mujer comisario”, con chaqueta de cuero, pistola al cinto, que fuma y bebe, y manda con voz ronca a improvisados soldados. Así, por ejemplo, la heroína de Vichnevski, en La tragedia optimista. Volvemos a encontrar otra representación análoga de las mujeres que participan en las luchas de la guerra civil en la película de los “hermanos” Vassiliev sobre Chapaiev, de Fujmanov: la famosa secuencia de Ana disparando una ametralladora contra los guardias blancos, hasta que muere. LA HEROINA Y LA SOLDADO ![]() Las figuras míticas son ahora diversas y logran una considerable influencia sobre el comportamiento de toda una generación. Citemos algunas: la primera tractorista, Pacha Anguelina; la primera mujer conductora de locomotoras, Zinaida Troitskaia; Vinogradova, quien llevaba 216 telares a la vez. Sin olvidar, claro está, a Grisodubova, mujer piloto que efectuó el enlace Moscú-Pacífico en 1938: su gloria fue inmediata y perduró largo tiempo; no sería exagerado decir que esta gesta entusiasmó tanto a las masas rusas como en otros países la popularidad de las actrices cinematográficas. Cuando estalla la Segunda Guerra Mundial renace la epopeya de la guerra civil. Las figuras de leyenda que suscita responden a muy diversos prototipos. La heroína de guerra Zoia —guerrillera de dieciocho años que los hitlerianos ahorcaron después de torturarla, a la que poetas, escultores, guionistas de cine y compositores loaron en sus obras— no constituye ciertamente la excepción. Innumerables muchachas participaron en la lucha contra el invasor nazi y pagaron con su vida el tributo a la liberación de su patria. El mito de la ‘‘heroína", que se teje con millares de ejemplos de valor, penetra en esa época en la mentalidad de la sociedad soviética e influye favorablemente en las acciones bélicas, aun cuando en numerosas novelas y canciones de segundo orden la imagen de esa mujer combatiente se simplifique en extremo: el abrigo demasiado largo, las botas llenas de barro, la blusa desteñida, son atributos que aparecen como esenciales de la personalidad femenina. Existen otros mitos que están en contradicción con los de la mujer ruda y la mujer soldado: los de la “mujer esposa” y el de la “mujer madre". El primero, exactamente ilustrado por el poeta y novelista Constantin Simonov en el poema "Espérame...", que alcanzó un clamoroso éxito, correspondía a la angustia de los soldados al ser separados sin consideración de sus seres queridos para marchar a la guerra. A la Natacha de Tolstoi sucede la Katia hogareña que espera el regreso de su marido. El segundo mito es el de la “mujer madre", que propagaron los anuncios callejeros, el cine y la novela, y que representaba a la esposa, en ausencia del marido movilizado, asumiendo la carga de la educación de los hijos, del trabajo y de su subsistencia. El período de la posguerra, que vio —no debemos olvidarlo— el apogeo del dogmatismo estaliniano, prolongará la imagen de la mujer heroica, la cual, surgida de las necesidades de una lucha sin piedad, ya no se justificaría de ahora en adelante, en el contexto de la victoria lograda sobre el invasor. En el curso de estos años, una forma de pensamiento dura, agresiva, que confundía la necesidad del momento y la misma esencia de las cosas, se impuso en la prensa, en las artes gráficas, en el cine y en el teatro, con tendencia a generalizar el tema heroico. Era la época en que las revistas ilustradas mostraban siempre a las obreras más destacadas con una sonrisa estereotipada, ante sus telares, o a las koljozianas adoptando una postura artificiosa ante las cámaras, con cerditos ![]() Entre los diferentes mitos de la mujer soviética actual hay una figura que se impone: Valentina Terechkova, cosmonauta, esposa y madre, no hace mucho todavía simple obrera de fábrica. Aquí el pensamiento simplificador se muestra impotente. Lo que más ha impresionado a las masas soviéticas es la abierta sonrisa de Terechkova, su femineidad preservada, y diríase que incluso exaltada, bajo el pesado equipo de cosmonauta. Medio siglo después de la Revolución de Octubre, la mujer rusa, en su empeño de ser igual al hombre, lo mismo en la acción que en cuanto a la inteligencia, sintiéndose cada vez más extraña a todo tipo de ascesis, decide no renunciar a su naturaleza femenina. Si antaño fue precoz y quimérica, en razón a la pesada herencia que le legó el zarismo, el renacer de su femineidad ya no provoca hoy ni sorpresa ni crítica. Si la mujer soviética se esfuerza por ser igual al hombre, ello es menos en detrimento de su esencia femenina que en la voluntad de liberarse de imágenes que hacían de ella una mujer casi masculinizada, por lo menos a nivel de las representaciones míticas. LENIN: CUALQUIER COCINERA... En la Rusia de los zares, las mujeres no tenían voto ni podían ser elegidas. Su incapacidad jurídica se extendía a numerosos sectores. Sometidas a la autoridad