Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Howard Hughes
APARICIONES
HOWARD HUGHES: EL MITO HABLA
Desde hace quince días, todos los diarios no cesan de recoger algún dato informativo que complete el soñado episodio que envuelve a Howard Hughes y una empresa editora. Según la compañía, McGraw Hill Incorporated —en sociedad con la revista Life—, el futuro libro autobiográfico sobre el millonario Hughes es totalmente verdadero; pero, desde un misterioso piso de un hotel en Nassau (Bahamas), telefónicamente, alguien repudió la edición. Quienes escuchaban la voz en Nueva York, siete periodistas que alguna vez vieron y hablaron con Hughes, coincidieron: “Es Hughes”.
No pareció vacilante, afirmó que su salud era buena, que pronto habría de reaparecer y que hasta volvería a volar. Uno de los editores aceptó que Hughes renegara del libro: “Es comprensible —sostuvo—; como él mismo dice, se trata de un documento extremadamente revelador”. Al parecer, la edición de 800 páginas —ya con un puesto seguro en la lista de best sellers— llevará jugosos detalles sobre las andanzas del millonario. “Habla sobre la vida y los negocios de él, sobre sus relaciones con mujeres, muchas de ellas bien conocidas, sus contactos con dos Presidentes de los Estados Unidos, así como sus comentarios sobre otros dos. Habla, también, de sus vínculos con personas importantes y narra cómo las trató”, concedió Harold McGraw, mientras ofrecía una serie de documentos que contenían la firma de Hughes. Era, según él, la autorización de Hughes para hacer el libro, el recibo por una cifra incalculable que fue depositada en Zurich.
Pero, ¿qué es de la vida de este hombre que, en 1956, se recluyó en un hotel de Las Vegas?; desde entonces, pocos lo han visto —no lo dicen—, y quienes aseguran haberlo visto no lo han podido retratar; hasta sus más allegados colaboradores reciben órdenes por teléfono sin verle el rostro. Se afirma que está sordo y que vive rodeado por amplificadores; que va de un lado a otro con los pies ensartados en cajas de Kleene vacías para evitar los gérmenes; que lo han visitado varios especialistas del corazón; que estaba demasiado enfermo como para trasladarse —como lo hizo— de Las Vegas a Las Bahamas; que estaba muerto. Sin embargo, cuando algo ensombrece su figura, cuando alguien requiere —por cuestiones de trascendencia— algo de él, Hughes se
encarga de aparecer en parte: su firma, su voz, sus huellas digitales.
Desde que heredó una pequeña fortuna de su padre, un abogado que inventó un trépano distinto para perforar pozos petrolíferos, la fábrica de herramientas industriales se ha extendido un poco: ya nadie se atreve a formular una cifra sobre la incalculable fortuna de Howard Hughes.
Hizo de todo. Habría comenzado su carrera de millonario luego de una apuesta grosera con un banquero norteamericano: en un mingitorio trataron de batir un record en materia de exageraciones fisiológicas. Como es obvio. Hughes ganó y obtuvo un préstamo para iniciar su ruta. Al poco tiempo ya comandaba una próspera compañía de aviación: la TWA. Estudioso, frío, inconmovible, los accionistas de la empresa consiguieron destronarlo —él se oponía a la compra de jets—; la indemnización consiguió cobrarla al contado: 546.549.711 dólares.
Con el dinero en el bolsillo, naturalmente, podía emprender cualquier negocio; se metió en un hotel de Las Vegas, lo compró en seguida: el Desert Inn. Allí, separado del mundo por dos líneas telefónicas y un séquito de fieles —en buena parte mormones; él odia a los que beben—, rodeado de amplificadores, con vista a la pileta, custodiado por guardias y cerraduras inviolables, vivió hasta que antes de cumplir la década pasada cambió de juego; mejor dicho, cambió el juego de lugar: en vez de invertir en Las Vegas —compró el Sands y cuanta boîte pueda imaginarse—, trasladó sus petates y algunos dólares a Las Bahamas: allí, en Paradise Island, en el piso noveno del Britannia Beach Hotel, Hughes descansa sobre una cama ortopédica.
