Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

baron rojo
Un fantasma de alas rojas
Cincuenta años después de su muerte -el 21 de abril de 1918- todavía sigue viva su leyenda. Su nombre era Manfred von Richthofen, pero la historia lo conoce como el Barón Rojo, acaso el héroe de guerra más atractivo del siglo XX. El apelativo lo ganó en un centenar de batallas aéreas cuando, al comando de un temible Albatros pintado de rojo, se aparecía como un fantasma a la cola de los aviones enemigos para ametrallarlos en su punto más vulnerable. Así este pulcro aristócrata prusiano abatió 80 aparatos británicos, record máximo de la Primera Guerra

barón rojoMurió a los veinticinco años de edad, y ya era un mito. Una de las figuras cumbres de la Guerra del 14; el personaje que confirió su aura de arrojo y caballerosidad a la contienda aérea.
Cuando Manfred von Richthofen conquistaba su fantasmal prestigio a bordo de un Albatros rojo, los aviones parecían el mejor pasaporte para la muerte. Volar era un arte nuevo y precario. Los pilotos se remontaban en frágiles artefactos de alambre y tela, mientras el combustible de los motores les salpicaba la cara. En aquella época, los cazas rozaban una velocidad máxima de 180 kilómetros horarios y gozaban de una autonomía de vuelo de sólo una hora; los aterrizajes forzosos eran cosa de rutina. El entrenamiento resultaba inadecuado y no extrañaba a nadie el alto número de novatos derribados en su primera salida; legiones de jóvenes veinteañeros, que hallaban la muerte en una vorágine de metralla y fuego.
El Barón Rojo fue un as entre ases; precisamente, en un momento en que la naturaleza individualista de la guerra en el aire favoreció el reconocimiento de los héroes: Francia consagró de modo oficial la distinción: era as todo piloto que derribara a cinco aparatos enemigos. Los alemanes imitaron el sistema; sin embargo, el galardón era entre ellos menos accesible: había que alcanzar las diez victorias.
Richthofen, con el rango de Rittmeister (capitán de caballería), se trasformó con el apoyo oficial en el soldado más popular de Alemania. Los diarios se abarrotaron muy pronto con las historias de sus hazañas. El hecho residía en que su carrera de héroe era continua. Un soldado de tierra podía ser homenajeado por algún acto de heroísmo, pero, por la naturaleza de sus servicios, no se esperaba que lo repitiera. Un piloto de caza, librado a su propia suerte en el cielo, producía victorias incesantemente: Richthofen, en ocasiones, ofrecía demostraciones de sus proezas derribando aviones británicos en beneficio de generales visitantes que observaban el duelo por medio de binoculares. Era algo parecido a un torero.
Si hubiera sobrevivido, Manfred von Richthofen tendría actualmente 75 años, y con toda seguridad permanecería activo en la vida pública de Alemania. El éxito de Goering —una figura menor, con 22 victorias en la aviación alemana— señala lo que podría haber logrado.
Proponiendo un brindis en memoria de Richthofen —“nuestro más noble enemigo”— el teniente A. P. F. Rhys-Davis (as de la aviación inglesa, 20 victorias), dijo a sus compañeros, poco después de la muerte de aquél: “Cualquiera podría haber estado orgulloso de matar a Richthofen en acción, pero de la misma manera todos los miembros del Royal Flying Corps se hubieran sentido orgullosos de estrechar su mano si hubiera sido capturado. Era un hombre valiente, un peleador limpio y un aristócrata.”
Investigar detrás de la imagen de propaganda, para encontrar al verdadero von Richthofen y determinar el secreto de su éxito, no es fácil. Tuvo una vida corta, y la parte más importante de ella la vivió solo, en el aire. Era un hombre reservado, que evitaba el despliegue de sus verdaderos sentimientos.
