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asalto al tren correo
El asalto al tren correo
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RESUMEN DE LO PUBLICADO
El 8 de agosto de 1963, a 64. kilómetros al norte de Londres, una pandilla de asaltantes detuvo y desvalijó a un tren correo. El robo —caratulado por Scotland Yard como “el más grande del siglo’’— reportó a sus autores un botín de 2,5 millones de libras esterlinas (120 millones de pesos moneda nacional al cambio de la época). La policía inglesa —al mando del famoso pesquisa Thomas Butler— emprendió la más grande cacería humana conocida hasta la fecha. Uno a uno los ladrones fueron cayendo en manos de la ley; el primero de ellos fue apresado unos pocos días después del asalto; el último, Bruce Reynolds, sólo cinco años después. Dos de los asaltantes lograron huir de la cárcel: uno, Ronald Biggs, aún sigue en libertad y acaba de escribir sus memorias; el otro, Charles F. Wilson, sindicado como uno de los cabecillas de la banda, fue detenido por Butler 16 meses después de su fuga. Pat Wilson —esposa de Charles— termina de publicar, en Londres, unas inquietantes confesiones acerca de cómo y quién planeó el espectacular atraco: según la Wilson, un misterioso personaje llamado Frenchy fue el artífice del golpe, y su identidad —e incluso su misma existencia— habría sido ignorada totalmente por Scotland Yard. Junto con la aparición, hace pocas semanas, de las confesiones de Pat Wilson —que SIETE DÍAS publica con carácter exclusivo— se produjo la muerte del detective Tommy Butler, abatido por un infarto mientras trabajaba en el jardín de su casa, ya retirado del servicio policial inglés. Estos dos hechos casi simultáneos pusieron de nuevo en vigencia los pormenores ocurridos durante el asalto al tren correo. Lo que sigue es la segunda y última parte de las confesiones de Pat Wilson, esposa de uno de los cabecillas.
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Yo siempre supe que Charlie tenía el cerebro y la habilidad de un maestro del crimen, pero también presentía que alguna vez la policía habría de poner fin a su carrera delictiva. Pero me extrañó, sin embargo, que una inteligencia tan lúcida como la de Charlie, así como la experiencia demostrada por Frenchy y Bruce Reynolds, no hubieran previsto que la policía iba a descubrir su escondrijo de Leathersdale y hallar ahí las numerosas huellas digitales que sirvieron, luego, para identificar a todos los integrantes de la banda.
Un tiempo después del robo, cuando ya estábamos instalados en Canadá, Charlie me contó lo que había ocurrido en la granja de Leathersdale. No bien el dinero fue trasportado de los vagones del tren a los camiones, toda la pandilla se dirigió al escondrijo de Leathersdale para repartir el botín y desconcentrarse. Frenchy —me confió Charlie— había ordenado a todos los hombres que usaran guantes durante el tiempo que permanecieran en la granja, pero nadie le hizo caso. Opinaron, en cambio, que era más práctico designar a dos personas para limpiar las huellas después de la desconcentración, lo cual les permitiría trabajar con más comodidad durante los dos días que habrían de pasar en el escondite contando el dinero, pintando de nuevo los camiones y los automóviles empleados en el robo y destruyendo las herramientas usadas y los sacos del correo en los cuales se guardaba el dinero. Frenchy, a regañadientes, cedió ante esa opinión de la mayoría, pero fue el único que siguió usando guantes de goma durante toda la permanencia en la granja.
Charlie, que deseaba fraguarse una coartada, apenas si pasó algunas horas en el escondite y ni siquiera esperó por su parte del botín. Sólo le dijo a su amigo Frenchy:
—Mira, tú te ocupas de recoger mi parte y luego me la entregas en Londres o en Francia. No tengo ningún apuro y ya sabes que confío en ti; ahora me interesa desaparecer lo más pronto de aquí.
Después de confiar el dinero a su amigo, un poco más de 200 mil libras esterlinas, Charlie se marchó rumbo a Londres. Sólo estuvo en la granja el tiempo necesario para prepararse dos sandwichs que luego comió por el camino. Sin embargo, cuando los técnicos de Scotland Yard revisaron la casa de Leathersdale encontraron,, impresa en un salero, una clara huella del pulgar derecho de mi marido. Esa prueba de su participación en el asalto le valió el arresto y una posterior condena a 30 años de cárcel. Pero su amigo Frenchy no lo abandonaría; como tampoco olvidaría a otro de los reclusos: Ronald Biggs, quien, como Charlie, habría de fugar de la cárcel merced a la ayuda y al talento organizativo de Frenchy. (ver observación al final de la nota)
Ocurrió que los dos hombres designados por Charlie y Bruce para limpiar las huellas y quemar la granja, se asustaron por el intenso despliegue policial y no cumplieron su trabajo, por el cual —por otra parte— se les había pagado 10 mil libras esterlinas a cada uno. Esta omisión permitió que la policía identificara a la mayoría de los responsables del asalto y que acumulara un impresionante rosario de pruebas incriminatorias. Pero Frenchy no habría de olvidarse de sus mejores amigos.