¿Qué había pasado antes en la vida de este hombre?
Hoy, la Hughes Tool Co. —la herencia— es una empresa tentacular que fabrica tanto llaves para automóviles como los segundos pisos de los cohetes espaciales, palanganas de plástico o satélites de comunicación, helicópteros (los más rápidos del mundo) u ordenadores electrónicos, pulmotores o cocinas de gas, triciclos para niños o robots lunares. Sus actividades constituyen uno de los cinco negocios más importantes de los Estados Unidos, el complejo industrial más enorme del mundo que está controlado por un solo hombre.
Se casó a los 22 años: a los 26 ya se había divorciado. Se interesó, al mismo tiempo, por el cine y la aviación, produciendo simultáneamente el célebre Scarface y los planes del primer avión de caza bimotor. En 1938, manejando un avión que él mismo había diseñado, dio la vuelta al mundo en noventa y una horas, pulverizando todos los records establecidos y disfrutando en Nueva York de una recepción tan triunfal como la de Charles Lindbergh. En esa ocasión, el Congreso de los Estados Unidos creó una medalla especial para honrarlo; pero Hughes no asistió a la ceremonia de entrega. Diez años más tarde, el Presidente Harry Truman encontró la medalla en un cajón de la Casa Blanca y se la envió por correo.
Entretanto, Hughes fabricó aviones y estrellas. De sus fábricas salió el famoso bimotor Lightning, el caza bombardero más rápido de la Segunda Guerra, preparó, también, la llegada del codiciado Constellation. Con una intuición increíble, Hughes descubre a las vedettes: Jean Harlow, Yvonne de Carlo, Ginger Rogers, Hedy Lamarr, Lana Turner, Katharine Hepburn, Paulette Goddard, Jane Russell, Linda Darnell, Ava Gardner. A casi todas les hace contrato y con algunas vive apasionados flirts.
El 9 de julio de 1946, en sandalias y sombrero blando, Hughes se sienta al comando del X.L. 11, un avión que él mismo diseñó por entero y que debe convertirse en el bimotor más rápido del mundo. Decola de Culver City a las 10.45; a las 10.49, el X.L. choca contra dos casas, rebota sobre el garaje y se incendia al estrellarse contra el suelo. De los restos del aparato rescatan al inventor con una fractura de cráneo, una perforación de pulmón y varias quemaduras de tercer grado. Un año y tres meses más tarde, completamente repuesto. ya está instalado como piloto de otra de sus creaciones: el X.F. 11. No sólo iba a ser el más veloz, si no el más gordo. El x.f. 11, el Spruce Goose, es un mastodonte anfibio de 200 toneladas equipado con ocho motores de
3.000 caballos y con capacidad para 700 pasajeros. El 3 de noviembre, a lo largo de Long Beach, en California, se elevó a quince metros de altura y voló dos kilómetros por primera vez. Nunca más lo hizo. Hughes comprendió que su gigantesco monstruo de madera era una herejía impracticable. Supo reconocer el error. Encerró al X.F. 11 en un hangar y no volvió a mencionarlo ante nadie. Diez mil millones de viejos francos naufragaron así en Long Beach en menos de 80 segundos. Hoy los restos del enorme aparato son todavía visibles en una fábrica clausurada de Colorado Drive, al borde del Pacífico.