Richthofen era un barón de Silesia; su padre, dueño de un Estado que había pertenecido a su familia durante dos siglos. El lema de su familia —un poema de 10 líneas— decía de la familia Richthofen: “Como un cristal, claro y límpido, ha permanecido su glorioso nombre, y siempre ha mantenido su verdad, honor y derecho.”
Tal vez, la familia no fuera cien por ciento ortodoxa: la prima de Manfred, Frieda von Richthofen, abandonó a su marido para casarse con el escritor británico D. H. Lawrence, autor de El amante de Lady Chatterley. Aunque la amaba, Lawrence se molestaba por sus instintos aristocráticos. ¿Tenía Manfred algunos de los rasgos que habían destacado a Frieda?

Un espíritu calculador
Como hijo mayor, Manfred estaba destinado desde su nacimiento al ejército; a los 11 años ingresó en la escuela militar, un reducto espartano que no resultó de su agrado. Se trasformó en un muchacho tímido y puntilloso, con pelo rubio muy corto. En 1912 fue nombrado teniente de lanceros. Al igual que sus compañeros, era un profesional, entrenado en los métodos y en la historia de la guerra.
Sus entusiasmos en ese momento eran la equitación y la caza, y a ellos dedicaba todo su tiempo libre. Era un tirador certero; se deleitaba en perseguir y cazar toda clase de presas: jabalíes, bisontes, alces, zorros y pájaros; su habilidad en la cacería cimentó las bases de su brillantez como piloto de caza. Tenía suma paciencia, y la habilidad para calcular rápida y claramente cuando llegaba el momento de matar.
A principios de la guerra de 1914 entró en acción con su regimiento y ganó la Cruz de Hierro, Tercera Clase. Después, como la caballería no era necesaria, fue trasferido a la infantería como oficial de abastecimientos, responsable de la compra de provisiones frescas para las tropas en la Bélgica ocupada. Si no hubiera anhelado acción, habría pasado toda la guerra en ese puesto.
La nueva Fuerza Aérea Alemana llamó su atención; era un conjunto de aparatos primitivos, diseñados para reconocimiento detrás de las líneas enemigas. Hasta el momento de la guerra, la aviación había sido una forma de entretenimiento; sus pioneros habían construido y tripulado los aparatos para diversión de los espectadores, que pagaban para observarlos. No existía la idea de una aviación armada, o de su empleo como algo más que una fuerza subsidiaria de las de tierra. Richthofen presentó su petitorio para ingresar como observador, considerando el servicio aéreo como una extensión lógica del rol de exploración de la caballería. Ese petitorio empezaba así: "Excelencia, no he venido a la guerra para almacenar quesos y huevos, sino por otra razón.”
Después de un breve entrenamiento, Richthofen comenzó a volar en el verano de 1915, ubicado en el comando de un aparato de dos plazas; el piloto era considerado por la Fuerza Aérea Alemana, en un primer momento, como una especie de chofer.
La lucha por el dominio aéreo estaba en sus comienzos. En los primeros días de la guerra los aviadores enemigos intercambiaban saludos amistosos cuando se encontraban. Luego se hizo habitual llevar un revólver o un rifle, para disparar desde el avión cuando se encontraba al enemigo. Un aviador ruso ideó una bola, unida a una cadena, con la que trataba de destrozar la hélice de su oponente. Cuando Richthofen comenzó a volar, era común que un observador estuviera equipado con una ametralladora de combate. Sin embargo, no se pensaba en un avión equipado para el ataque, ya que los encuentros con el enemigo eran accidentales.
Richthofen estaba tan lejos de ser un piloto nato, que destrozó su máquina al aterrizar en su primer vuelo solitario, y fracasó en su examen de competencia varias veces. La experiencia posterior lo trasformó en un buen piloto, pero no brillante. Para él, el aire era siempre un elemento hostil. No le gustaba la acrobacia, y tenía sólo un mínimo de conocimientos sobre las razones de vuelo de su máquina. Sus instintos eran los de un oficial de caballería, no los de un técnico.