paterna o marital, no podían, por sí mismas, obtener el pasaporte o el documento de identidad. Por eso, una de las primeras medidas del gobierno soviético fue, al poco tiempo de consolidarse la Revolución de Octubre, derogar todas las disposiciones del código civil y otorgar a la mujer los mismos derechos que disfrutaba el hombre (primera Constitución de 1918). Fue entonces cuando Lenin lanzó su célebre consigna: “¡Cualquier cocinera debe aprender a gobernar el Estado!" Nada puede proporcionar una idea más cabal del camino recorrido desde entonces que la composición actual de los organismos legislativos. El 27 por ciento de los diputados del Soviet Supremo de la Unión Soviética son mujeres; las dos cámaras, Soviet de la Unión y Soviet de las Nacionalidades, cuentan con 390 diputados femeninos, cifra superior a la de todos los parlamentos occidentales reunidos. El 32 por ciento de los diputados al Soviet de las repúblicas pertenece al sexo femenino, y en las asambleas locales del soviet, que agrupan cerca de 2.000.000 de elegidos, el porcentaje es de un 41 por ciento. Igualmente se notará que las mujeres ocupan numerosos cargos de importancia en la administración de justicia: el 30 por ciento de los jueces y el 37 por ciento de los abogados. Sin embargo, el Consejo de ministros de la URSS cuenta con un reducido porcentaje de ministros femeninos, entre los cuales cabe citar a la actual ministro de Cultura, Ekaterina Furtseva, quien ocupa este puesto desde hace muchos años. En cuanto al Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética, organismo rector del partido, comprende, entre los 195 miembros titulares y los 165 suplentes, tan sólo algunas mujeres. La cumbre de la jerarquía política del Partido y del Estado está, de hecho, exclusivamente integrada por hombres; la participación femenina es nula (en el Comité Ejecutivo del Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética no hay ni un solo titular ni un solo suplente que sea mujer; en cambio, uno de los quince presidentes de las repúblicas federales es de sexo femenino, hecho que debe resaltarse habida cuenta de que se trata del Uzbekistán, república en que, hasta fines de los años treinta, las mujeres se cubrían el rostro con un velo). Si las mujeres constituyen una fuerte minoría en los diversos órganos del gobierno, en los cargos medios de los organismos sociales, y en particular en los sindicatos, no sucede lo mismo. A pesar de ser menos numerosas que los hombres, ellas ocupan en total el 52 por ciento de las funciones directivas de los organismos sindicales; porcentaje tanto más significativo cuanto que desde el XX Congreso del Partido Comunista de la URSS (1956) se tiende a transferir ciertas funciones del Estado, tales como el orden público, la justicia y la educación, a tas organizaciones sociales. El papel que representaban las mujeres en la economía nacional es de primera magnitud: constituyen cerca de la mitad (48 %) de la masa trabajadora. Más interesantes todavía que estas cifras totales, son las que destacan la importancia numérica de las mujeres en las principales ramas de la producción. Si antes de la Revolución de Octubre, el 80 por ciento de las mujeres que trabajaban en la ciudad o en el campo se dedicaban a las labores caseras o agrícolas, en la actualidad la proporción de mano de obra femenina es del orden del 39 por ciento en la industria, del 61 por ciento en el comercio estatal, del 71 por ciento en la investigación, la enseñanza y la salud pública, y del 54 por ciento en la agricultura. Sin embargo, la progresión más espectacular corresponde a las profesiones liberales. Si de 1939 a 1959 el número de mujeres ocupadas en la industria y en la agricultura seguía estacionario, el de las que ejercen un trabajo intelectual constituye hoy en día el 54 por ciento del total de los trabajadores intelectuales. Los observadores occidentales han quedado sorprendidos frecuentemente al comprobar que en la Unión Soviética las mujeres se ocupan de las más duras tareas (trabajos de explanación, colocación de raíles, etc.). El hecho es indiscutible. Un estudio minucioso de las estadísticas permite, sin embargo, observar que las ramas de la producción más ampliamente mecanizadas son las que cuentan con mayor mano de obra femenina. Así vemos que en 1959 la industria textil empleaba mujeres en un 85 por ciento; la metalúrgica a su vez, un 73 por ciento de taladradores, un 71 per ciento de bobinadores; y un 64 por ciento de los que trabajaban en las prensas. En la misma fecha había un 43 por ciento de mujeres conductores de grúas y un 67 por ciento que conducían grúas-puente. El sector de la industria en el que el trabajo físico de la mujer es más importante, es el ramo de la construcción. En su inmensa mayoría, estas trabajadoras provienen del campo. Trabajar en la construcción es para ellas un medio de vivir en la