OPERACION RESCATE
El método imaginado para liberar a Charlie fue tan elaborado y complicado que sólo pudo ser llevado a cabo por un maestro de la planificación. Sólo dos semanas después de que mi marido hubiera sido enviado a la cárcel de Winson Green, en las afueras de Birmingham, los engranajes de la operación rescate comenzaron a funcionar.
Aunque Charlie estaba bajo continua vigilancia, uno de los convictos logró hacerle llegar una nota en la que se leía: ‘Frenchy está ocupándose’. Tiempo después, mientras estábamos Charlie y yo tomando un trago en nuestra casa del Canadá, él me confesó:
—¿Sabes?, ni bien leí el nombre de Frenchy supe que mi evasión era un hecho. Yo sabía que durante la guerra él había organizado numerosas fugas de agentes ingleses que caían en manos de los SS nazis. Si Frenchy no lograba liberarme, nadie en el mundo podría hacerlo.
Esa confianza en la habilidad y lealtad de su amigo lo llevó a tomar una resolución peligrosa para su futuro. En esos días iba a tratarse su caso ante la Corte de Apelaciones en lo Criminal, lo cual obligaba que Charlie fuera trasladado a Londres. Temiendo que ese hecho perturbara los planes de Frenchy, mi marido decidió no asistir y firmó un documento legal renunciando a su apelación. Lo cual sorprendió tanto a sus abogados como al fiscal. Dispuesto a conceder a su compinche todo el tiempo necesario para preparar los detalles de la fuga, Charlie se resignó á pasar una larga temporada en el presidio y organizó su vida como si estuviera dispuesto a cumplir el término de su condena de la manera menos penosa posible. Sin embargo, el operativo maquinado por Frenchy se llevó a cabo el 12 de agosto de 1964, cuando a Charlie todavía le faltaban 29 años y tres meses para terminar su sentencia.
Mi marido, al igual que yo —que sólo conocía una microscópica parte del proyecto—, sólo se enteró de todos los detalles de la operación mucho más tarde, cuando instalado en un confortable departamento de la rue Scribe, en París, Frenchy le narró los pormenores de la operación rescate. El primer paso del plan —que en total le costó a Charlie 50 mil libras esterlinas— fue el de reunir a seis expertos, cada uno de los cuales debía cumplir un papel específico en la evasión. El primero de esos técnicos era un experimentado cerrajero, muy conocido en el hampa; un inglés con reputación internacional. El segundo se trataba de un as del volante, cuya función sería la de conseguir y guiar el auto que habría de alejar a todo el grupo de los odiados muros de Winson Green. El tercero era un belga, experto piloto especializado en vuelos clandestinos y antiguo compañero de Frenchy, con quien había colaborado en la resistencia francesa, durante la ocupación alemana. El cuarto técnico era un ingeniero francés, quien fue encargado de controlar todo el sistema de comunicación radial de la policía después de la fuga. Los dos últimos especialistas eran dos conocidos hombres montaña, famosos en el hampa inglesa por su agilidad, su valentía y su fuerza física: eran los responsables de escalar los muros de la prisión en primer término y de brindar protección al resto del equipo.
Como se ve, la operación rescate fue concebida de la misma manera que al asalto al tren, confiando cada tarea a verdaderos maestros en la materia. Adiestrar a los seis hombres no resultó nada fácil: durante dos meses practicaron intensamente hasta conocer toda la operación al dedillo.

EL ENTRENAMIENTO
A principios de junio de 1964, Frenchy convocó a su pelotón de comandos —como él los llamaba— y juntos se marcharon hacia el norte de Francia, donde se instalaron en un castillo abandonado, cuyas murallas tenían el mismo alto e ¡guales características que das de la prisión de Winson Green.
Al cabo de tres días de ensayos, los dos hombres montaña tenían dominada la muralla y podían escalarla con facilidad, trepando por una cuerda de seda sujeta a un garfio de acero. Poco a poco también el resto de los hombres podía subir el muro con más o menos dificultad. Pero Frenchy nunca estaba conforme: sabía que el más importante inconveniente que debían vencer era el factor tiempo y que todo el éxito de la operación dependía de la celeridad con que se la llevara a cabo. Reloj en mano se dedicó durante horas y horas a azuzar a los expertos para que batieran sus propios records.
A las tres semanas de trepar por la cuerda de seda, el cerrajero, de quien dependía la parte vital del operativo, notó que la piel de sus
dedos comenzaba a endurecerse por efectos del rudo ejercicio. Si continuaba entrenándose corría el peligro de no poder abrir las cerraduras de la cárcel; pero si no se entrenaba, ni siquiera podía llegar a lo alto de la muralla.
Frenchy imaginó, entonces, un dispositivo de poleas mediante el cual se podría ¡zar fácilmente al cerrajero; pero el inconveniente estribaba en que para esa operación se necesitaba un hombre extra y ya no había tiempo para reclutarlo. Entonces —lo cual es una verdadera prueba de amistad—, Frenchy decidió participar él mismo en la operación rescate, que (a fines de julio) ya estaba perfectamente coordinada y lista para llevarse a cabo. Sólo entonces Charlie recibió su segundo mensaje en la cárcel.

