Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Lo que cuestan las estrellas
bernard lovell"Las dramáticas pero, finalmente, más o menos entretenidas aventuras de un astrónomo en busca de radiotelescopio”, podría titularse el libro que sir Bernard Lovell —encargado por Su Majestad del observatorio de Jodrell Bank— acaba de publicar en Londres (Reaching for the Stars, Prensas Universitarias de Oxford). Hoy, sir Lovell y su telescopio son ampliamente conocidos en el planeta: no hay satélite artificial o nave espacial cuyo paso (públicamente anunciado o no) deje de ser registrado por ambos, primero, y por todo el mundo —anuncio de Jodrell Bank mediante— después.
No siempre las cosas anduvieron así. En 1947, Lovell era un astrónomo joven y desconocido, empecinado creyente en las ventajas de la radioastronomía (exploración del universo con ondas radiales). Que, de algún modo, vivía en las nubes —o en la Luna— lo prueba un hecho simple: estimó, entonces, que un radiotelescopio modernísimo, claro, no .insumiría más de 100.000 libras esterlinas de las arcas reales. Lástima que tras 15 años de construcción y puesta a punto, el costo final llegó a ser 7 veces mayor.
Esos 15 años de sufridos embates con funcionarios del Tesoro británico, encarecedores ingenieros y técnicos caprichosos fueron puntualmente trasvasados por sir Lovell a diario íntimo, generador de su libro: Bernard tuvo que seguir otra carrera, tal vez más difícil que la astronomía, sin duda más agotadora: la de la paciencia. Sir Lovell, la verdad, nada tiene que envidiarle al patriarca Job.

Ciertas preguntas
El —ciertamente— astronómico crecimiento de los costos de Jodrell Bank fue paulatino: la empresa encargada de su construcción los estimó, al principio, en unas 250.000 litres esterlinas. Concreción adelantada, esa suma se elevó a 400.000; más tarde otras 260 mil libras fueron necesarias. Sir Lovell se pregunta: ¿qué culpa tuve yo de ello? Porque sobre él llovieron improperios desde los cuatro rincones del reino.
La cuestión se ramifica en interrogaciones más profundas.
Temas: relación entre gobierno e investigación científica. Está claro que si Lovell joven —hace 21 años— se hubiese presentado a pedir casi 700.000 libras esterlinas para su proyecto, correctos funcionarios lo hubiesen despedido con cajas correctamente destempladas. Gran Bretaña, entonces, no se hubiera convertido en el centro radioastronómico mundial que es actualmente.
La cosa no termina allí. El “caso Lovell” ha dejado a los sucesivos gobiernos ingleses en poder de una muy particular susceptibilidad frente a otros, nuevos, proyectos científicos: ¿y si empiezan pidiendo 1 para que termine costando 10?, no dejan de preguntarse.
Desde el punto de vista del pájaro en mano —entonces— no cabe duda que sir Lovell prestó servicio a la causa de la ciencia. Desde el otro —el de los ciento volando— la historia se presenta problemática. De todos modos: el astrónomo —que no quiso ser administrador porque el aumento de los costos se debió, en gran parte, a las sucesivas modificaciones que Lovell introdujo en la construcción marchando, para abrigar nuevos adelantos científicos— estaba al borde de la derrota por fatiga, cuando el Sputnik I lo salvó.

El gran respiro
El Sputnik I y la carrera espacial EE. UU.-URSS. que le siguió. Durante más de dos años, Jodrell Bank fue el único observatorio en todo el mundo que tuvo condiciones para seguir los disparos espaciales. No era el objetivo original del radiotelescopio: pero sus funciones en la materia, al menos, consiguieron arrancar a sir Lovell de su condición de paria científico. Su nombre —y el de su trabajado, cuidado, deseado, amado Jodrell Bank— empezaron a invadir la prensa diaria con precisa información sobre la aventura humana más apasionante del siglo. “Es un milagro”, respiró sir Lovell.
No lo bastante poderoso, sin embargo, como para que el gobierno le perdonara a la. Universidad de Manchester —patrocinadora del proyecto— una pesada deuda de 160.000 libras esterlinas: el Tesoro británico insistía en que la alta casa de estudios la pagara, a manera de multa o castigo por su responsabilidad en tan farragoso —financieramente hablando— cometido. Al final, unas 50.000 libras le fueron perdonadas a la Universidad.
Que ahora transita con cuidado como cualquier otra realización científica de largo aliento y anchas versiones. Pone más control profesional. A veces excesivo, a juicio de ingleses acuciados por necesidad de avanzar técnicamente. Que temen pacatería en la materia: podría —dicen— ahogar, nonatos, a los posibles Lovells, hoy desconocidos.
En cuanto al conocido, se presenta a sí mismo —en el libro— como una especie de ostra malhumorada, alternativa —y simultáneamente— ingenuo y arrogante. Anecdotario de presupuesto aparte, no cabe duda de una cosa: la radioastronomía ha enseñado más al hombre —sobre la naturaleza del universo— que muchas otras ciencias, más admitidas, prestigiosas y/o aplaudidas. Algo que sir Bernard Lovell, nato en 1913, sabe. Y, por lo que pudiere, se preocupa en hacer saber a su lector.
PANORAMA, DICIEMBRE 17, 1968
 

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