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DOLAR: EL PERSONAJE DEL SIGLO
El plan era perfecto: exactamente a la hora convenida, las avionetas tripuladas per las exultantes y audaces muchachas sobrevolarían el objetivo y a un tiempo abrirían las espitas de los vaporizadores con que estaban equipadas las máquinas. Una tenue bruma se abatiría sobre el lugar envolviéndolo todo. En segundos, el gas sumiría en un profundo sueño por unas cuantas horas, a cuanto ser viviente poblase las inmediaciones. Entonces entrarían en acción las adiestradas fuerzas chinas que volarían la gigantesca puerta de entrada y cuanto obstáculo se opusiese ante ellos. En muy poco tiempo, todos los lingotes de Fort Knox, el ya legendario, depósito del oro norteamericano, estarían en sus manos. El astuto Goldfinger satisfaría súbitamente su inagotable sed de oro mediante el más fabuloso de los atracos y sus cómplices chinos habrían carcomido la médula del sistema monetario internacional, creando un caos poco menos que definitivo en todo el mundo capitalista. . .
Tales eran nuestras reflexiones al abandonar la sala cinematográfica. El plan era excelente, pero innecesariamente riesgoso. Si el siniestro Goldfinger hubiese sido un discreto estudioso de la actualidad económica y no un verdadero sensual del oro, no hubiera arriesgado tanto, y ningún James Bond del mundo hubiese podido desbaratar sus planes. A fines de 1960, toda la prensa mundial había consignado el hecho con evidente dramatismo y las estadísticas ratificaban con numérica elocuencia la denuncia: cada hora, 59 barras de oro puro de 29 libras cada una, con un valor global de 823.000 dólares, abandonaban Fort Knox... ¡Pobre ingenioso e ignorante Goldfinger! ¡Si quería el oro de Fort Knox, bastaba esperarlo pacientemente afuera...!
Lo cierto es que a partir de 1960, el célebre Fort Knox, uno de los lugares más celosamente guardados del mundo, comenzó a preocupar a todos los economistas. Pese a la estrecha vigilancia, las cuantiosas reservas áureas de la Unión comenzaron a mermar con tenaz persistencia. El todopoderoso dólar mostraba por primera vez síntomas de debilidad en su hasta entonces robusta y envidiable constitución. Sin ser llamados a consulta, todos los expertos en cuestiones monetarias sacudían la cabeza y mostraban un rostro ceñudo. Su preocupación no era evidentemente gratuita: el deterioro de la salud del dólar significaba una gruesa fisura en el sistema monetario internacional, mantenido en una paz casi idílica, pese a algunos sobresaltos, desde los trascendentales acuerdos de Bretton Woods, allá por 1944.

En la antípoda
¿Qué estaba sucediendo? Aparentemente, la situación por la cual atravesaba la Unión era exactamente la antípoda de la vivida a fines de la Segunda Guerra Mundial.
En efecto, en 1945 algunos meses después de Hiroshima, los círculos económicos de todo, el mundo comenzaron a experimentar una aguda inquietud derivada del hecho de que el 70 por ciento de todo el oro del mundo se hallaba en poder de los Estados Unidos. En aquellos momentos los economistas se preguntaban cómo podía lograrse una distribución más equitativa del precioso metal. Para que ello ocurriese era menester que la Unión perdiese oro a través de una balanza de pagos desfavorable, pero tal circunstancia era poco menos que imposible, ya que en la inmediata posguerra, dicho país acumulaba brillantes superávit en virtud de su poderosa posición de competencia: sus fuentes de producción estaban intactas, en tanto que las de Europa habían sido devaluadas por la guerra.
Se había planteado en el orden internacional una situación extraordinariamente parecida a la que más de una vez hemos presenciado en las veredas de algunos barrios porteños: los chicos juegan a las bolitas, y uno de ellos, generalmente mayor o por lo menos mucho más hábil, ha ido despojando a todos los demás mediante su destreza. Una vez producida esa situación el planteo suele ser el siguiente : uno de los chicos “damnificados” le dice al “grandote”: O nos devuelves las bolitas o nos prestas algunas, porque si no no podemos seguir jugando... Los chicos comprendían rápidamente que lo importante no era tener todas las bolitas, ni siquiera muchas, sino poder seguir jugando. Los economistas de todo el mundo también llegaron a la misma conclusión, cuando los Estados Unidos tenían “casi todas las bolitas”...
