Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

jackie stewart
"MI NOMBRE ES JACKIE STEWART"
Si no se supiese quién es, se podrían decir muchas cosas que, tal vez, palidecerían su imagen romántica, aventurera, signada por una temeridad que lo arroja, impávido, con ese rostro-máscara, a mantener su gloria o a romperla sin un gemido: tan rápida es la muerte que se embosca en el asfalto infiel, insensible, de todos los circuitos del mundo. Habrá que decirlas, sin embargo; al fin, su aureola sólo podrá quebrarla el infortunio, ese segundo cruel y diabólico que no da tiempo para nada, que lo despedaza todo: fama, bienestar, dinero, viajes, países, mujeres, aplausos, fanatismo. Quedará únicamente un llanto, quizá sin memoria, que se secará pronto, porque el ruido se traga al recuerdo y porque, convencionalmente, el espectáculo debe continuar. En la vertiginosa duración de un suspiro, se puede pasar de las luces a las sombras. El automovilismo es un gran triturador de ambiciones. Un sino sin espíritu selectivo. No distingue entre codicia y humildad.
“Sí, me llamo John Young Stewart, pero siempre uso el Jackie." Acababa de levantarse de un sueño sin sobresaltos, en el Hindú Club, Don Torcuato. Eran las nueve de la mañana; sus párpados estaban ligeramente hinchados; añoraban aún el descanso. Ese era el Jackie Stewart total, pleno, sin casco, sin antiflama, aceptando desvestirse espiritualmente, hasta los límites impuestos por lo que él entiende como discreción. Su párpado derecho tiende a caerse con frecuencia; es como si mirara por una hendija. Sonrió moderadamente, con atracción, descubriendo una hilera superior de dientes desparejos, en los que predominan los dos centrales. No tiene un tórax amplío; parece frágil, suave, quebradizo; sus dedos son largos, finos; sus uñas, prolijas, no cortadas al ras; da la sensación de ser ordenado, pulcro, limpio, En su meñique izquierdo luce un anillo con una piedra negra; en su muñeca, un Rolex de oro. Su pelo castaño se derrama por la nuca, por sus hombros, por su frente. Se lo alisa de continuo. Parece feliz, sereno, pero transmite, de pronto, a través de sus ojos celestes, cierto cansancio, alguna tristeza.
Es, decididamente, esmirriado. El automovilismo, claro, no exige desproporciones de levantador de pesas; el arte, en todo caso, está en sus manos, en una mente que debe funcionar al máximo de revoluciones. “No, por favor, no me molestan los reportajes.” Estaba inquieto, sin embargo. En la mañana del viernes último se ajustó (lo hace todos los días) a un plan que, necesariamente, tenía que respetar como una partitura que no admitiese notas disonantes. Al devanarse la entrevista, se adivinaba que Jackie estaba articulado por las obedientes piezas de un robot: desayuno a tal hora, golf a tal otra, almuerzo a las 12, prácticas por la tarde, agasajos por la noche, paz en su habitación.
Pidió dos tajadas de melón y tomó dos vasos de jugo de naranja natural; casi inmediatamente, reclamó otra tajada. Comió y bebió en tres minutos, con una elegante desenvoltura. Maneja bien los cubiertos; tiene, evidentemente, una buena educación mundana. “Ustedes dirán”, fue el prólogo de la conversación. Y se dispuso —mejor, se resignó— a escuchar un puñado de palabras. Quizá no le interesaran. Era el campeón actual de Fórmula 1, con Tyrrell —ya lo había sido en 1969, con Matra—; era, pues, un hombre-cumbre que había colmado su aspiración. Si hubiese sido un principiante, se habría desvivido por una nota. A lo único que aspira es al silencio; buscaba un rincón apacible en donde no retumbase ese estruendo que, a veces, lo aturde; se inquietaba por satisfacer una de sus varias pasiones: el golf.
“Viajo 600.000 kilómetros por año; mi profesión me lo exige. Estoy sólo un mes en casa. A veces, no quisiera viajar tanto: me cansa, me aburre. Es demasiado. Sí, claro que siento sobresaturación espiritual. Por momentos no quisiera ver ni manejar ningún auto.’' Pero Jackie ya está atrapado. Es una telaraña, un veneno que se infiltra con lentitud, y del que no puede prescindir abruptamente: como un opiómano. Sólo los años podrían dictarle una clase de persuasión. Todavía anda por ese mundo del imprevisible Graham Hill, con sus derrengados 43 años. La cura podrá dictarla el miedo.
