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LOS OFICIOS TERRESTRES

Cada obrero lleva prendida a la camisa una chapa cromada de cinco centímetros de diámetro; en ella se lee: “Yo trabajo bajo aire comprimido. En caso de accidente o salud en peligro, inmediatamente deberé ser trasladado a Supercemento, Luzuriaga y Alvarado, Buenos Aires”.
El médico de la empresa, Víctor Mizraji (40, casado, dos hijos), sabe de memoria los síntomas; los más comunes son calambres, fuertes dolores en el tórax, mareos. “Es preferible que la gente no pase de los cuarenta; debe comer, fumar y beber con moderación. Si la descompresión durara menos de 15 minutos se producirían en el organismo burbujas de nitrógeno, la enfermedad de Caisson, que también soportan los buzos que no cumplen las etapas de subida; esas burbujas, cuando no son grandes, provocan un malestar muy intenso, pues se alojan en las articulaciones; en esos Casos se introduce al obrero en una cámara auxiliar de presión (en Luzuriaga y Luján, a dos cuadras del Riachuelo, cerca del Puente Victorino de la Plaza) y luego de comprimirlo, se lo descomprime durante dos horas, lentamente, hasta que las burbujas desaparecen”, explicó Mizraji a PRIMERA PLANA.
Unos 90 obreros son sometidos diariamente al proceso de compresión y descompresión, a la entrada y Salida del túnel “aunque en los seis meses que llevamos en este trabajo nunca tuvimos accidentes fatales”, se consuela el médico, un especialista.
Olvida, quizás, el caso de Ademar Blanco, 65, un capataz que habitualmente trabajaba en superficie hasta que dos semanas atrás bajó al túnel; iba a experimentar un colapso cardíaco que casi lo deja tieso. “Es que yo estaba muy nervioso y eso me afectó”, autodiagnostica Blanco, un viejo, comparado con el plantel que seleccionan los contratistas; la mayoría no pasa los 35, pero los nervios y el miedo cunden lo mismo.
Uno de los ingenieros, Francisco Moresco (casado, 35. dos hijos), quien supervisa las obras, admite que “no hubo más remedio que utilizar el aire comprimido, un sistema tan conocido como peligroso”.

MIENTRAS LA CIUDAD DUERME
Tan duro oficio se despliega cotidianamente en la construcción del segundo tramo del túnel que licitó Obras Sanitarias de la Nación en 1963 para dotar de aguas corrientes al aglomerado bonaerense (Lanús, Quilmes, Bernal, Lomas de Zamora, Berazategui, parte de Avellaneda y otras localidades sureñas) ; el tramo —unos 2.600 metros— atraviesa Barracas, por debajo del Riachuelo y va a parar a la Avenida Pavón, en Avellaneda; allí conecta con la tercera parte (3.600 metros, prácticamente listos) que sigue la línea de Pavón, cruza las vías del Ferrocarril Roca, a la altura de Gerli, y empalma con una cámara que manda las aguas hasta la Estación Elevadora de Lanús, en la que afluirá un caudal de 800.000 litros de agua potable que cinco bombas se encargarán, a fines de 1971, de lanzar por la red distribuidora; por el momento, la sala de bombas descansa, recubierta por un material acústico destinado a impedir que los ruidos infernales espanten al vecindario.
El primer trayecto de hormigón simple tiene 2.547 metros y 3,80 de diámetro; sale del depósito Antonio Paitoví, en el Barrio Constitución, y lo que resta es afianzarlo con unas manos más de cemento.
En definitiva, se ha creado un circuito que una vez habilitado trasladará el agua desde los piletones de OSN en Palermo (unos 2.500.000 litros diarios) hasta Paitoví, en Constitución y Pozos, y desde esa central, por casi 9 kilómetros de subterráneo, hasta Lanús. Tamaña obra se completaría con la licitación, a fin de año, para una conexión con el Establecimiento Potabilizador Bernal, junto al río; de esa forma se podrá conseguir un millón de litros diarios en Bernal sin la travesía por los subsuelos hasta Palermo.
El costo asciende a 11.540 millones moneda nacional; sólo las instalaciones electromecánicas en Lanús se calculan en 6.200 millones; en cuanto a la financiación, corre por cuenta del Banco Interamericano de Desarrollo.
