Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado
|
HISTORIA Y TÉCNICA DEL WHISKY ARGENTINO SCOTCH ON THE PAMPAS Ya no es patrimonio exclusivo de rubicundos y astutos anglosajones: ahora y cada vez en mayor medida también los argentinos son whiskófilos. Aquí, algunos entretelones de ese rito Como una sombra fiel, un tendal de leyendas acompaña siempre al mundillo de los alcoholes espirituosos: aquellos licores —fruto de una sagaz fermentación— que iluminan el espíritu de sus adeptos. Por ejemplo, entre tales líquidos hay varios que parecen destinados a escoltar ciertos oficios: cualquier lector de historietas más o menos experimentado identificará al ron (o rhum) con El Corsario Rojo o algún otro de sus colegas; el calvados —un coñac de manzanas— aparece a cada rato en las páginas de Arco de Triunfo, esa conocida novela de| escritor alemán Erich María Remarque: su protagonista, un médico vapuleado por la suerte, no perdía ocasión de entrar en un bistrot para engullir una copa de la bebida. Por su parte, así como el vino goza de anchos fervores entre sectores muy diversos —salvo en aquellas latitudes donde revista como mercadería rara—, el whisky protagonizó en la Argentina una parábola singular: por años fue como un marbete que iba adherido a rubicundos, chispeantes anglosajones. Ahora, y desde hace mucho, figura como una de las más prestigiosas bebidas blancas —esto es, destiladas— a lo largo y ancho del país. Pero, además, quien lo bebe (así sea ocasionalmente) pasa a integrar una rara cofradía: la de los señores y señoras astutos, conocedores de lo bueno que guarda la vida (y bastante intelectualizados como para poder discutirlo). Fue a partir de la segunda posguerra cuando la Argentina se convirtió en una nación whiskófila; al menos, en lo que se refiere a sus grandes ciudades. Y para garantizar tal afición sin sujetarse a los caprichos de ningún país proveedor, empezó a fabricarse aquí un whisky que mereció un desafiante slogan publicitario: “Igual al mejor importado”. A fin de rastrear los vaporosos detalles de ese rito alumbrando de paso algunos secretos casi siempre ignorados por el público, un redactor y un fotógrafo de SIETE DÍAS invirtieron la semana última en recorrer una de las más importantes plantas elaboradoras de whisky argentino. Lo que sigue es, trago a trago, una síntesis de tan gratificante investigación. CUBITOS PARA UN CASAMIENTO Los cultores vernáculos de esta magia —en cuya galera sobrenada el elixir rebautizado güiski, como suena en español— demostraron hace años que nada deben envidiar a los taumaturgos extranjeros. Claro que es imposible, aún, destilar un whisky totalmente argentino; es decir, elaborado del principio al fin con ingredientes autóctonos. Sin embargo, el grado de participación local en todo el proceso es más que respetable: de hecho los mejores whiskies argentinos resultan de un arduo, sutil matrimonio —blending, dicen los británicos— entre productos de destilación escoceses y otros surgidos en estas tierras. Ocurre que, por ahora, sólo en Escocia se destila el llamado whisky de malta de cebada (malt whisky) que hizo universalmente famoso al país; da al scotch su gusto tan apreciado por los bebedores, y en realidad es una mezcla de muchos whiskies de distinta robustez y aroma a partir de cuatro tipos fundamentales: Islay, con misterioso gusto a humo; Campbelltown, macizo como un buey; el liviano y claro Highland y el Lowland, pesado y oscuro como esas “tierras bajas” de las que toma el nombre. Cuando ese malt whisky escocés se une con el whisky nacional de granos o cereales —por lo general sorgo y a veces maíz— da nacimiento a la bebida final, la misma que tintinea en los vasos vernáculos al compás de los cubitos de hielo. Dicho así parece fácil; pero se corre el riesgo de olvidar hasta qué punto este proceso es una alquimia compleja, digna de aquellos monjes medievales que perseguían febrilmente la Piedra Filosofal. Un ejemplo: el malt whisky escocés que interviene en el proceso resulta de la mezcla de 27 whiskies distintos hecha por veteranos catadores; por ser hija de una tecnología con siglos de especialización, hasta el momento es imposible obtener esa mezcla en otro lugar que no sea Escocia. En cuanto al whisky de granos local que ha de casarse con aquél, debe vigilarse su producción y añejamiento con un celo extraordinario; y aquí es pertinente un dato: cualquier whisky escocés de pura cepa, sólo podrá ostentar la mítica leyenda Scotch si ha tolerado antes tres años de envejecimiento en las grandes cubas; “si se atiende a que las marcas más notorias de la actualidad exhiben entre cuatro y seis años de vejez, eso demuestra que nuestros whiskies, con sus cinco y ocho años de añejamiento, no sólo exceden el mínimo exigido mundialmente sino que, además, superan a casi todos sus congéneres”, explica Luis Rodolfo Marzoratti (43, tres hijos), director comercial de Hiram Walker Argentina, firma auscultada por SIETE DÍAS, y que produce las marcas Old Smugler y Premium. Para que esas líquidas criaturas puedan pregonar (como lo hacen) que se trata de bebidas “muy añejas” deben sortear año a año las inspecciones de la Dirección General Impositiva, feroz cancerbero en tal renglón. ¿Cómo se volcó al país la difícil técnica del destilado? Para reseñarlo