“No quisiera viajar tanto, porque son muy pocas las oportunidades que tengo de estar tranquilo.” Stewart mira para todas partes, en el comedor del Hindú, y sus ojos se fijan en el prolijo césped de la cancha de golf. Es como si hubiese recibido un baño de serenidad. “Eso es lo que quiero”, son ríe. La deducción era inevitable: si son pocas las oportunidades que tiene de estar tranquilo, es porque frecuentemente está intranquilo. Fue la única incoherencia en la que incurrió, durante 30 minutos exactos. “No —se apuró a corregir—; las carreras, como a otros, no me desequilibran; nunca tengo miedo; la noche antes de las pruebas, duermo como siempre. Sepa que, para ser un buen corredor, se necesita tener mucha cautela”.
Una fórmula extraña; se supone que, para triunfar, hay un término único; el ímpetu. Pero Jackie siente remotamente la presencia de la muerte. Está convencido de que es una contingencia lejana. Para distanciarla aún más, practica la técnica impasible de los antiguos espadachines: “Hay que ser cerebral y no emotivo; la cabeza debe gobernar al corazón”.
“¿Mi vida? Se "parece mucho a la que cuenta la película Grand Prix, pero con ciertas diferencias, porque Grand Prix fue hecha en Hollywood, y mi vida no tiene nada de Hollywood: es muy normal.” Jackie tiene una avasallante mentalidad ganadora. Nunca le gustó ser el último, ni siquiera el segundo. Cuando joven, se dedicaba al tiro a la paloma. Entonces, hasta admitió la presuntuosidad; pero un día fue vencido por un tirador más certero que él. “Fue un golpe terrible para mi ego; la primera vez que aprendí a controlar una decepción”, se humilló. Habrá aprendido esa sabia lección de la modestia, pero siempre queda un sedimento : se es, al fin, como se es. “Cuando corro, no pienso en otra cosa que en ganar. Además, si entreviese la posibilidad de la muerte, haría algo muy sencillo: no correría.” Stewart continuaba irradiando sensatez. Nadie haría algo —sea conduciendo un auto, saltando, arrojándose al espacio en paracaídas— si supiera que el fin de la emoción fuese algo inanimado: la muerte.
Jackie Stewart nació en Escocia, el 11 de junio de 1939, pero vive en Suiza el escasísimo tiempo que le permite su oficio. Allí, junto a su mujer, Hellen McGregor (“No le gustaría, estoy seguro, que le dijese su edad”), y sus hijos Paúl, 5, y Mark, 3, deja deslizar sus horas, en una armonía que lo ayuda a no envejecer con rapidez, a estirar sus músculos blandamente. En Clayton House, un castillo que le costó 240.000 dólares, es el amo de sus actos: no está sometido a esa voraz insaciabilidad de la multitud, a esa morbosidad que se exalta cuando alguien, en la definida frontera entre el azar y la desdicha, salva su vida milagrosamente, pero no sin un derrape turbulento, sin haber lanzado al aire un remolino de tierra que puede, a veces, convertirse en el manto que oculta, apenas durante un segundo, una tragedia.
“Sí —acepta Jackie, con la sonrisa que, a fuerza de repetirse, adquiere el indominable palpitar de un tic—; tengo varias pasiones: la caza, la pesca, el golf, el tenis. En golf juego un 14 de handicap; poca cosa, pero llegué a tener 8. Los autos pueden ser mi locura principal: en Ginebra tengo tres Ford y un Di Tomasso Pantera; en Inglaterra, un Ford Zodiac.” Cuando sus pasiones son reemplazadas por los hobbies, se dedica a coleccionar relojes de pulsera.
Imprevistamente, Stewart se abre en un humor británico: “¿Cuánto gano? Soy escocés, y los escoceses no hablamos, generalmente, de plata. ¿Qué es correr, para mí?: es una rutina de la variedad. Sí, me gustan mucho las mujeres, pero tengo que cuidarme siempre; es, en realidad, decepcionante. Me levanto casi todos los días a las 8.30; no fumo, no bebo alcohol; tomo sólo agua mineral. ¿Qué es lo que más me gustó ?: los bifes; son estupendos”. Todos los días, en el almuerzo y en la comida. Jackie es el menos complicado de los comensales: pide un bife de lomo. o uno de chorizo, con una ensalada de lechuga, o una ensalada mixta.
