Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

teatro
ESTRENOS
Buenos Aires es una fiesta
No podría haber comenzado mejor la temporada de 1973, que con la asombrosa versión de Sueño de una noche de verano, de Shakespeare, por el Club de Teatro de Montevideo, dirigida por Villanueva Cosse. Lamentablemente, ocupó tan sólo por tres semanas la cartelera del IFT, pero deja el recuerdo de una verdadera lección de teatro. Ojalá no vuelvan a repetirse las atrocidades qué algunos directores locales cometieron, en distintas ocasiones, con este prodigioso manual de juventud eterna.
Hay otro hecho teatral de la misma o mayor magnitud: el regreso de Carlos Trafic y Roberto Granados a la Argentina, y su presentación de El Sr. Retorcimientos en siglo agónico Censi —un título como cualquier otro—, en la sede del Centro Dramático Buenos Aires, en la calle San Lorenzo al 300. Nunca como frente a este espectáculo se corrobora que la palabra "vanguardia" no es más que eso, una palabra, y que únicamente el talento consigue corporizarla, hacerla carne y sangre y espíritu. Trafic y Granados logran lo que nadie hasta ahora en un medio como éste, demasiado permeable a la teorización: ser, vivir en un espacio escénico con la soltura, la naturalidad y la respiración misma de su vida propia, sin alardear en ningún momento de qué teoría están poniendo en práctica o a qué maestro están siguiendo.
Ellos son los maestros, en realidad. Son dueños de sus cuerpos y de sus actos, y comunican un infinito regocijo vital, en un gesto de amor por el cual, sobre todo hoy en día, hay que estarles muy reconocidos. Resultaría azaroso y acaso injusto tratar de describir lo que ocurre en ese lugar: caverna de
brujo tribal, palacio renacentista, prado bucólico de dibujo animado, el recinto se transforma a voluntad de los dos actores, que son algo más que actores. Son los médiums de una experiencia única, riquísima, que conjuga —sin rebuscamientos, sin prejuicios, sin culturalismos— la tragedia isabelina con el circo, la historieta con los ejercicios orientales de respiración, la melancolía con el humor (un humor porteño, irónico y casual, capaz de brotar en él momento más inesperado). Si Trafic reconoce su condición de payaso, lo hace con un eco de rebeldía que lo transforma en puro lirismo; si Granados se mete bajo la piel de un personaje femenino, lo hace con tanta nostalgia y tanta diversión como para reencontrarse, de repente, con el hondo misterio biológico del sexo, y reconocer en un espejo la cara del Otro.
A la vez, se burlan despiadada y tiernamente de sí mismos, del teatro (en la medida en que es representación, ficción, desdoblamiento), de los espectadores (en la medida en que son cómplices, a menudo inconscientes, de una impostura). Pero, justamente, su mérito mayor es, junto con un dominio prodigioso de la técnica, crear un espacio que resulta imaginario y real al mismo tiempo, un lugar donde la magia sucede, un lugar que es —para decirlo con una frase feliz de Alberto Greco, aquel precursor— el hombre mismo. En suma, las palabras sobran: hay que ir a ver Retorcimientos para entender que algo muy importante y muy hermoso está sucediendo en este momento en Buenos Aires.