DETRAS DE UN ALTO MURO
Dos días antes de la evasión Charlie recibió otra nota que decía: ‘Es conveniente que el 12 de agosto permanezcas despierto. Frenchy asegura que sus amigos suaves te visitarán’. Más tarde, Charlie me confió que la palabra suave lo tranquilizó, pues ella significaba que Frenchy había decidido evitar toda violencia y descartar las armas de fuego.
El 12, a las 5 de la tarde, Charlie —al igual que los otros convictos— fue encerrado en su celda para pasar la noche. A esa misma hora, los dos hombres montaña y el cerrajero se deslizaron hasta una obra en construcción, al pie del muro (de 5 metros de altura) y permanecieron escondidos hasta las 3 de la mañana. Un garfio de acero fue lanzado sobre el muro y los dos hombres montaña treparon por él y una vez en la cúspide armaron el aparejo para elevar al cerrajero. Frenchy, después de dar las últimas instrucciones al chofer, al radiotécnico y al piloto, se reunió con el grupo escalador y ayudó a izar al cerrajero.
Los cuatro se introdujeron en la prisión y marcharon rápidamente hasta una sala de baños que comunicaba con el sector en el cual estaba la celda de Charlie. Sólo 30 segundos demoró el cerrajero en abrir el mecanismo, casi el mismo tiempo que empleó uno de los hombres en reducir al centinela del pabellón. Lo más difícil fue hacer saltar el cerrojo de la celda de Charlie: cinco minutos tardó el experto en desmontar la cerradura. Cuando traspusieron la puerta, Frenchy le alargó a mi esposo un atado con ropas de calle y un par de zapatos con suela de goma, tras lo cual abandonaron la prisión en tanto que el cerrajero se quedaba atrás para volver a cerrar todas las puertas.
Sólo 18 minutos después de haber empezado, la operación rescate concluyó con todo éxito: Charlie había sido liberado en 2 minutos menos que los calculados por Frenchy. Lo demás fue muy sencillo: subieron al auto, que se alejó velozmente hacia las afueras de la ciudad, y luego Charlie fue trasladado a un camión tanque preparado para ocultarlo. Así recorrió 50 kilómetros hasta el sitio donde lo esperaba el Cessna bimotor que lo llevó hasta el norte de Francia. Dos días después, Frenchy se le reunía y juntos se trasladaron a un departamento céntrico en la rue Scribe, situado a pocas cuadras de la Opera de París, en los altos del Royal Bank of Canadá; toda una premonición, como se verá más adelante.