En marzo de 1916 comenzó a volar como piloto en el frente, todavía en misiones de reconocimiento. Pero agregó una ametralladora extra a su Albatros biplaza, de manera que él, así como su observador, podían abrir fuego contra el enemigo. Lo que fue considerado una excentricidad, le permitió derribar un aparato francés. Pero la hazaña no le fue acreditada.

La evolución ofensiva
Casi en el mismo momento, Anthony Fokker, el joven diseñador de aviones al servicio de los alemanes, revolucionó la guerra aérea inventando un dispositivo de sincronización que permitía disparar la ametralladora hacia adelante, a través de la hélice. Esto significaba que el piloto podía dirigirse hacia su adversario y al mismo tiempo apuntarle con su ametralladora, en una sola maniobra. Hasta que los aliados descubrieron el secreto en un aparato alemán derribado, los alemanes fueron los amos del aire.
Para manejar la nueva arma, los germanos formaron escuadrillas especializadas de aviones de combate piloteados por un solo aviador. Su rol era, simplemente, destruir a las máquinas enemigas. El principal piloto era Oswald Boelcke (26), el primero de los ases e inventor de tácticas aéreas básicas, que en gran escala todavía mantienen su vigencia en la era del jet. Hombre de infantería, dotado de excepcional sentido caballeresco, se preocupaba por visitar a los prisioneros heridos que habían sido sus víctimas. Derribó a 40 máquinas antes de morir, en una colisión aérea, en octubre de 1916.
Richthofen conoció por casualidad a Boelcke en un viaje en tren, y cuando en agosto de 1916 aquél formó un grupo de ataque —el Jasta II— lo invitó a formar parte del mismo. Al aceptar esta invitación, Richthofen se aseguró la inmortalidad. En los 20 meses de vida que le quedaban, se trasformó en el aviador más famoso de todas las épocas.
Su meta no era la mera audacia sino la muerte del enemigo. Buscaba combate en las condiciones más favorables para él, pero eligiendo al oponente más débil. Las tres cuartas partes de sus victorias ocurrieron contra biplanos de reconocimiento, los que quedaban completamente desamparados cuando él buscaba su punto débil bajo la cola. Se mostraba cauteloso en lo relativo a su propia seguridad, mirando continuamente hacia atrás, para asegurarse de que no tenía al enemigo en retaguardia. Cuanto más sobrevivía, más aumentaba su habilidad. Las técnicas básicas resultaban bastante sencillas: atacar con el sol en la espalda, y asegurarse una ventaja de altura sobre el rival.
Para él, el enemigo era la presa que debía ser cobrada y parecía que le disgustaba pensar que estaba matando a seres humanos. A medida que avanzaba la lucha evitaba ver los cadáveres de sus oponentes, y enviaba a otras personas a buscar recuerdos en sus destrozados aparatos. Los pilotos británicos capturados que se sentaban a su mesa (en ambos bandos los aviadores se resistían a entregar los prisioneros a las organizaciones oficiales) lo encontraban correcto, formal y carente de sentido del humor.
Pero, a diferencia de Boelcke, Richthofen no tenía ningún deseo de visitara los prisioneros heridos en los hospitales; en cambio les enviaba cajas de cigarros con su tarjeta. Lo que sí turbaba a Richthofen era el espectáculo de un enemigo cayendo envuelto en llamas, el piloto y el observador estremeciéndose en agonía. O sea cuando las presas se trasformaban en seres humanos: le horrorizaba que algo semejante pudiera pasarle a él.
Su hermano menor, Lothar, se unió a su equipo. Era un hombre de instintos alocados, amante del peligro y —en sus momentos de ocio— entusiasta de las mujeres. Richthofen no aprobaba los métodos de su hermano y lo consideraba un tirador, es decir, alguien que quería disparar sobre cualquier cosa. Richthofen insistía en que lo adecuado era ser cazador, seleccionando un blanco y yendo hacia él de manera calculada; decía que durante quince minutos después de una muerte no sentía deseos de buscar otro rival. ¿Demuestra esto, tal vez, un elemento sensual en el instinto de cazador de Richthofen? Cada victoria saciaba, temporariamente, sus necesidades emocionales.