Ese período, inmediatamente posterior a la segunda guerra mundial, se conoció como el de “la escasez de dólares”. Algunos expertos pensaron que sería permanente, pero la realidad dio por tierra con sus construcciones teóricas. A partir de 1949, el oro comienza a mermar como componente de las reservas monetarias, de los gobiernos y es cada vez más reemplazado por el dólar, como consecuencia de la serie de déficit que comienza a experimentar la balanza de pagos de los EE.UU.
¿Qué ocurría? Los Estados Unidos no habían disminuido en ningún momento su poderosa capacidad de competencia en el exterior, por el fabuloso monto de los programas de ayuda al extranjero no podía ser cubierto con las divisas obtenidas en los superávit de la balanza comercial.
Dicha situación se agudiza entre 1950 y 1954. En este último año el gobierno norteamericano, tratando de cerrar la brecha que significaba para la economía la pérdida de oro a través de su balanza de pagos deficitaria, redujo sensiblemente el programa de ayuda al exterior. Pero lo que no pudo frenar fue la vigorosa corriente de inversiones norteamericanas en el exterior iniciada años atrás. El sistema monetario imperante permitía a la economía estadounidense realizar inversiones en el exterior sin que ello implicara ningún sacrificio. El déficit de la balanza de pagos era absorbido por las reservas monetarias del resto del mundo libre y de tal manera las inversiones norteamericanas en el exterior no tenían límite. Por el contrario, mediante tal sistema se mejoraba la liquidez internacional.

A veces, lo que abunda daña
Por esos años parecía haberse encontrado la piedra filosofal. La escasez de dólares había terminado y la liquidez monetaria era casi excelente. Pero las inversiones norteamericanas seguían en aumento, en muchos casos las políticas nacionalistas de los países donde estaban radicadas dichas inversiones, ponían trabas cada vez mayores a las remesas de utilidades producidas por dichas inversiones. De manera tal que los dólares seguían saliendo, pero no regresaban o lo hacían en una proporción menor a las salidas. Vale decir que la situación se había tornado difícil una vez más; el déficit en pequeña escala era tonificante, pero en mayor escala, y con absoluta persistencia, dejaba de ser un estímulo para constituirse en un síntoma alarmante. Estados Unidos con todo el oro NO, pero Estados Unidos SIN oro, menos todavía.
La situación calcaba la anécdota del “aprendiz de hechicero”. Un balde de agua podía ser una bendición, pero miles de baldes de agua eran una catástrofe. El “agujero” de la balanza de pagos norteamericana había permitido respirar a gran parte del comercio internacional, pero un gran boquete en el mismo cuerpo significaría un auténtico desangrarse de la economía de la Unión, la anemia del dólar y el descalabro monetario del mundo occidental.

En escena: Jacques Rueff
La situación se prolongaba sin miras de resolverse. Mientras los expertos se rascaban la barbilla y fruncían el entrecejo ante la casi hemofílica pérdida de oro de Fort Knox, uno de ellos, francés* profesor, asesor de Antoine Pinay durante su ministerio de finanzas, considerado como una de las más grandes autoridades del mundo en materia de problemas monetarios internacionales, hizo, en abril de 1963, una ascética declaración que conmovió a todo el orbe: “Hay que devaluar el dólar”.
En esos momentos Francia sufría intensas perturbaciones sociales, e Inglaterra estaba convulsionada por múltiples incidentes generados por la creciente desocupación industrial, de manera que la tesis de Rueff —que implicaba una revalorización de las divisas del Mercado Común Europeo frente al dólar— tuvo una acogida muy favorable entre sus colegas del Viejo Continente, quienes comenzaron a preguntarse si la audaz opinión de Jacques Rueff no era, en verdad, la única solución para el aparentemente crónico déficit de la balanza de pagos norteamericana y para conjurar la creciente inflación que experimentaba el mundo occidental. Rueff es un economista liberal, particularmente ortodoxo, y cuando enunció la necesidad de devaluar la divisa norteamericana se mostró bastante impaciente con ciertos métodos contables de Estados Unidos. Consideró una verdadera herejía que dicho país tuviese solo una reserva de oro equivalente a 16.000 millones de dólares para respaldar una circulación monetaria de 11.000 millones de dólares y deudas externas públicas y privadas de 12.000 y 10.000 millones de dólares, respectivamente.