es inevitable aludir otra vez a la evolución de esa firma, cuya casa matriz vio la luz en 1858 —en Canadá— gracias a la combinación de dos industrias: la harinera y la licorista. Una asociación de la cual brotó el Club Whisky, luego conocido como Canadian Club, que tras imponerse en su país de origen barrió con la competencia en los Estados Unidos y se esparció exitosamente por el planeta. Hiram Walker, de Canadá, presidida por mister Harry Hatch, uno de los primeros destiladores que implantó controles de calidad, se fusionó en 1927 con Gooderham & Worts, de Toronto, otra importante destilería canadiense. Se abrían así nuevos rumbos para la expansión de la industria licorista: en 1934 chisporroteó en Peoría, Estados Unidos, la que es aún hoy la mayor destilería del globo y en 1938, en Dumbarton (Escocia), la más grande en todas las Islas Británicas. A esta organización se añadirían, más tarde, importantes filiales. Una de ellas, la que labora en la localidad bonaerense de Bella Vista. YO QUIERO A MI WHISKY ¿Y USTED? A pesar de su buen humor, el hombrecito estaba enojado. No era para menos: era estadounidense pero se encontraba en Londres y, para colmo, el Savage Club londinense —tan frecuentado por él— no tenía ni una pinta del verdadero whisky bourbon de Kentucky que había saboreado tantas noches. Entonces, los consocios de Samuel Clemens —o, para nombrarlo de otro modo, Mark Twain, seudónimo que popularizó a ese escritor idolatrado en el mundo entero— decidieron rendirle un homenaje: importaron a nombre del Savage Club media docena de cajones de bourbon auténtico. De más está decir que Clemens-Mark Twain agradeció toda su vida el presente, aunque no pudo gozarlo del todo: a poco de producido este episodio debió regresar a los Estados Unidos, y el whisky encaneció en las bodegas del club. Por fortuna, en la Argentina no se sufren esas carencias: a principios de la década del 40 Harry Hatch visitó el país. Lo traía una sola intención: comprar caballos de carrera. Pero al ponerse en contacto con los suelos y climas argentinos, al comprobar la abundancia de cereales de adecuada calidad y las posibilidades del mercado, viró ciento ochenta grados en su proyecto original. En vez de llevar caballos, Hatch se dispuso a fabricar un whisky con sello autóctono. Un proyecto favorecido por diversas casualidades: por ese entonces, el consumo de bebidas importadas padecía las restricciones de la Segunda Guerra Mundial; paralelamente estaba en venta la legendaria destilería La Rural, fundada en 1885 por el pionero Eugenio Mataldi, padre de los alcoholes folklóricos. Concretada la compra de La Rural, el whisky pampeano pudo dibujar ya —triunfalmente— sus primeros palotes: exactamente, desde el 19 de noviembre de 1943. Con el asesoramiento de especialistas de empresas del exterior, en 1944 comenzó a erigirse el edificio destinado a la licorería, separado de la destilería propiamente dicha por una calle pública. Este edificio abarca hoy una sección de elaboración de bebidas, líneas de fraccionamiento, depósitos de productos terminados, oficinas y dependencias de la gerencia de la planta. Media docena de galpones para añejamiento de alcoholes, cuatro tanques de depósito con capacidad para un millón de litros e igual número de silos de 30 metros de altura —obra que por su envergadura modificó radicalmente la fisonomía de la zona— son otras tantas cumbres de la empresa. En el caso específico del whisky, e| casamiento o blending entre los componentes nacionales e importados debe sedimentar durante dos meses; sólo trascurrido ese bimestre los técnicos dan el visto bueno para el consumo masivo. No menos decisiva es la línea de fraccionamiento, que hasta 1966 albergaba instalaciones totalmente manuales con posibilidades de embotellar 2 mil envases cada hora: alrededor de 1.300 cajas de 12 litros por día. Desde ese año en adelante, fecha en que se agregó una línea automática de alta velocidad, se fraccionan 9 mil litros horarios; una cantidad apta para hacer zigzaguear al más sobrio de los mortales. Las cifras mareadoras no se detienen allí: los depósitos de granos engloban 24 silos y 14 entresilos, que pueden atiborrar 30 mil toneladas de cereales: el mosto procesado a 140 grados de temperatura se trasformará, en los tanques maceradores, en azúcar fermentescible y luego transitará columnas destiladoras, filtros, prensas y secadores para originar el ansiado alcohol de granos, que se hidratará hasta rozar los 43 grados requeridos. Toda esta historia puede bordar, todavía, otra clase de astucias. Como la que susurró un operario de la planta a SIETE DÍAS, mientras se recorría el miniuniverso de depósitos y retortas: “¿Se imagina, amigo? Al paso que va el dolar, todo el que tenga en su bodega unos cuantos cajones de buen whisky hará un negocio macanudo: a| poco tiempo quintuplicará el dinero”. Por lo que ser ducho en esta bebida —mandada a hacer piara gente ducha— puede redituar, de paso, inesperados beneficios financieros. Nada fundamentales, es verdad, según confesó en seguida ese mismo operario: “Aquí, entre nosotros, lo realmente lindo es paladear un trago de cuando en cuando. Sólo uno, claro, y fuera de horas de trabajo; si no, ¿sabe qué dulces mareos nos pescaríamos?”. Revista Siete Días Ilustrados 21.02.1972 |