Cada vez que volaba arriesgaba su vida, y a menudo lo hacía tres veces por día. La presión era inmensa. El escuadrón de Boelcke tenía doce pilotos, y en las operaciones del otoño de 1916 (que duraron seis semanas) uno quedó incapacitado a causa de sus heridas, y dos sufrieron colapsos nerviosos. Richthofen siguió volando.

La vanidad
En el primer momento, su motivación más obvia era un cándido deseo de gloria. Las victorias lo regocijaban, y coleccionaba montañas de trofeos que luego enviaba a su hogar en Silesia. Después de cada victoria se autorregulaba una copa de plata, hecha e inscripta por un joyero de Berlín. Ansiaba ganar la más alta condecoración, la Pour le Merite, apodada la Blue Max, y se irritó cuando cesaron de ofrendarla automáticamente cada ocho victorias. La obtuvo en febrero de 1917; era una cruz de Malta azul; y dorada; se llevaba al cuello y lo señalaba como un héroe en Alemania. Le encantaban ciertos incidentes. Durante un aterrizaje forzoso, unos soldados alemanes corrieron a socorrerlo y bromearon con él por haber tenido que aterrizar; la burla se trasformó en respetuoso silencio cuando Richthofen abrió su chaqueta de aviador y mostró la Blue Max.
En el mismo mes se le dio el comando de su propia escuadrilla, y fue ascendido a Oberleutnant (primer teniente). Tal promoción era en sí un honor poco común; un mes más tarde fue ascendido a Rittmeister, caso único para un hombre tan joven.
Richthofen era un eficiente comandante de escuadrilla, popular a causa de su eficiencia profesional más que por su persona. Era un honor volar con él y por eso seleccionaba a sus pilotos cuidadosamente, esforzándose en enseñarles cómo pelear. En sus informes oficiales, los llamaba “mis caballeros”.
Llegaron días importantes para la escuadrilla de Richthofen en marzo y abril de 1917, cuando la Fuerza Aérea Alemana virtualmente destrozó al Royal Flying Corp inglés. Los alemanes tenían nuevas máquinas, mientras que los modelos británicos tardaban muchas semanas en ser entregados. Aunque se sentía encantado por sus victorias, el instinto profesional de Richthofen estaba ultrajado por la manera en que los británicos enviaban a la lucha a sus hombres, en aparatos obsoletos. En esos meses logró 31 victorias, llegando a un total de 52. Pero corrió un serio peligro cuando su máquina se incendió en un aterrizaje forzado.

El héroe mimado
Para ese entonces, la leyenda de Richthofen comenzaba a crecer. Y aunque los diarios seguían sus hazañas diariamente, él apenas se daba cuenta de lo que pasaba hasta que un día, aprovechando una licencia, fue recibido en el aeropuerto de Colonia por un grupo de muchachas que lo cubrieron de flores. Se dio cuenta de que no podía aparecer en la calle sin atraer a una multitud de admiradores. Sus reacciones eran de una estirada incomodidad. No se trataba de que fuera modesto, o subestimara sus propios logros; era tímido, y no sabía cómo comportarse en situaciones no previstas por el código de etiqueta de los oficiales prusianos. Escapaba para ir a cazar, pero el Kaiser lo homenajeó con un almuerzo para celebrar su vigésimo quinto cumpleaños.
