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crónicas del siglo pasado

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Duvalier. Entre dos fuegos
Desde hace siete años, la Mafia y la CIA libran una guerra ignorada para apoderarse del gobierno haitiano. Mientras los gangsters defienden a Papá Doc, la CIA equipa guerrillas, hasta ahora inocuas

La semana pasada, desde el principesco despacho presidencial de la casa de gobierno, François Duvalier (63), supremo dictador de la isla de Haití, parloteó con hipnótica convicción a través de la cadena radial de su país: “Recuerden siempre —salmodió— que ustedes son negros, son feos y huelen mal; pero tienen el poder”. En rigor, la frase no es original; tampoco es nueva. Duvalier se plagia a sí mismo, sin pausa, desde que asumió al poder en 1957. Claro que durante las últimas semanas su carisma fue puesto a prueba: atentados terroristas, presuntas guerrillas y rumores de complot arreciaron como nunca en los dominios de Papá Doc.
Como si la barahúnda fuera leve, un periodista norteamericano, Andrew Saint George, desencadenó un escándalo mayúsculo cuando, hace pocos días, reveló que detrás de los problemas que arrinconan a Duvalier se esconde una lucha titánica, inesperada, subterránea. Según St. George, dos fuerzas de sombría fama, la Mafia y la CIA (Central Intelligence Agency), están disputándose el poder en Haití. Con carácter de exclusividad, SIETE DIAS ofrece el apasionante informe del cronista estadounidense.

UNA VIEJA HISTORIA
Es probable que hacia fines de la presente década, Haití corra el peligro de trasformarse en un nuevo Vietnam; por ahora, los adversarios que miden sus fuerzas en la isla del Caribe no son las fuerzas norteamericanas y los guerrilleros nativos. Existe una disputa salvaje pero ignorada entre sectores que responden a dos legendarias y tentadoras organizaciones: la CIA (empeñada en derrocar a Duvalier a cualquier precio) y la Mafia, logia delictiva cuyo cerebro reside en Nueva York pero que prácticamente actúa con absoluta libertad en Haití. Hace unos siete años que libran este combate y nada permite suponer que uno de los dos contendientes triunfe en un futuro cercano. Cualquier visitante que recale en Puerto Príncipe, la capital haitiana, podrá observar a ciertos jóvenes norteamericanos, bien vestidos, con autos último modelo, que gastan su tiempo en los bares, o bailan ciñendo con cuidadas manos la cintura de mulatas perfumadas. Son los miembros del “Sindicato del crimen” (denominación vulgar de la Mafia) que, aparentemente, disfrutan sus vacaciones en Haití. En realidad, son empleados de la Cosa Nostra que trabajan las 24 horas del día. Su misión es sencilla: esperar que se los convoque por radioteléfonos en caso de que se detecte el desembarco de algún grupo guerrillero financiado por la CIA; junto a las fuerzas represivas de Duvalier, constituyen una garantía de seguridad para el dictador negro. Claro que por esos servicios Papá Doc debe oblar un precio muy alto: actualmente, los mafiosos incrementaron notablemente su influencia en los asuntos políticos haitianos.
La CIA, por su parte, opera con mercenarios en la mayoría de los casos. Quizá el mejor ejemplo del material humano que integra su personal haitiano lo ofrezca Jay Humphrey, un atlético piloto a cuya casa en Melbourne, Florida, arribaron en 1968 dos simpáticos jóvenes. "Me llamo Raymond, pero puede llamarme Ray”, fraternizó uno de ellos; en seguida, le ofrecieron a Humphrey un Chevrolet último modelo que relucía frente a su domicilio, un paquete con dinero y un pasaje a Miami. Todo a cambio de una breve misión en Haití. El apolíneo Ray no dudó un instante y aceptó ampliar su currículum: veterano de la guerra de Corea, figuró, además, en una lista conservada en Washington, como voluntario para participar de la “Operación Pluto", que fuera más conocida como “Invasión a Bahía Cochinos", en Cuba. Como el ataque a la isla gobernada por Fidel Castro fracasó a las 48 horas de iniciadas las acciones (en abril de 1961), Humphrey no fue llamado a filas pero su nombre y dirección permanecieron en archivos celosamente guardados en la capital norteamericana. En 1968, J. H. firmó un peculiar contrato con los dos jóvenes, de quienes sólo conocía el nombre de pila: meses después, en un avión pequeño, bombardeó la casa de gobierno de Puerto Príncipe. ¿Cómo llegó hasta allí? ¿Qué fuerzas lo manejaron? Durante 18 meses traté de hallar respuesta a esta pregunta en París, San Juan de Puerto Rico, Miami, Nueva York y Washington.
