Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

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Los hombres y las mujeres que he conocido:
ERMETE NOVELLI
Especial para “Caras y Caretas”. Por PITIGRILLI

CUANDO, en una reunión de periodistas y artistas, me presentaron al gran actor, era éste un guapo viejo, de vivaces facciones y ojos de incomparable mirada, que sabían mirar, exprimir y escudriñar. Vestía siempre de negro, sin afectación, su traje de corte elegante, de corbata revoloteante sobre la alba pechera. Caminaba erguido como si tuviera que presentarse ante un público que aguardaba de él el gestito, la expresión, el ademán del artista perfecto. De innata y comunicativa simpatía, de la misma le llegaba a él continuamente el eco. Era el gran actor popular, pero llenaba de intelectuales y de aristocráticos todos los teatros del mundo. Presenciando sus dramas "Pan ajeno”, “Muerte civil” se llenaba de lágrimas el ojo del gentleman, que limpiaba con el delicado pañuelo de batista el monóculo empañado, mientras la modistilla del paraíso lloraba sobre el hombro de¡ estudiante con la sincera emoción de los románticos veinte años. Siempre supo Ermete Novelli subyugar con su potente hechizo al público de los teatros.
Durante su puericia había presenciado la vida de los artistas, sin poder participar en ella: su padre era traspunte de modestas compañías de cómicos de la legua, y el hijo del consueta estaba considerado como un apéndice del padre para despachar pequeños encargos que no se solían retribuir ni con una fría sonrisa. La necesidad de ternura que todos los niños precisan, a él siempre le fué negada, y sus ojos luminosos conservaron, aun en los momentos de sus mayores triunfos, una sombra de amargura.
—¡Cuánto trajinar he hecho de arriba abajo por tu Piamente!— me dijo una noche al amor de la lumbre en una hermosa habitación del viejo “Hotel Bonne Femme” de Turin, rebosante de recuerdos históricos—. Cuando cumplí los dieciséis años de edad fui contratado en una compañía de tercera categoría que iba a representar en Alejandría (Piamonte). Pero para llegar a esa ciudad tenía que recorrer doce kilómetros, y no por caminos asfaltados que parecen pistas de mosaicos para primeras bailarinas, sino doce kilómetros en medio del polvo y bajo una canícula feroz, o si no, en el barro o a pleno aire rígido de invierno. A mí me convenía porque con ello ahorraba los veinticinco centésimos de la cena y la lira del hotel por la noche.
Y prosiguió: “Pero" lo más increíble me aconteció en Chioggia, donde representé, a la edad de dieciocho años, un papel tan modesto como para que apareciera yo en el manifiesto como el último personaje. Corría un mes de setiembre caluroso, lleno de mosquitos y de olor a alquitrán que llegaba de las viejas recobas donde se reparan las barcas pesqueras. No podía aguantar la sed, que sólo las gaseosas frescas lograban quitarme. Hice una especie de convenio con el vendedor de bebidas heladas que en los intervalos del espectáculo entraba en el teatro a ofrecer su mercadería: me entregaba una gaseosa cada noche, y yo cada mañana le daba una lección de gramática, de declamación, de composición a su hijito de ocho años. Más no sé por qué arte de birlibirloque, al final de nuestra temporada teatral yo le quedé debiendo quince centésimos, los cuales olvidé enviárselos a Chioggia.
”En mi gira por la América del Sur, al desembarcar en Buenos Aires, un italiano me ofreció su magnífica carroza con cochero de librea, para conducirme al hotel, donde me presentó a su padre.
"—Veo que usted no me reconoce, señor Novelli! —me diio el viejo en dialecto véneto—: yo soy su acreedor de Chioggia; mi hijo se forjó una fortuna aquí en Buenos Aíres, y posee una empresa de bebidas en general, gaseosas comprendidas. Han sido sus lecciones las que le abrieron el camino, y siempre se lo digo a mi hijo. Mire usted si no he sido un buen adivino yo.