Richthofen podría haber conquistado a cualquier muchacha alemana; el correo de sus admiradoras llegaba por bolsas. Pero faltan datos sobre su vida romántica. Una de las historias sostiene que tenía una novia con la que quería casarse después de la guerra; luego de su muerte, la familia de la muchacha decidió mantener en secreto su nombre. Otra especulación lo unía a una enfermera que lo cuidó cuando estuvo herido. Cualquiera sea la verdad, es cierto que Richthofen se mostraba muy sobrio en sus gustos por compañía femenina.
En el frente, las cosas se pusieron menos fáciles; los británicos tenían ahora un aparato que igualaba al alemán. Superaban en número a los aviones alemanes, y adquirían poco a poco el control de los cielos. Gran parte de la lucha ocurría detrás de las líneas germanas. Esto facilitaba a los ases como Richthofen la confirmación de sus victorias; había gran cantidad de testigos amistosos. Pero indicaba que en la meta principal de la guerra aérea —espiar las fuerzas de tierra del enemigo— los británicos estaban en ganancia.
Después de experimentar con el camouflage, Richthofen decidió que era imposible esconder su máquina con pintura de cualquier color. De manera que optó por el extremo opuesto y la pintó de un brillante color rojo; era, de paso, un desafío al enemigo. Sus caballeros siguieron su ejemplo, aunque a ninguno se le permitió una máquina completamente roja como la de Richthofen; tenían que incluir algún otro color. Esto tuvo algún efecto moral; el piloto británico que reconocía al hábil Richthofen se sentía semiderrotado aún antes de empezar la batalla. Los propagandistas alemanes sostenían que la aparición de Richthofen en un sector particular del frente bastaba para causar un gran movimiento de tropas británicas. El general Ludendorf decía que equivalía a dos divisiones. Opinión que, naturalmente, no tenía mucho sentido. Lejos de evitar la batalla con él, los pilotos británicos más entusiastas aspiraban al supremo honor de derribarlo. Lo llamaban el “alegre barón”, o el “barón fanfarrón”.
Resultaba inevitable que, tarde o temprano, Richthofen tendría que ser derrotado. Muy pocos ases de cualquier país sobrevivían a la guerra. El principal aviador francés, Guynemer (54 victorias), fue derribado en un área posteriormente devastada por el bombardeo. Su cuerpo nunca se encontró y llegó a ser una leyenda entre los escolares franceses la creencia de que había volado cada vez más alto hasta desaparecer en el espacio.
El 6 de julio de 1917 Richthofen fue alcanzado, a larga distancia, por una bala perdida de la ametralladora de un observador británico. Cuando despertó, su máquina caía en espiral y él estaba ciego. Durante un momento, que le pareció eterno, pensó que iba a morir, que desaparecería de la misma manera que. habían desaparecido tantos británicos derribados por él. Pero en el último momento recobró la vista y se las arregló para aterrizar. Luego se desmayó nuevamente, con la cabeza cubierta de sangre.
Pasó tres meses en tratamiento y con licencia. Lo enviaron a Brest Litovsk para que atestiguara las negociaciones de paz con los bolcheviques rusos. Deseando mantener su record intacto, por razones de propaganda, el ejército quería mantenerlo lejos del frente y confinarlo a deberes de entrenamiento e inspección.
Sufriendo fuertes dolores de cabeza, Richthofen se había trasformado en un hombre maduro. En conversación con su madre expresó sus dudas sobre la victoria final de Alemania, puesto que los norteamericanos habían entrado en el conflicto. Veía poca esperanza en el futuro y su herida había destruido la confianza en su propia invulnerabilidad. No obstante, había una razón que lo forzaba a retornar al frente y la expresó en una carta al Alto Comando:
“Me sentiría un ser despreciable si ahora que he logrado fama y obtenido muchas condecoraciones, consintiera en existir como pensionario de mi dignidad, preservando mi vida para la nación, mientras cualquier soldado de las trincheras —cumpliendo con su deber de la misma manera en que yo lo hago— debe mantenerse en su puesto.”