“La reserva de oro de Fort Knox —tronó Rueff— seguirá disminuyendo, mientras nosotros, los europeos, sigamos consintiendo en apuntalar artificialmente al dólar.”
Quizás recordando a los manes de un ilustre compatriota suyo, François Quesnay, padre de los fisiócratas, Rueff dijo en dicha oportunidad que “era necesario que la naturaleza siguiese su curso”, hasta que los norteamericanos reconocieran que el dólar se cotizaba muy alto en relación con el oro. En cuanto al porcentaje necesario de devaluación, también fue muy tajante: “El dólar solo recobrará su vigor si se reduce su valor en un 50 por ciento”.
Si las opiniones de Jacques Rueff hubiesen sido solamente las de un teórico habrían caído con seguridad en saco roto, pero el malhumorado francés no era tan solo un versado e inquieto profesor de economía; tenía en su haber éxitos sensacionales como terapeuta monetario.
A los 30 años, cuando Poincaré era primer ministro, estabilizó el franco, y volvió a repetir el milagro cuando De Gaulle retornó al poder, en 1958. En esta última oportunidad, Rueff hizo devaluar el franco de 350 a 484 por dólar, redujo en 130.000 millones de francos los subsidios públicos que gravitaban pesadamente sobre el presupuesto francés y aumentó los impuestos en 300.000 millones de francos. Esas medidas revirtieron el proceso gradual de descapitalización en Francia. La moneda se estabilizó, el presupuesto se saneó y las arcas del Tesoro comenzaron a llenarse como por arte de magia.
Por supuesto, la opinión de Jacques Rueff, desde su alejamiento de la función pública como asesor de Pinay, no reflejaba la de las autoridades francesas. Por el contrario, en momentos de su drástico diagnóstico, el ministro de Finanzas de Francia, Giscard D’Estaing, trataba de apuntalar al dólar reembolsando antes de su fecha de vencimiento algunos fuertes préstamos de posguerra hechos por Estados Unidos a Francia, y cooperando decididamente con el Consorcio Monetario Internacional de Basilea para frustrar los ataques de los especuladores internacionales contra el dólar.
Rueff, “enfant terrible” a sus 70 años, calificó sibilinamente la actitud de Giscard D’Estaing diciendo que su conducta era “más diplomática que financiera”, aludiendo sin duda a que Washington y el dólar seguirían siendo apoyados por De Gaulle, mientras éste siguiese gozando de cierta libertad para desarrollar una política exterior independiente.

Ofensiva de Gaulle - D’Estaing
Pero la política de “guante blanco” hacia Estados Unidos no duró en Francia demasiado tiempo. Así como la opinión pública mundial acusó el violento impacto del “veto” de De Gaulle al ingreso de Gran Bretaña al Mercado Común Europeo, algún tiempo después asistió, entre asombrada y divertida, al reto de “Le Grand Charles” al monstruo sagrado máximo de nuestra época: el dólar. En cuanto al patrón de cambio oro (el sistema de respaldo monetario que rige en la actualidad) “no corresponde ya a la realidad” —sentenció De Gaulle en el tono gravemente admonitorio de un Zeus del siglo xx, para continuar luego en forma más contemplativa: “Recordemos que las condiciones que dieron nacimiento al patrón oro han variado profundamente: las monedas de los estados de Europa Occidental han logrado una recuperación tal que las sumas de sus reservas de oro igualan a las de los Estados Unidos y las superarían inclusive en caso de que dichos Estados, decidieran convertir sus tenencias en oro. El valor trascendente atribuido al dólar ha perdido su fundamento inicial, que residía en la posesión por Estados Unidos de la mayor parte del oro del mundo,.”