En rigor, Humphrey descargó toneladas de explosivos para asesinar a un presidente a quien ni siquiera conocía. El piloto era parte de una formidable maquinaria guerrera que incluye, aun hoy, a otros cinco aviadores, una compañía de 241 haitianos entrenados en las Bahamas en guerra de guerrilla, y una trasmisora, Radio Américas, ubicada en Madeira Avenué 101, de la ciudad de Coral Gables, en las Antillas. Los exiliados cubanos y haitianos que viven allí dan por sentado que Radio Américas es un organismo financiado por la CIA. Claro que la emisora mantiene una fachada impecable: su presidente, por ejemplo, es Roosevelt Houser, miembro del consejo de directores del First National Bank de Miami. Pero esta pertrechada organización nada pudo contra Papá Doc: el piloto Humphrey erró tres de las cinco bombas que arrojó y las dos restantes no explotaron, quizá por sabotaje.
En tanto, Duvalier, autonominado Presidente Vitalicio, Protector del Pueblo, Máximo Jefe de la Revolución, Apóstol de la Unidad Nacional, Electrificador de las Almas, Gran Patrón del Comercio y la Industria, Benefactor de los Pobres, se enorgullece de haber resistido los embates de la CIA, pero no puede evitar seguir siendo jaqueado por la organización. Con todo, hasta ahora consiguió ser más sanguinario que Stalin, más duradero que Hitler, más temido que Mussolini y, posiblemente, más rico que todos ellos juntos.
Se estima que la mitad de los 3 millones de dólares que constituyen la renta nacional de Haití van a parar directamente al bolsillo de Doc. Su cuenta bancaria en Suiza y los Estados Unidos registró el ingreso de 22 millones de dólares en 1965, mientras la deuda de su país superaba los 700 mil dólares. La explicación es obvia; a Papá Doc no le gusta pagar. El año pasado, el teléfono de la embajada haitiana en Nueva York fue cortado por falta de pago; al parecer, según comentó su embajador en esa ciudad norteamericana, “Duvalier sostiene que no tienen que cobrarle el teléfono”. Esa soberbia suicida es la misma que lo impulsó a despedir con cajas destempladas
a los miembros de una misión económica norteamericana que lo visitó en 1962; desde entonces para muchos funcionarios estadounidenses Duvalier es simplemente un enfermo mental. En 1963, el¡ entonces embajador de EE.UU. en Haití, Raymond Thurston, entró al despacho presidencial mientras en la rada de Puerto Príncipe vigilaba la flota norteamericana del Caribe. Frente a Duvalier Thurston espetó: "Usted tiene que irse, está enfermo". Papá Doc respondió lacónico: "El que tiene 24 horas para abandonar el país es usted, embajador; salga de mi vista". El embajador Thurston se fue y Duvalier fortificó, a partir de 1963, su régimen de terror.
Recién el año pasado, la CIA logró una explicación coherente de esta durabilidad: media docena de atentados —planeados por miembros de esa organización— fallaron. ¿La causa? Para desentrañarla es necesario retroceder a 1964, cuando el notorio mafioso Joe Bananas visitó Puerto Príncipe, aparentemente interesado;. en montar un casino. En realidad —si bien es cierto que le interesaba ese negocio—, Bananas había recalado en Haití huyendo de la tenaz persecución del F.B.I. Una vez en la isla, el gángster se asoció a Duvalier, capitalizando la protección de sus intereses. Ese fue el punto de partida de la alianza entre Papá Doc y la Mafia; una coyuntura de la que el presidente obtenía importantes dividendos: entre otros, la protección que le ofrecían los secuaces de Bananas, cumpliendo funciones de contraespionaje hasta en el seno de la CIA.
Pocos meses; después del acuerdo, el staff de la Mafia en Haití se vio reforzado con la presencia de Max Intrattor: encargado de controlar todos los centros de juego en la Cuba de Fulgencio Batista. Intrattor fue el hombre que Duvalier envió a Europa para adquirir varias naves guardacostas destinadas a integrar la flota de guerra de la isla.
En 1968, un comando de la CIA que desembarcó al norte de Puerto Príncipe fue aniquilado por los cañones norteamericanos que la Mafia logró sustraer de contrabando al propio ejército estadounidense. El agente supervisor del Departamento de Compras, Wallace Shandley, uno de los más prestigiosos expertos en asuntos del Caribe, declaró: “No queda ninguna duda de que los mafiosos son responsables de haber entregado equipo militar —de venta prohibida— al gobierno haitiano;’. Un contrabando de aviones T-28 fue consumado por la Cosa Nostra entre Florida y Haití y, paradójicamente, el técnico que supervisó la maniobra, Randall Lee Ethdridge, fue enjuiciado a su retorno a Miami. Pero se descubrió que era, al mismo tiempo, agente de la CIA y de la Cosa Nostra.