La extraña docencia
Volvió a la acción comandando un grupo de escuadrillas. Los británicos llamaron a su grupo el “circo de Richthofen”. Los nuevos pilotos de 18 y 19 años eran bebés comparados con él, y trataba de entrenarlos cuidadosamente. En particular, insistía en la noción de mirar cuidadosamente detrás de ellos; un piloto que volvía con agujeros de disparos en la parte posterior de la máquina corría el peligro de ser expulsado de la escuadrilla. En ocasiones, los pilotos jóvenes aterrizaban en algún campo para remendar los agujeros de bala antes de que Richthofen los viera.
Durante sus días de gloria, una de las características de Richthofen había sido su habilidad para dormir; le disgustaba levantarse temprano para salidas mañaneras, y dormía una siesta en mitad de la jornada. Ahora lo perseguían las pesadillas, y sus informes de este período insisten continuamente en aparatos derribados envueltos en llamas.
Sería melodramático alegar que Richthofen tuvo una premonición de su muerte. Pero sabía con deprimente certeza que sus oportunidades de supervivencia eran muy escasas. Cesó de comprar copas para señalar sus victorias; al joyero se le había acabado la plata después de hacer 60, y Richthofen no trató de procurarse una nueva partida. Comenzó a escribir un tratado sobre guerra aérea.
Su última victoria —según el recuento oficial, la número 80— fue el 20 de abril de 1918, cuando derribó un Camel británico piloteado por el segundo teniente D. E. Lewis, de 19 años. La máquina explotó en llamas al tocar tierra, pero Lewis consiguió salir con vida; Richthofen, piloteando su triplano Fokker color rojo, descendió y lo saludó con la mano.
Al día siguiente, Richthofen y su circo actuaban en una batalla cuando, para desesperación de sus caballeros, su máquina se deslizó a tierra detrás de las líneas británicas. Los ingleses lo encontraron sentado en su cabina, muerto. Una bala le había atravesado el corazón. El autor de su muerte es aún motivo de controversia. Un piloto canadiense, el capitán Roy Brown (12 victorias) que le había disparado en el aire, obtuvo el crédito oficial de la hazaña, pero pudo haber sido un disparo de tierra de los artilleros australianos.
Los británicos se sintieron a la vez encantados entristecidos por la desaparición del gran enemigo. Después de una autopsia ejecutada por tres médicos, velaron su cuerpo en un castillo. Los aviadores de las escuadrillas vecinas llegaron hasta allí para rendirle homenaje. Luego, hubo un gran funeral militar. Un destacamento australiano ejecutó las salvas de ritual, y seis pilotos portaron su ataúd. Un capellán anglicano leyó el servicio fúnebre para “nuestro hermano Manfred”. Espontáneamente, los oficiales británicos formaron fila para saludar u tumba. Se brindó por su memoria en las comidas de la RAF; solamente el as británico Manneck, que odiaba a todos los alemanes, rehusó hacerlo. (Manneck fue uno de los pocos ases que sobrevivió a la guerra.)
Sobre las líneas alemanas, la RAF —nuevo servicio que se había formado de la fusión del Royal Flying Corps con el Royal Naval Air Service— dejó caer una caja: Contenía una fotografía de la tumba de von Richthofen, cubierta de coronas, y este mensaje: “A la Fuerza Aérea Alemana. Rittmeister Baron Manfried (sic) von Richthofen fue muerto en combate aéreo el 21 de abril de 1918. Fue sepultado con todos los honores militares. De la Real Fuerza Aérea Británica.”
Siete años más tarde, los restos de Richthofen fueron trasladados a Berlín y se colocó una gran lápida de mármol blanco sobre su nueva tumba. Hoy, en Alemania y otros países se coleccionan recuerdos suyos. Hay calles con su nombre; la Fuerza Aérea de Alemania Occidental todavía tiene una Compañía Richthofen. Del horror de la guerra y la derrota, había surgido un héroe.

Revista Siete Días Ilustrados
30-07-1968
barón rojo

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