ASERRIN, ABERRAN. En Sala Planeta, Enrique Ogni —un psicoanalista— y Alejandro Malowicki —un cineasta— como autores, y Malowicki otra vez como director, imaginan haber descubierto la pólvora, o algo por el estilo. Cuarto oscuro (o Se busca un padre y una madre) debe de ser, en cambio, la más portentosa acumulación de lugares comunes de la pasada década, de esos referidos a la alienación de las clases medias argentinas, sus conflictos internos y externos, y las consecuencias de todo orden que esos baches originan para los componentes de aquellas clases.
Si todo esto hubiera sido encarado con un mínimo de humor, tal vez no habría ocurrido el estropicio que se ve en escena. Pero los autores no sólo se hunden de buena gana en la cursilería, sino que también contribuyen a su producción en gran escala. En ese sentido, el final de Cuarto oscuro pudo haber sido la escena más cómica del teatro argentino en los últimos tiempos, si tan sólo no la hubieran tomado en serio. Porque es imposible tomarlo en serio, ante todo por una razón muy simple: si se arranca desde el comienzo con una frenética exasperación, el agotamiento llega pronto y el paroxismo culminante ya no es creíble.
Lástima de talentos desperdiciados en esta enésima historia de la familia "tipo” que ventila sus desacuerdos a la hora de comer. María Elena Mobi, en una madre heredada del radioteatro, y David Di Napoli, en el único personaje moderadamente verosímil de la pieza, se merecen mejor suerte.
En el San Martín, mientras tanto, José María Paolantonio acomete una "versión libre" de Trescientos millones, de Roberto Arlt, en la sala Martín Coronado. No puede —o no quiere— evitar, con todo su talento innegable de hombre de teatro, cultivado e ingenioso, que le ocurra lo que a tantos otros en el mismo ámbito: el enorme escenario se traga, literalmente, la obra, la reduce a un mero accidente entre montones de actores, decorados que suben y bajan, luces y trajes suntuosos.
Tampoco hay que caer en la mitificación de Trescientos millones. Su atracción principal es que lleva la firma de Arlt, y si éste —como lo afirma su hija, Mirta, en nota impresa en el programa— encontró en el teatro "su forma definitiva de plantearle problemas a la humanidad", sería difícil aseverar su dominio de la forma teatral. Paolantonio acierta en cuanto aligera a la pieza de excesos literarios, y se deja tentar en demasía por el afán de ponerle confites y moños, transformándola en algo así como una comedia musical abortada; procedimiento que sería inobjetable si fuera logrado, pero no lo es. De ahí que el drama —la tragedia— de la pobre sirvienta que se suicida, acosada por una realidad (la pobreza, la tuberculosis, el ser tratada como cosa y no como persona) que no se compagina con sus sueños, se diluye aplastado pos tanta canción, tanto vestuario, tanto colorinche.
Hay ideas fascinantes (una Muerte —Alejandra Boero— lesbiana y cínica; un favorable cambio en el final), hay eliminaciones atendibles (el personaje de la Patrona), pero hay mucho peso muerto, una hojarasca decorativa que ni siquiera alcanza la sugestión de la verdadera parodia: el baile de disfraz a bordo del barco, el desfile de las parejas de novios. El nivel interpretativo es, en general, brillante y abarca varios de los nombres que hicieron época en el teatro independiente y en las promociones profesionales desde 1955, aproximadamente: Alejandra Boero, Osvaldo Bonet, Luis Medina Castro, Miguel Ligero, María de la Paz, Noemí Manzano, Leonor Galindo (una Gitana dé opereta burlesca), María del Carmen Valenzuela, Cecilia Thumin, Graciela Martinelli, Santangelo, Leopoldo Verona y muchos más. Notable la música de Gerardo Gandini y esplendoroso el vestuario de Nené Murúa.

EL GROTESCO VIVE. Vive, entre otras razones, porque es un género característico, específicamente argentino; y porque tuvo autores de una talla inusual en el país, sobre todo Armando Discépolo, Carlos Mauricio Pacheco y Francisco Defilippis Novoa. Genio raro, este último: vivió poco (1892-1930) y lo poco que escribió le sobrevive por la originalidad de los temas, el rigor expresivo del tratamiento y un trasfondo de profundidad que tampoco es común en la dramaturgia nacional, sobre todo porque —dejando de lado alguna retórica propia de la época— se advierte que es de verdad, que viene de adentro, que no responde a una moda ni a una pose.
Junto con María la tonta, su obra maestra es He visto a Dios (1930), que toma un asunto y personajes del habitual sainete costumbrista del momento y los proyecta, de golpe, a una atmósfera sofocante que Kafka no habría desdeñado. Carmelo, el viejo relojero italiano, es el inmigrante que vino a hacerse la América y le costó mucho. Su constancia, su capacidad inhumana de trabajo y su mezquindad feroz, le han dado la fortuna, una fortuna que él destina a su hijo, un compadrito que ¡o detesta y que sería capaz de estrangularlo con tal de sacarle unos pesos. Pero el hijo muere, y Carmelo ya no entiende nada; y Victorio, su empleado, otro sórdido inmigrante, se aprovecha de esa confusa desesperación para hacerle creer qué Dios le habla y le ordena purgar sus culpas mediante —no podía ser de otro modo— la entrega de dinero y de la relojería misma, a Victorio y su compinche, Gaetano, cuya hija, Nuncia, fue seducida por el hijo de Carmelo.
Si la dirección de Santangelo es admirable de atmósfera, de silencios, de agobios sofocados (aunque tal vez le falte un contraste más violento de oposiciones, sobre todo al final, para destacar la esencia de lo grotesco), encuentra en Osvaldo Terranova —Carmelo— un intérprete excepcional. Si algo le faltaba a Terranova para consagrarse definitivamente, era esta labor formidable, arrasadora, abismal. Que esté a la altura de la obra, es su mayor elogio.
E. S.
PANORAMA, ABRIL 19, 1973
 
 

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