Hace cinco años, un ex general haitiano, León Cantave, adiestró un pequeño ejército anti-Duvalier, pero fracasó en sus preparativos por falta de medios: entonces la CIA abrió un centro de entrenamiento clandestino cerca de Forth Holabird, Maryland, que luego se trasladó a Carolina del Norte; desde allí se enviaron dos comandos de 13 hombres cada uno que, literalmente, desaparecieron. Los Tonton Macoutes, la pintoresca guardia de corps de Duvalier, pulverizó estos y otros ataques de la CIA, de los cuales probablemente jamás se sabrá nada. La insistencia de la organización norteamericana tal vez sea su mayor virtud; en 1966, el cura católico Jean Baptistes Georges dialogó con un oficial norteamericano, ex veterano de Vietnam, quien le explicó que tenia 300 hombres a su disposición para atacar a Duvalier. El padre Georges no pudo encabezar la expedición porque fue apresado en Florida antes de iniciar su gesta; algunos de sus hombres arribaron a Haití pero fueron apresados y torturados por un sádico policía, Ti Fer (Tío Hierro), cuyo entretenimiento favorito consiste en anudar collares de hierro puntiagudos en torno a los órganos masculinos de sus victimas y provocar la castración.
Hace un par de meses, Geraldine Carro, una rubia escritora pacifista, denunció cómo su novio Max Armand fue "conducido por la CIA a campos de entrenamiento en Estados Unidos y luego trasladado a Haití, donde junto con decenas de patriotas fue asesinado”. Claro que los Tonton Macoutes actúan en el contragolpe, sostenidos por enormes medios económicos que fluyen, principalmente, del lujoso casino que en Puerto Príncipe explotan los miembros de la Mafia. De esos fondos hay una parte que sostiene a los 6 mil integrantes de los Tonton, que actúan como ejército de ocupación controlando a los 5 millones de habitantes que se extienden por el empobrecido territorio haitiano. La ferocidad de los Tonton supera a la de los mercenarios que recluta la CIA para sus esporádicas y fracasadas expediciones contra Duvalier.
Hay oficiales Tonton que tienen en su haber cifras records de torturados y muertos; por lo menos media docena se pavonea con el asesinato de 2 mil personas cada uno. Sólo en los Tonton Macoutes puede confiar Duvalier, ya que la Mafia, haciendo su propio juego, quiere convertir al tirano en un mero títere. Para la Cosa Nostra, Haití es simplemente un lugar geográfico donde funciona a las mil maravillas un casino de juego y Duvalier es el hombre que permite la continuación de dicho statu quo. Obviamente, a Duvalier le interesa controlar por sus medios a quienes se autotitulan sus salvadores: frente a la protección que otorga la Cosa Nostra, Duvalier confía en la conducción impresa por una fornida mujer, Louise Adolphe, a los Tonton Macoutes.
Esposa del ministro de Educación, la Adolphe suele aparecer durante los desfiles; con traje de fajina, pero también usa sencillas ropas femeninas, sin que falte un revólver cargado en su cartera, como un elemento más de la parafernalia del maquillaje. Mientras madame Adolphe maneje a sus milicianos, (Duvalier sabe que podrá descansar tranquilo: ésa es la tercera fuerza que está terciando entre los desesperados intentos guerrilleristas de la CIA y los gangsters de la Mafia. A veces, un agente de ambas organizaciones secretas aparece muerto, en una pieza de hotel o en una calle suburbana de Puerto Príncipe. Pero nadie se sorprende: desde su creación, Haití fue un país arrasado por la violencia. En 1791, cuando medio millón de negros se rebelaron contra el poder francés, el liderazgo del ex esclavo Toussaint L’ Ouverture escribió el primer capítulo sangriento de la historia haitiana: murió en el cepo, bajo el sádico cuidado de torturadores franceses; en 1804, Jean Jacques Dessalínes anticipó el estilo de Duvalier, al auto-proclamarse emperador.
Aunque la población de la isla está constituida por una mezcla de negros y mulatos, el ascenso de Duvalier marcó un recrudecimiento del culto de la negritud. Verdaderos raids contra, los pocos blancos provocaron la huida o el asesinato de aquellos que no eran negros. En sus primeros (discursos, de engañosa melopea izquierdizante, Duvalier se anticipó a los adalides del Poder Negro norteamericano, al menos en las palabras: “Yo sólo aguanto la carne blanca debajo de mis pies”, declaró en una reunión religiosa. Cultor del Vudú, todos afirman en Haití que Papá Doc es un zombie, es decir, un inmortal.
Sin embargo no hay tal cosa: el verano pasado Duvalier sufrió un ataque al corazón y muchos observadores opinan que habrá, a lo sumo, un lustro más de tiranía de Papá Doc en Haití. Pero todos los augures están de acuerdo en vaticinar que hacia el fin de la presente década, su desaparición producirá dos resultados: una lucha feroz entre la Mafia y la CIA por asumir definitivamente en control de la isla; la disminución de ingreso per cápita, en un país con 90 por ciento de analfabetos, creará aún más tensiones, que podrían alimentar la guerrilla. En ese caso, las autoridades norteamericanas tal vez deban intervenir: la cercanía de Haití —50 millas de la península de Florida— sin duda preocupa a los funcionarios de la Casa Blanca. Pero es probable que durante toda la presente década, la guerra ignorada que existe entre mafiosos y agentes de la CIA habrá de continuar produciendo episodios que, como hasta ahora, lindarán entre la crueldad, el absurdo y la locura.
Revista Siete Días Ilustrados
12.07.1970
 

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