”Y me desdobló bajo los ojos un anuncio teatral del año 1869, que se refería a una representación dada en el pequeño teatro de Chioggia donde mi nombre figuraba en último término Y debajo de mi nombre había escritas con carao teres mal trazados por mi acreedor las siguientes palabras: “8 de septiembre de 1869: éste será el actor más grande de Italia. Yo le regalo mi crédito de quince centésimos.”
El señor de la escena, hecho a los homenajes de reyes, de personajes de alto bordo, de damas enjoyadas, no se refería nunca a los triunfos del mundo aristocrático: cuando se hallaba entre amigos, hablaba de su fatigoso éxito, del aplauso de la muchedumbre anónima, de la ayuda que le había brindado el pobre, de la solidaridad que existe entre los que con ocultos sacrificios conquistan dificultosamente una posición en el mundo.
—He tenido que hacer frente a la necedad, oponerme a la altanería de los que, dueños de la gran fuerza representada por el dinero, pretendían imponerme su mal gusto y su interés. Yo me defendía con todos mis medios y acudía, como a aliados, a mis compañeros de las tablas: siempre me ayudaron con valor y abnegación. Una noche, en Nápoles, aún sabiendo que resultaría un fiasco completo, habían impuesto a mi compañía una tonta farsa francesa: “Un novio a palos”. Elegí, para representarla, una noche floja: se daba el caso de que en un teatro cercano esa misma noche había función de gala. Pensé, pues, que a mi representación faltaría todo el selecto público napolitano. Mas he ahí que unos minutos antes de levantarse el telón me acerco a la consabida mirilla y con asombro me percato que el teatro está ocupado de bote en bote por un público elegante y selecto. Lo que había pasado era que la función de gala fué repentinamente suspendida porque la artista se había dislocado un pie al entrar en su camarín, y el público del vecino teatro se había volcado en el mío. ¡Y yo ante esa concurrencia excepcional me veía obligado a representar, la más necia farsa del repertorio! Entonces tuve una idea electrizante: reuní a todas mis compañeras, a todos mis compañeros, y establecí que se representara aquella noche a lo que saliere, como se hacía antes de Goldoni en el Teatro del Arte. Y secundado por todos mis cómicos, improvisé una de las más brillante y agudas comedlas como nunca representé. Éxito sin precedentes, una granizada de aplausos. El empresario, desde luego, feliz, quiere a todo trance que nuestra comedia se represente por muchas noches más. Pero era imposible, ¿comprendes?, era absurdo: ninguno de nosotros recordaba una palabra de lo que habíamos improvisado.
Tenía las respuestas a flor de labio, dicaz a fuer de buen toscano, no perdía ocasión de mostrar su agudeza, y ninguna situación, aun la más difícil, lo encontró desapercibido. Todavía no famoso, representaba Novelli en la Arena del Sol, en Bolonia, una comedia donde desempeñaba el papel de pobre. Mas he ahí que, distraído, el guardarropa le había dejado prendido en el chaleco una vistosa cadena de oro. En cierto momento de la comedia debía exclamar:
—¡Dios mío. me muero de hambre!
Un espectador que había echado de ver la cadena le sugirió desde el paraíso:
—Vaya usted al banco de préstamos a empeñar la cadena.
Y Ermete Novelli, listo:
—¡Si fuera de oro! Pero, ay de mí, es falsa.
El arte de Novelli se fundaba en el instinto y en la inteligencia, en el estudio, en la espontaneidad: su dialéctica era harto persuasiva porque el público comprendía que el dolor representado por este coloso de la escena había pasado a través de sus venas, como su sangre. Los caminos de la Lombardia, del Piamonte, del Véneto, los había conocido paso a paso: y cuando los entusiastas desenganchaban los caballos de su carroza para llevarlo en triunfo, le venía a las mientes el recuerdo de un joven que caminaba ligero entre la polvareda gris, con un bastón al hombro. En la contera de este bastón, los zapatos que su mamá había lustrado y que no debía calzar sino sobre las tablas, no antes, para no ensuciarlos.

Revista Caras y Caretas
12/1954
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