RUMBO AL CANADÁ
Algunos meses más tarde recibí —por intermedio de una mujer joven, a quien nunca había visto en mi vida— un mensaje de Charlie y un pasaporte falso para mí y las nenas: en el sobre también había cuatro pasajes para Montreal, sitio elegido por mi marido para reunirse con nosotras. Bajo el nombre de Bárbara Jean Alloway subí —el 4 de octubre de 1964— al avión que habría de conducirnos al Canadá, donde nos esperaba mi marido, quien había adoptado el nombre de Ron Alloway. El encuentro fue emocionante: Charlie había arrendado una hermosa finca en las afueras de Montreal y adquirido un enorme Pontiac azul metálico en el cual nos trasladamos desde el aeropuerto. Allí, en esa casa, decidimos comenzar una nueva vida. Pero todo iba a terminar muy pronto. Charlie, por esa época, comenzó a trabajar como vendedor de automóviles en una firma de Montreal y yo volví a mi antiguo oficio de modista. Nos fue tan bien, al principio, que a los pocos meses pudimos adquirir nuestra propia casa —financiada con la venta de nuestra frutería y de nuestra casa de Inglaterra—, en un terreno ubicado a 38 kilómetros de Montreal. La casa era magnífica: tenía dos plantas, cinco dormitorios, una cocina de lujo y un cuarto de juego para las niñas. Por ella pagamos 6 mil libras al contado y obtuvimos una hipoteca por el saldo, que también importaba otras 6 mil libras esterlinas.
Pero Charlie no se resignó a llevar una modesta vida de empleado. Varias veces se reunió con Bruce Reynolds en el Canadá y juntos emprendieron numerosos viajes a los Estados Unidos e incluso dos o tres a Inglaterra y Francia donde se vieron con Frenchy. Aunque Charlie nunca me dijo nada, tengo la sospecha de que por ese entonces se ocuparon de varios trabajos en Europa y los Estados Unidos.
Después de habernos cambiado a nuestra nueva vivienda, a la que bautizamos con el nombre de Mountain Ranchos, el círculo de nuestros amigos era, por razones obvias, sumamente reducido. El jefe de policía de Rigaud —ejido en el cual vivíamos— llegó a ser muy amigo de Charlie y juntos solían realizar frecuentes excursiones de pesca. Pero mi esposo no había roto los vínculos con sus antiguos compinches. Un día, poco antes de la segunda Navidad que pasamos en el Canadá, recibimos una tarjeta fechada en Australia y que sólo llevaba la inicial B a modo de firma. Más tarde supe que se trataba de Ronald Biggs, con quien —después de haber fugado de la cárcel, también él con ayuda de Frenchy— Charlie y Bruce habían realizado varias reuniones y viajado a México y a algunos países de Sudamérica. Lo cual explica, desde luego, las importantes sumas de dinero de que disponía Charlie.
Pero una mañana de invierno, 16 meses después de nuestra radicación en el Canadá, esa precaria facilidad en la cual vivíamos se esfumó de golpe. A las 8, poco después de que Charlie acompañara a Tracy y Cheryl hasta su colegio, oí que llamaban a la puerta. Cuando abrí vi a varios hombres que conversaban con mi marido: uno de ellos era Tommy Butler. No lloré ni me desmayé, sólo pude tomar a la pequeña Leander en mis brazos y sentarme frente a la ventana a través de la cual se dominaba todo el valle.
Desde esa mañana mi vida fue un infierno de soledad y angustias. Lo peor de todo fue educar a las niñas sin ocultarles que su padre era un famoso delincuente: creo que procedí de manera correcta al enfrentarlas con una verdad que tarde o temprano habrían de conocer.
Ahora, aunque no me hago falsas ilusiones, sólo tengo la esperanza de que la justicia sea clemente con Charlie y lo perdone antes de que expire el tiempo total de su condena. Con esa ambición escribí estas confesiones, que no tienen otro propósito que aliviar mi conciencia y contar algunos momentos de mi vida pasados en compañía de mi esposo, Charles Wilson, uno de los jefes de la pandilla que asaltó el tren correo.
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(Nota de la Redacción: Quizá convenga aclarar que esta afirmación de Pat Wilson es negada insistentemente por Biggs en sus memorias publicadas en Australia, el mes pasado, por el rotativo The Sun. Biggs, que ahora está, presuntamente, oculto en algún lugar de Sydney o Canberra, niega —incluso— la existencia de Frenchy: un detalle, no obstante, que sólo confirmaría la versión sustentada por la Wilson. En efecto, si como afirma la señora Wilson en sus confesiones, una estrecha amistad une a los principales jefes de la banda (es decir, Charles Wilson, Bruce Reynolds y, un escalón más abajo, Ronald Biggs) con el escurridizo Frenchy, no sería extraño, entonces, que un juramento de fidelidad impida toda alusión al cerebro máximo de la pandilla. Además, el hecho de que Scotland Yard haya resuelto abrir nuevamente la causa, autorizaría a pensar que lo dicho por la Wilson acerca del misterioso Frenchy es rigurosamente exacto. Tampoco habría que olvidar que de los 2,5 millones de libras esterlinas robados, sólo se consiguió rescatar unas 500 mil. Aunque quizás haya que descartar, eso si, una sospecha: en una reciente entrevista con la prensa, la señora Wilson insinuó que parte de la suma atesorada por el presunto Frenchy habría ¡do a parar a los bolsillos del inspector Butler, en pago de su silencio. George Hatherill —actual subjefe de Scotland Yard— catalogó la velada sugestión de Pat Wilson como de "infame calumnia destinada a desprestigiar la memoria del incorruptible Butler". De cualquier manera, el relato de la Wilson aclara uno de los más enigmáticos detalles de la investigación: ¿cómo fue que los delincuentes dejaron, en la granja que les sirvió de aguantadero, tal profusión de huellas digitales? Así lo explica Pat Wilson.)

Revista Siete Días Ilustrados
22.06.1970
 
asalto al tren correo

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