ciudad, de adquirir una calificación profesional y, a veces, la posibilidad de realizar estudios. Desde mediados de los años cincuenta, ciertas disposiciones legislativas tendieron a reducir el trabajo físico de la mujer. A partir de entonces, la ley prohíbe su empleo en los trabajos más penosos, y es obligatorio cambiarla de tarea, en la misma obra, cuando aquélla le parezca demasiado fatigosa, aunque percibiendo el mismo salario. Pero el desarrollo industrial es de tanta envergadura que la mano de obra femenina, empleada al terminar la guerra en los duros trabajos de la reconstrucción, ha tenido que ser capacitada para las nuevas tareas. En esta nueva perspectiva, la reivindicación feminista de la época de los primeros planes quinquenales, según la cual las mujeres debían efectuar los mismos trabajos que el hombre, no sólo no tiene ya ningún vigor, sino que aparece como un anacronismo. Para el ciudadano soviético de los años sesenta, el principio mismo de la igualdad de uno y otro sexo no implica ya que el hombre y la mujer sean igualmente aptos para todas las labores: la aceptación actual de este principio suele traducirse en la práctica por una distribución del trabajo que toma en consideración la naturaleza propia de cada sexo. Se notará, por último, que, de acuerdo con el censo de 1959, las mujeres constituían el 50 por ciento de los cuadros de la economía; en la industria formaban el 31 por ciento; en las oficinas, el 43 por ciento; en los organismos de planificación y de gestión económica, el 76 por ciento; en la dirección de empresas comerciales, el 49 por ciento. Entre los jefes médicos se destacan con un 52 por ciento, y entre los directores de centros docentes, con el 50 por ciento. Si los altos cargos directivos confiados a las mujeres son escasos todavía, en las grandes empresas industriales son numerosas, en cambio, las que desempeñan las funciones de ingeniero jefe o encargada de taller. Asimismo se encuentran mujeres que cumplen su cometido como dirigentes agrícolas (koljoz). La situación de la mujer en la sociedad soviética se halla en plena evolución. Si de 1940 a 1960 el número de empleos femeninos se ha triplicado en lo que respecta a La economía nacional y quintuplicado en la técnica, el movimiento se acelerará, sin duda alguna en los próximos años, teniendo en cuenta las perspectivas previstas por los planificadores. LIBERACION DE LA MUJER Proclamado en los albores de la Revolución de Octubre, y aplicado en primer lugar en las regiones no asiáticas de la URSS, y más tarde en las correspondientes a Asia, a medida que el nuevo régimen se afianzaba en el poder, el principio de la igualdad absoluta del hombre y de la mujer ante la ley —primera etapa de la emancipación femenina— es observado en nuestros días en todo el territorio. Pero dicha igualdad ante la ley no significa que la emancipación de la mujer sea total en todos los estamentos de la vida soviética, especialmente al nivel del matrimonio y en cualquier rincón del país. El medio siglo que separa la subida al poder de los bolcheviques de la URSS moderna no podía bastar para barrer las seculares tradiciones de opresión de la mujer, ni para resolver el problema de la emancipación femenina, planteado a escala sin precedentes, en un país donde la esclavitud no fue abolida hasta 1861 y que contaba con territorios profundamente islamizados o partidarios del animismo. En el Asia central, en el Gran Norte y en Siberia no sólo se trató de romper tradiciones en el orden del derecho de costumbres, sino de terminar para siempre con la idea de que las mujeres mismas eran inferiores por naturaleza y condenadas, por tanto, a la tutela. Sin lugar a dudas, ésta fue la mayor de las dificultades. Se crearon clubes en los cuales la enseñanza de la lectura, las reglas elementales de higiene y la formación profesional se acompañaban de actividades culturales que intentaban inculcar en las mujeres un sentido de la dignidad. Pronto, el desarrollo de la industria ofreció una sólida base económica a la emancipación de la mujer. Libre de la sumisión en que se la tenía en el pasado a la voluntad del cabeza de familia (por el hecho de su contribución efectiva al presupuesto familiar) y sin temor al divorcio en caso de desavenencia, las mujeres conquistaron su independencia. Este movimiento de emancipación femenina no se consiguió en todas partes por medios pacíficos ni con el asentimiento general. Si en las regiones de población rusa, ucraniana y bielorrusa los progresos fueron relativamente rápidos, no lo fueron tanto allí donde la influencia de los medios tradicionalistas sobre la población era más acentuada. Y así vemos que en Uzbekistán, hasta fines de los años veinte, los mollahs, soliviantando a los fanáticos creyentes, los incitaron a matar a las mujeres uzbekas que se negaban a usar el velo en la calle. Durante el verano de 1928, millares de