Acto seguido, el viejo general hizo una vibrante apología del oro: “Consideramos necesario que el comercio internacional descanse —como antes de las dos guerras mundiales— sobre una base indiscutible que no lleve la marca de ningún país en particular. ¿Qué base? En realidad no puede recurrirse a otro criterio, no puede haber otro patrón que el oro. Sí, el oro que no cambia jamás, y al cual puede dársele la forma de lingote, barras, moneda, que no tiene nacionalidad y es eterna y universalmente aceptado como el valor inalterable por excelencia. La ley suprema en el comercio internacional —la regla de oro, y esta es una expresión afortunada— que debería ponerse en pleno vigor, es la obligación de establecer el equilibrio entre una y otra zona monetaria a través de movimientos reales y efectivos de metales preciosos por vía de la balanza de pagos que resulte de su comercio”.
Era desde todo punto de vista evidente que la anterior propuesta francesa en la reunión del Fondo Monetario Internacional en Tokio, en el sentido de crear una moneda de reserva internacional, había sido abandonada en favor del decidido retorno al patrón oro, tesis resueltamente sostenida por nuestro viejo conocido, Jacques Rueff.
Tanto como para confirmar que la posición francesa no era el rugido de un león de utilería, Giscard D’Estaing anunció que el Banco de Francia cambiaría dólares —entre 250 y 300 millones— por la cantidad de oro norteamericano, equivalente a esa suma.
La postura francesa apuntaba, sin duda, a socavar el prestigio del dólar y sembrar dudas sobre su estabilidad futura. A fines de 1964, Francia tenía una reserva de más de 5.000 millones de dólares, de manera tal que su actitud de comenzar a cambiar dólares por oro, podía generar una reacción en cadena en países que se encontraban en una posición similar. El país que acumula dólares y no reclama su conversión en oro —dijo Francia en la reunión del FMI en Tokio— se comporta como un particular que tiene títulos de crédito y no solicita el reembolso de los mismos.
Tal situación permite que EE.UU. pueda financiar una importante ayuda económica en el exterior, pero también que las empresas norteamericanas continúen invirtiendo en todos los países del mundo y de alguna manera controlen importantes sectores de la economía. La resuelta posición francesa contra el dólar constituye un verdadero tiro por elevación del general De Gaulle hacia un objetivo bien preciso: la detención del proceso de “norteamericanización de las industrias europeas y particularmente de las francesas.

Un nuevo día “D”
En efecto, Francia ha sido desde hace ya un buen tiempo un verdadero líder en la campaña de restricción de las inversiones norteamericanas en Europa. En un principio, los socios de Francia en el Mercado Común Europeo no compartían los temores de De Gaulle con respecto a la creciente influencia de los capitales de EE. UU. en industrias vitales del Viejo Mundo; pero los hechos fueron convenciéndolos de que los temores franceses estaban justificados aunque quizás se exagerasen por necesidades políticas. Las cifras, en rigor, contribuían a robustecer la posición de De Gaulle, ya que a mediados del corriente año, las inversiones de capital norteamericano en Europa totalizaban 12.000 millones de dólares, es decir que habían registrado un aumento del 360 por ciento desde 1955.
A partir de 1959, las grandes compañías norteamericanas, al advertir que las etapas previstas en la integración del Mercado Común Europeo se iban cumpliendo inexorablemente, decidieron la “Segunda Invasión” a Europa, solo que esta vez el desembarco no fue solo en Normandía sino en toda la Europa Occidental. El Mercado Común era una calidad incontrastable, y Norteamérica, representada por sus industrias más importantes, debía instalar en el Viejo Continente varias “cabeceras de puente”. La estadística es significativa en cuanto a la importancia de la “invasión” : en el término de solo cinco años, las inversiones de EE.UU. en Alemania Occidental aumentaron un 165 por ciento, con lo que llegaron a una respetable cifra: 2.000 millones de dólares; en Francia, un 130 por ciento para totalizar 1.500 millones; en Italia un 150 por ciento, con 800 millones; en Holanda un 115 por ciento, con 525 millones, y en Bélgica y Luxemburgo un 100 por ciento, llegando las inversiones a 430 millones de dólares.
De Gaulle advirtió la peligrosidad de tal situación y se propuso persuadir a sus socios del Mercado Común de que si los países continuaban financiando el déficit del balance de pagos de los EE.UU., aceptando contingentes de dólares, cada vez mayores, lo que estaban haciendo era permitir a EE.UU. “exportar su inflación” y adquirir a vil precio la industria europea.