Rehuyó sin vueltas el tema dinero. No obstante, los cálculos más precisos establecen un sueldo anual de 200.000.000 de pesos viejos. Podrá parecer un desatino, pero el permanente contacto con la posibilidad de un drama justificaría ese salario del pánico. Es primordial cuidarse, en un oficio en el que las chances de seguir viviendo son más reducidas que en ningún otro: de acuerdo. Pero en Buenos Aires, por lo menos, Stewart no estuvo muy seguro de padecer una decepción: en el protocolo establecido para su visita, figuraba una hora sentimental, muy poéticamente dicho. Hellen está lejos; podrá imaginárselo, pero no tiene por qué saberlo. Ahí, Jackie probó otro producto argentino, que no tenía semejanza, precisamente, con un bife de lomo ni con un bife de chorizo. Tal vez se acercaba más a la ensalada mixta.
Stewart es un severísimo autocontrolado: no le tiemblan las piernas, no acelera su pulso cuando, segundos antes de partir, ya está enfundado en su cockpit. Cualquiera que lo viese, según él, pensaría que va a dar unas vueltas por un parque, en bicicleta. Todos los años, cuando llega diciembre, piensa en dejar de correr; pero comienza el año y se olvida. Está envuelto en una maraña que le será difícil destruir; aunque diga “uno se vuelve filósofo ante las desilusiones; humilde, quizá”, no puede olvidar que la muchedumbre emite, paradójicamente, un sonido mixto que seduce y ensordece: gritos y aplausos.
“¿Supersticioso?: no.” La continuación de su respuesta es una irracionalidad: “Soy supersticioso acerca de las supersticiones. ¿Qué color prefiero? ¡Caramba!, no me lo habían preguntado nunca”. No se desmentía. Cuando llegó a Buenos Aires —es la segunda vez; ya había estado aquí en diciembre de 1969, como mero visitante—, descendió del avión vistiendo un traje negro; parecía un ejecutivo formalista, o un empleado de una empresa funeraria. “Mis colores predilectos son el negro y el azul obscuro.”
El rostro de Jackie se desanimaba; ya había abandonado su sonrisa-tic. Sin protocolos, repentina, tajantemente, soltó: “Ya el reportaje ha terminado”. Camino de la cancha de golf, respondió a nuevas preguntas, lanzadas como dardos. Sus facciones se animaron, exaltadas: “Para mí, el mejor piloto del mundo fue Juan Manuel Fangio: excepcional. Jim Clark fue también sobresaliente. Creo que, entre los dos, no había muchas diferencias. ¿Reutemann?: muy bueno; en Europa corrió muy bien. Entre los de la actualidad, nombraría a Ickx, Peterson, Andretti, Emerson, Fittipaldi, Regazzoni y Cevert. ¿El mejor circuito?: el de Mónaco;
me encantan los trazados difíciles, bien trabados”.
El plazo, definitivamente, estaba vencido: fueron 30 minutos vivaces de preguntas, y respuestas hechas como con la punta de un restallante florete. “No, ahora quiero que me dejen solo. Tampoco quiero que me saquen fotografías, ni me vean jugar al golf.” Calzaba mocasines negros; vestía medias blancas, pantalón gris, cinturón de cocodrilo —con una ancha hebilla dorada— y una remera a pequeños cuadros blancos y negros, Se colocó unos anteojos obscuros, adminículo inseparable, quizá para ocultar su párpado caído, y se fue caminando pendularmente, casi en puntas de pie, hacia el 'tee' de salida. Desparramó sobre el césped su agilidad de 64 kilos y su talla de 1m 68. Jugó ocho hoyos, en compañía de Larry Dubois, un elongado y corpulento secretario; al irse, nadie podía pensar que ese hombre de pecho escaso, con dedos finos, excesivamente delicado por ser alguien que dejó el colegio a los 15 años, se jugaba la vida, semana a semana, al girar de cuatro ruedas. Volvió después de una hora y media: su golf fue un secreto. Siempre deseando estar solo, con esa tranquilidad que nunca le podrán ofrecer el recinto bullente de los boxes, la estrepitosa lucha de las pistas. Había recuperado su sonrisa. Un bife de lomo se le tendió a su reiterada apetencia. Nadie podía estar dentro de él. Pero —es probable— fue uno de los poquísimos momentos en que John Young Jackie Stewart, un obstinado escocés que ama la naturaleza, los pájaros, el aire, la nieve, estuvo a punto de arrojar todo al demonio. Ni un eco distante de aplausos llegaba hasta su mesa. Pareció que Stewart-hombre había ultimado a Stewart-piloto.
ALBERTO LAYA
Revista Primera Plana
25.01.1972

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