mujeres fueron asesinadas por llevar el rostro descubierto. Pero la violencia de los fanáticos no logró los efectos que esperaban. Al contrario, contribuyó a crear una conciencia que unía la libertad nacional y social a la emancipación de la mujer. A medida que se consolidaba el nuevo poder, que se desarrollaba la actividad cultural y económica —y que las mujeres se integraban a ella—, las estructuras nacionales fueron sustituidas; la trasformación fue lenta y más compleja en el terreno de la vida cotidiana. Aún hoy se ven en algunas ciudades del Asia central soviética mujeres de edad que llevan el velo, y los periódicos de estas regiones aluden, de tiempo en tiempo, a casos de poligamia reprimidos por la ley. Hace pocos años todavía se registraron “raptos” de mujeres en Trascaucasia, que los diarios difundieron. Sí éstos son casos aislados, a propósito de los cuales se puede hablar de “reminiscencias” suprimidas con éxito por el gobierno, ciertas costumbres muy arraigadas no dejan de ser obstáculos que impiden la completa emancipación de la mujer. Cualquiera que sea el grado de emancipación alcanzado por las mujeres soviéticas, existe otro problema que constituye el eje de la condición de la mujer: la servidumbre que le impone la vida familiar (la doble jornada de trabajo: una, en la fábrica o en la oficina, y, otra, en casa) y que hace de ella un ser inferior al hombre. Se ha procurado descargar a las mujeres que trabajan de una parte de sus tareas caseras y de educación mediante casas-cuna y jardines de infancia (40.000), los cuales son dos veces más numerosos que en 1940 y están dotados de personal especializado (cerca de 300.000 empleados). Desde hace algunos años, tales establecimientos, que acogen a los niños en edad escolar seis días por semana, han aumentado considerablemente. Los koljozes, por su parte, instalan las necesarias casas-cunas y jardines de infancia durante el período en que los trabajos del campo son más absorbentes. El costo de la manutención de un niño es de 35 rublos al año, de cuya cantidad la familia paga la cuarta parte a la casa-cuna y la mitad a los jardines de infancia (esta tarifa disminuye en función del salario y del número de hijos). Sin embargo, a pesar de cuanto se ha realizado a partir sobre todo de los años cincuenta, el déficit de casas-cuna y jardines de infancia sigue siendo muy importante, tanto en las grandes ciudades como en las de tipo medio o en el campo. Las peticiones de inscripción no se satisfacen en las grandes ciudades en meses o incluso años. Y suele suceder que el menor de los niños se beneficia del tumo solicitado para un hermano mayor. En estos últimos años, la multiplicación de las escuelas de internado, donde los educadores hacen participar activamente a los padres en la formación que se da a los alumnos (de siete a dieciocho años), ha permitido, lo mismo que en las escuelas llamadas de "jornada prolongada”, prestar ayuda a numerosas mujeres trabajadoras: más de 2.000.000 de niños han sido admitidos en estos establecimientos. Durante el verano, los campos de vacaciones albergan a 8.000.000 de niños pero las necesidades siguen siendo desproporcionadas y se está muy lejos de satisfacerlas completamente. A estas medidas en el campo de la educación se agregan las que tienden a aliviar el trabajo doméstico. Se han vendido en estos últimos años 10 veces más lavadoras, 3,6 veces más refrigeradores, 3 veces más aspiradoras, 2 veces más máquinas de coser. Pero, con todo, en este sector casero queda mucho por hacer. Además, el equipo doméstico, por completo y perfeccionado que esté, no puede liberar totalmente a la mujer de los cuidados del hogar. El principal objetivo que se intenta alcanzar radica en la mejora de los servicios. Por lo menos, esto es lo que se pretende en las grandes ciudades, pues se tiende al desarrollo de los combináis, que sirven a los grupos de inmuebles y a los barrios, donde desde hace algunos años se encuentran ya, aunque en número insuficiente, talleres de costura, tintorerías, lavanderías, salones de peluquería. Queda el problema de la cocina, el cual se ha orientado también hacia la solución colectiva: cantinas, comedores y establecimientos que venden platos a medio cocinar. Las cantinas de numerosas empresas preparan comidas para llevar a casa. Por insuficientes e imperfectos que resulten estos servicios colectivos, constituyen algo esencial, como los organismos de educación, como las disposiciones dictadas para permitir a las mujeres el desempeño de su papel tanto en la familia como en la sociedad. Desde luego, es evidente que la emancipación completa de la mujer no será sólo consecuencia de estas medidas, sino de los progresos realizados dentro del matrimonio, de la aptitud del hombre para las labores materiales del hogar. Revista Siete Días Ilustrados 15.03.1971 |
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