Pero pronto habría de reparar la falta. Si había fallado en materia aerodinámica en el campo aeronáutico, triunfaría en materia de aerodinamismo femenino. En el preciso momento en que el X.F. 11 se metía en el agua, en la mitad del rodaje de uno de sus films, Hughes descubrió que su actriz, Jane Russell, no era tal. Había que ponerle un acento sobre el busto, una invitación a las miradas. Para mostrar lo más posible, y desde un ángulo poco común, diseña un corpiño con armadura metálica, el primero en su género; rehace el film desde el principio. Después, ordena a sus hombres de negocios el montaje de una fábrica de corpiños para explotar su nueva invención. En dos años, las ganancias de la fábrica compensan con creces las pérdidas del X.F. 11. Y así, entre desastres y golpes de ingenio, Howard Hughes acumuló una fortuna y una reputación monumentales. Se lo ve escoltando a Ava Gardner, Mitzi Gaynor, Gina Lollobrigida; con zapatillas de tenis o sandalias, inclusive con el smoking; comprando los estudios RKO en marzo de 1954 para revenderlos en julio de 1965 con 750 millones de ganancia; desaparecer, regresar, hacerles firmar contratos por siete años a estrellitas insignificantes, al cabo de los cuales no habían filmado ni un metro de película, aunque habían recibido sil paga con puntualidad; dirigir negocios enormes a cualquier hora del día o de la noche; contratar un sereno para cuidar el avión del que no se servirá jamás durante cuatro años; alquilar un departamento en el Ritz de Boston y pagar un alquiler anual de 32 millones durante siete años antes de pasar tres días en él; mantener una brigada de 43 sirvientes en ocho residencias dispersas por todo el territorio norteamericano entre las cuales hay cinco que jamás pisó.
¿Por qué elige a Las Vegas como su residencia? ¿Acaso no es la sede del juego y del gangsterismo? Pero Hughes, hace veinte años, eligió ese lugar como confortable y lujosa celda.
No fuma, no bebe, no juega, prácticamente no sale jamás y cuando lo hace es con infinidad de precauciones. Compartía una suntuosa soledad con la ex actriz Jean Peters, con quien se casó en 1957 tras diez años de concubinato esporádico, y ahora se ha divorciado. Sólo algunos de sus guardaespaldas son admitidos en su antecámara, el resto del planeta queda excluido.
Se instaló en el Desert Inn con sus exigencias y sus prohibiciones: nadie podía aventurarse al último piso del hotel sin autorización previa, que, por otra parte, nunca se daba; sus comidas no podían ser preparadas fuera de su departamento o sin la vigilancia de tres guardias como mínimo; estaba prohibido manipular la vajilla, la platería, las toallas o cualquier otra cosa destinada al uso directo de Hughes sin guantes de algodón esterilizado; estaba prohibido alquilar los cuartos situados bajo el departamento del millonario; prohibido subir al techo; prohibido fumar en el piso; prohibido... A pesar del buen precio que cobraban, los dueños del hotel decidieron despedirlo; él los echó a ellos: con su chequera compra el Desert Inn y el casino, sus 350 máquinas tragamonedas, las dos piscinas, los cuatro restaurantes, los ocho bares, sus dos boîtes y las 650 habitaciones.
En pocos días adquiere la concesión del aeropuerto local, dos usinas electrónicas, una estancia ganadera de 250.000 hectáreas, veintitrés inmuebles, cuatro teatros y dieciocho cines. Ni siquiera se molesta en visitar lo que compra; tasa sus adquisiciones sin saber cómo son. basándose en el estudio de las contabilidades respectivas y en los informes de sus asesores. En catorce días, Hughes desembolsó una fortuna increíble.
Y una noche, sorpresivamente, mientras algunos de sus más importantes ejecutivos se peleaban entre sí, Hughes abandonó Las Vegas. “Pronto voy a volver —le prometió luego, telefónicamente, al Gobernador—; quiero morir en Las Vegas.” Sin embargo, interesado en un balneario, con infinidad de negocios en vista, lejos de la publicidad y de ciertos problemas fiscales, Hughes estiró sus vacaciones. Está cambiado: más delgado, sin bigote, inevitablemente más viejo. Pero, como confesara el poderoso industrial del automóvil Henry Kaiser, bien valdría conocerlo; él, durante la Segunda Guerra, le ofreció un negocio: lo llevaron, de madrugada, al cuarto de un hotel. Allí, Hughes le explicó que no le interesaba la proposición; al irse, Kaiser afirmó que “a pesar de que para mí era fundamental fabricar automóviles con Hughes, la experiencia de haberlo conocido es todavía más importante”.
Eso mismo han de querer hacer todos los norteamericanos que, próximamente, saquen los dólares del bolsillo para conocer esas 800 páginas que dicen ser la autobiografía de ese personaje mitológico e invisible. El mismo que confesó ser uno de los hombres más desdichados del mundo.
Primera Plana
25.01.1972
Howard Hughes
Howard Hughes

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