No pocas empresas se disputaron la licitación: Ecofisa, Macagno, EACA, GEOPE, Supercemento, Vianini y Koerting; en la parte de tunelería, Ecofisa se adjudicaría el tramo II y Macagno los restantes; en cambio, Compañía de Construcciones Civiles y Koerting, alemana, iban a ganar la de Estación Lanús. Todo este mosaico de ofertas se diseminaba a fines de 1964, pero al año siguiente, luego de afrontarse inconvenientes y, fallas técnicas, el tramo segundo se entregó a Supercemento, con una antigüedad de dos décadas en el país y de capitales argentinos declarados y a Vianini, de capitales italianos (en el mundillo de las empresas los orígenes se atribuyen al Vaticano).
Entretanto, los tramos I y III se licitaban nuevamente; así van a parar a manos de EACA y GEOPE (también capitales argentinos; antes de la Segunda Guerra eran alemanes, pero luego, al incautarse esos bienes, se rematan y pasan a ser nacionales). Aunque las tres partes empezaron casi al mismo tiempo, hace cuatro años, la primera fue más sencilla por la constitución favorable del suelo. Según Raúl Garbajal (40), dibujante técnico de EACA, “no hubo problemas”; el único, para los memoriosos, aconteció en julio del año pasado, cuando una madrugada cedió la tierra en Miravé y Luzuriaga. “Diez minutos antes hubiera sido un desastre; el desmoronamiento habría tapado la excavación con los obreros dentro del túnel”, dice el dibujante.
En cambio, todas las penurias se abatieron sobre el segundo tramo, debido a las características —suelo de relleno y desparejo— y a la cercanía del Riachuelo; allí los imprevistos asoman a cada rato: cada dos o tres metros la arena se transforma en barro y el barro en arcillas duras o blandas.
La gran cantidad de agua, la presencia de napas freáticas, iba a impedir el trabajo con los elementos comunes de tonelería; a medida que avanzaba, el subterráneo se inundaba de barro; entonces, Supercemento decidió traer una máquina de Estados Unidos con un cabezal del mismo diámetro del túnel que excava en movimientos rotativos; detrás del cabezal, un sistema de
moldes y cañerías facilitaría el hormigonado al mismo tiempo que se perforaba; un chiche, en fin, que demandaría un millón de dólares.
Con todo, el barro y el agua son tan empecinados que ni con la máquina se puede obviar el aire comprimido; la presión que se mantiene dentro del túnel es un verdadero dique; sin embargo, esa misma presión es un inconveniente: levanta los cimientos de las casas y puede causar derrumbes; no otra cosa temen los vecinos cuando enfrentan: a OSN con sus quejas.

EL IDOLO DE ACERO
Uno de los asesores de Supercemento, Isaac Breyter, 62, un ingeniero, cree que a Popy, la máquina, “hay que bendecirla”; cuenta que gracias al cabezal rotativo se evitó que en Luzuriaga y California, cuando horadaban un pozo negro del tiempo de la Colonia, “el desmoronamiento sepultara a todos”.
Pero la gente del barrio, sobre todo los habitantes de la calle Luzuriaga, donde se trabaja ahora, no piensa lo mismo. María Vigo de Sánchez (78) apunta con el dedo acusador: “Mire cómo se me rajó la pared; esto es una barbaridad y no hay derecho a perjudicarnos”; su hija, Electra (47), alarga otro comentario: “Con el ruido que mete esta máquina nos estamos volviendo locos; las casas están rotas y los de Obras Sanitarias las arreglan como la mona; tan lindo que era el barrio hace veinte años”.
Carlos Gómez, 43, al 1400 de Luzuriaga, también se lamenta: “Perdimos la tranquilidad —dice— y le cuento que una noche se levantaron mis hijos y pararon esa máquina infernal, pero se armó tal bochinche que vino la Policía y hubo que hacerla andar”.
Para Ramón López, 44, quien vive en el 1518, “todo el trabajo está mal encarado desde el principio”. Él opina que los ingenieros no estudiaron bien el terreno “porque hasta notábamos por dónde avanzaba la máquina: la calle se iba hundiendo, y eso que perforaba a 20 metros de profundidad”; muestra cómo quedó la calle “toda combada” y además, los edificios “se corrieron”.
Según Breyter se gastaron arriba de 80 millones para reparar las construcciones y todos están muy contentos; quizá, pero no lo parecen.