La decisión de Francia de convertir parte de sus reservas en oro fue imitada por otros países (Holanda, Bélgica), situación que obligó a la administración de Johnson a imponer un control sobre la exportación de capitales, que era la medida que los franceses deseaban.

Retorno imposible
Algunos días después de la declaración del general De Gaulle sobre la necesidad de volver al patrón oro, el entonces embajador de los EE.UU. ante la ONU, Adlai Stevenson, declaró, ante una conferencia de banqueros en Washington, que cualquier intento de recurrir exclusivamente al oro como base para el crédito internacional significaría garantizar una deflación mundial en escala catastrófica”. Para abonar tal afirmación señaló que el valor, del comercio mundial creció de 44.000 millones de dólares en 1938 a 298.000 millones en 1964; en tanto la cierta mundial de oro se incrementó en el mismo período en solamente 15.000 millones de dólares, pasando de 25 a 40.000 millones de dólares.
La situación de EE.UU. es especialmente delicada. Posee la tercera parte de las reservas de oro del mundo libre, se ocupa del 13 por ciento de todo el comercio internacional y casi la mitad de la producción industrial del mundo.
Sin embargo, una filosa espada de Damocles pesa sobre su posición. En los últimos siete años las reservas en lingotes de oro de Fort Knox bajaron de 21 mil a 13.900 millones de dólares. Pero los depositantes extranjeros, en cambio, poseen en la actualidad 27.700 millones de dólares que pueden ser convertibles en oro en cualquier momento.
Por otra parte, y aun cuando no haya sido objeto de ninguna declaración oficial, es evidente que Estados Unidos teme que un retorno al oro como patrón de los cambios internacionales pueda constituir una excelente coyuntura para la URSS en su calidad de segunda productora mundial del metal, luego de la Unión Sudafricana. La inquietud norteamericana tiene bastante asidero, ya que si el dólar cediera su cetro al oro como árbitro del comercio internacional, la URSS adquiriría una importancia decisiva en tal resorte económico.
De todas maneras, EE.UU. no está dispuesto a aceptar un liso y llano retorno al patrón oro, pero de alguna manera reconoce la necesidad de adoptar algunas medidas para considerar la liquidez internacional en el futuro, la que por ahora se considera suficiente. En Tokio, durante la reunión del FMI, el director gerente de la institución, Paul Schweitzer, recomendó un aumento de las cuotas de los países miembros del Fondo.
Dicho aumento brindará al FMI un capital mucho mayor e incrementaría, de tal manera, su capacidad de préstamo, mejorando en forma automática, la liquidez internacional.

La liquidez y el círculo vicioso
Entretanto, el gobierno estadounidense hacía esfuerzos de toda índole para nivelar su balanza de pagos y terminar de esa manera con el egreso de oro. A pesar de ello, el presidente de EE.UU., Lyndon B. Johnson, asesorado por los técnicos y teóricos monetarios de su país, lanzó la idea de convocar a una conferencia monetaria internacional para discutir exhaustivamente el problema de la liquidez internacional, que había cobrado virulencia luego de la crisis de la esterlina a fines de 1964 y la del dólar a comienzos del corriente año. El secretario del Tesoro de los EE.UU., Henry Fowler, declaró recientemente que la crisis del dólar está superada, ya que el equilibrio de la balanza de pagos se considera logrado y no existen indicios de que el mismo no pueda ser mantenido en el futuro. Claro está —señaló Fowler— que el citado equilibrio puede generar dentro de un tiempo una nueva “escasez de dólares”, tal como la producida en la inmediata posguerra, con lo cual quizás “conjuremos el incendio mediante una inundación.”
A pesar de las declaraciones de Fowler, existen síntomas de que el gobierno norteamericano está dispuesto, ahora, a reconocer que hay motivos para emplear métodos tan poco ortodoxos para proporcionar liquidez adicional, como la creación de unidades de reserva monetaria respaldadas internacionalmente. Los técnicos norteamericanos en la materia dicen que las modificaciones al actual sistema no deberían afectar la posición del dólar, pero que era necesario escuchar proposiciones de toda índole para alejar las posibilidades de cualquier colapso monetario.
Algo así como la traducción libre de aquel viejo dicho español: "Yo en fantasmas no creo, pero que los hay, los hay..."
Jorge Dengis
Panorama 11/1965
 
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