En Luzuriaga y Santo Domingo, la escuela de niñas José Pedro Varela, tuvo que ser apuntalada y en 1969 las clases se suspendieron un mes. Otro de los habitantes, Eduardo Basile, 24, echa la culpa a los norteamericanos. “Yo vengo de trabajar a las cinco de la mañana y los veo llegar borrachos, en un coche sport, con mujeres.”
Pero exagera, porque ningún lugar es menos accesible para la juerga que el túnel. El mismo Breyter defiende a Leroy Lynch, 34, de Texas, y a Gerald Jerry Urick, 33, de San Francisco, los dos ingenieros del segundo tramo; “ellos trabajan como locos y son muy exigentes”.
Uno de los capataces, Richard Jurquensen, 31, también es de USA; ríe cuando le comentan que la gente chusmea que “los yanquis andan todo el día con la petaca agarrada al cinto”. “Bueno, el Whisky argentino me gusta”, admite con entusiasmo.
Dos de los expertos de OSN, Héctor Pedro Coria, 44, y Adolfo Reichel, 39, aseguran que se ejerce una rigurosa vigilancia sobre las compañías contratadas y se hacen los pagos cuando se ha comprobado cada trabajo con los papeles que atestiguan los jornales al día de los obreros. Con todo, Coria nunca bajó al aire comprimido. “Tengo claustrofobia y más de 40”, se excusa.
En realidad, los obreros soportan Cada día que se los comprima durante un par de minutos al entrar al túnel (la presión oscila entre 980 y 1.100 gramos, casi una atmósfera por sobre lo normal) y que se los descomprima al salir durante quince por la sencilla razón de que les pagan más: unos 40.000 moneda nacional por quincena, con extras (jornada de 8 horas).
Supercemento y Vianini se defienden con el argumento de que ellos se someten a normas aconsejadas por la Empresa Consultora Mathews (usa), de la Organización Mundial de la Salud y de la Escuela de Buzos de la Marina.
Luis Silvero, paraguayo, 23, trabaja desde hace cuatro semanas; es ayudante y acumula 35.000 por quincena “pero la gente cambia mucho porque a los americanos no les importa echarla si no sirve; indemnizan”.
Remigio Carrizo, 37, casado, piensa, en cambio, que muy bien no se gana, “porque con salario familiar, extras y el incremento por tarea insalubre, llego a los 400 por hora, y no siempre me
alcanza hasta la próxima quincena”.
Andrés Ferrari, 30, un excavadorista, es de los mejor pagos: llega hasta 80.000 por quincena. “Nunca tuve un problema y estoy contento; antes ganaba 35.000 como albañil y me moría de hambre. Víctor Cánepa, 26, dice que el comprimido le hace mal “pero gano bien y no me accidenté”.
A todo esto, el arquitecto José Vázquez, 32, técnico de Supercemento, se entretuvo en desglosar con prolijidad la planilla de sueldos; claro que eligió los más altos: un oficial operador de escudo (los que manejan a Popy) se lleva 56.126 por quincena; un ayudante de entubado trepa hacia los 150.000 mensuales; un soldador reúne 100.000; un capataz mensualizado, 170.000
Pero hay una historia menos feliz; la protagonizaron, a principios de agosto, cuatro obreros que fueron elegidos al frente de una comisión interna para protestar por las condiciones de trabajo, bajo el aire comprimido. A esos nuevos delegados se los echó; cuando fueron a protestar al Sindicato de la Construcción, que capitanea el atribulado Rogelio Coria, la cuestión se evaporó; uno de los ayudantes del albañil Coria había prometido enviar un telegrama a la Secretaría de Trabajo, “pero hace un mes y todavía demora en llegar”, confiesa uno de los sancionados, que hasta la semana pasada se mantenía en observador, con un aire de derrota, después de haber imaginado otro Chocón en el túnel.
No será El Chocón, pero es, sin duda, una de las obras más importantes del mundo en su género. “Ninguna se desenvuelve en terrenos tan poco aptos, por eso debemos reconocer el esfuerzo de técnicos y obreros”, declara Antonio Federico, 34, quien lideraba Recursos Hídricos y ahora administra Obras Sanitarias.
PRIMERA PLANA Nº 398 • 15/IX/70
 
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