Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Quema de iglesias
1955-Los años críticos - 1970
DE PERON A ONGANIA (II)
BUENOS AIRES, UNA HOGUERA SACRÍLEGA
Nada se asemejaba más a una zona de guerra esa tarde del 16 de junio de 1955 que el centro de Buenos Aires. Y como en una ciudad en guerra, los generales se reunieron en su ministerio para dedicarse a “tareas específicas”. En las calles el pueblo lloraba sus muertos, sus bienes destruidos, su angustia de no saber qué más pasaría. Una persistente, obsesiva llovizna caía con tristeza: el cielo se asociaba al luto de la ciudad en tinieblas. (Las luces permanecieron apagadas en prevención de nuevos ataques aéreos.)
Paradójicamente, una de las funciones específicas de los generales era, en esos momentos, entregar al presidente Perón una creación literario-castrense del ministro de Ejército Franklin Lucero. En la reunión estaban los generales Pedro Eugenio Aramburu, Julio A. Lagos, Dalmiro Videla Balaguer, Juan J. Uranga, León Bengoa, Francisco Imaz y Miguel Pérez Tort, entre otros.
“Algunas lágrimas quizás puedan salir de mis ojos, pero esas lágrimas son lágrimas de exaltación de nuestra amistad indestructible y de la lealtad que hoy el Ejército ha puesto en evidencia. Los hombres que no lloran de emoción, a menudo suelen llorar de miedo.” El discurso de Perón tuvo contornos emotivos que recuerda el general Lucero. “Comprobé —dice— expresiones de alegría y se repitieron las felicitaciones al general Perón y a mí sin excepción.” Y agrega que en esos momentos “empezaron a llegar noticias de que los trabajadores se alistaban para una reacción violenta contra los que consideraban responsables del ataque criminal que causó tantos muertos”. ¿Sabían quiénes eran esos responsables? “Muchas veces —agregó Lucero— llegaron hasta mí las organizaciones sindicales que, en las experiencias de sus luchas, conocen bien a los enemigos del pueblo, y me señalaron el peligro que significaba nuestra actitud positiva frente al clero.”

A modo de “racconto”
Durante los meses anteriores a junio se había desarrollado un intenso programa de asedio y persecución a la Iglesia. Perón, que pregonaba públicamente su adhesión a la doctrina social católica e incluso llegaba a comulgar en público, repentinamente se vio enfrentado a la jerarquía. ¿El origen del conflicto? Es difícil precisarlo en un episodio. Probablemente sea la suma de hechos que, aislados, resultarían intrascendentes. Muchos creen advertirlo en la oposición eclesiástica a la UES (Unión Estudiantes Secundarios), creada y alentada por Méndez San Martín. La oposición sostuvo que en esa organización se reclutaban jovencitas que asistían a fiestas un tanto equívocas en la quinta presidencial de Olivos.
El enfrentamiento fue alimentado dentro del peronismo, por los sectores que querían radicalizar el movimiento, acercándolo a la izquierda marxista. Y desde la oposición, por quienes —con clarividencia— advertían que el choque con la Iglesia constituía el único medio para voltear a Perón. La supresión de la Dirección de Enseñanza Religiosa, los proyectos y sanción de algunas leyes —divorcio y profilaxis—, el acto del Luna Park del 25 de noviembre de 1954 (Perón tuvo entonces que morigerar en alguna medida la violencia verbal del vicepresidente Teisaire, de Delia Parodi y del titular de la CGT, Vuletich), la persecución y deportación de sacerdotes marcaron el clima explosivo de una “guerra fría” que amenazaba ponerse al rojo vivo.
“En aquel momento Perón podía haber desinflado el conflicto con un discurso y algunas conversaciones privadas. En lugar de eso comenzó a tomar posiciones extemporáneas”, dice hoy Antonio Cafiero. Y reflexiona: "Perón olvidó que ningún político puede reaccionar de acuerdo con sus emociones. Tomó el problema emocional como una cuestión personal. No objetivizó la cosa”.
Sin embargo, la “cosa” parecía tan objetivizada que iba más lejos aún. No eran pocos los que presentían que el régimen estaba dispuesto a crear una estructura religiosa a su medida: la “Iglesia Católica Argentina Justicialista”.

Se agotan las sotanas
Desde el poder se orquestó una campaña de descrédito contra la Iglesia. A menudo tuvo ribetes dramáticos; otras veces, caricaturescos. Un grupo de señoras —¿sinceras o simplemente provocadoras?— hicieron manifestaciones agraviantes para el gobierno en la iglesia de Santa Rosa. El episodio tomó estado público y el párroco resultó acusado. Grupos de muchachos disfrazados de sacerdotes protagonizaban en los cafés o en la vía pública sucesos destinados a minar el prestigio de los religiosos. En la parroquia del Carmelo monseñor Antonio Plaza, entonces obispo de Azul, diría a un amigo suyo: “Fíjese qué cosa más graciosa. Hace unos días me vi con mi sastre y me dijo que de ningún modo podía pensar en mí, porque le habían encargado no sé cuántas sotanas del Ministerio de Educación”. De ese ministerio, sede de Méndez San Martín —el ministro que quería expropiar la Curia y la Catedral—, emanaba, según adversarios y partidarios del gobierno, la peor influencia sobre Perón.
La Iglesia, los católicos, quisieron hacer una demostración de fuerza ante el régimen. La voz de orden que corría en las organizaciones religiosas —Acción Católica, Juventudes Obreras Católicas— era concurrir masivamente a la procesión de Corpus Christi, el 11 de junio.
También se movilizaron las corrientes del nacionalismo católico y los partidos políticos opositores. Cien mil personas se concentraron ese día en plaza de Mayo y desfilaron —desafiantes— por la avenida hasta el Congreso. La manifestación religioso-política se desarrolló en orden y sin agresiones. “Yo iba por la vereda —nos dice el dirigente sindical socialista Francisco Pérez Leirós— cuando se acercó al joven Yofre, que estaba junto a mí, el comisario Racana, de la división Política, y nos dijo con disimulo: “Tengan cuidado”.
Finalizada la procesión, un grupo apedreó el frente de La Prensa —entonces en manos de la CGT—, destrozó cristales de comercios y manchó el frente de vahas embajadas y algunos monumentos. La suspicacia de los opositores atribuyó los atentados a elementos oficialistas que intentaban culpar a los participantes de la procesión.
Poco después, aparecía quemada una bandera argentina del mástil del Congreso. La prensa controlada por el gobierno culpó, por supuesto, a los católicos. En cambio, la Comisión Nacional Investigadora, creada por el gobierno de la revolución que derrocó a Perón el 16 de septiembre, demostró que los autores fueron el comisario Nardelli y el agente Lapeyra. La bandera, quemada previamente, fue llevada al Congreso, al que llegaron, minutos más tarde, con sospechosa celeridad, Perón, Borlenghi, Méndez San Martín, Aloé, Renner, Cialceta y Renzi. Todos se mostraron consternados. En la residencia presidencial Atilio Renzi había oído decir a Méndez San Martín: “Mañana los curas se van a agarrar la cabeza...”.
Hubo gran conmoción y mucho patriotismo herido en sus fibras más íntimas. Los ánimos se caldeaban y la fractura entre oficialistas y opositores se hacía cada vez más profunda.

Sablazos en la Catedral
12 de junio. Catedral. Misa vespertina. Grupos de choque peronistas hostilizan a los fieles y se traban en lucha con elementos católicos y nacionalistas apostados en la escalinata del templo. Una salvaje pedrea hiere a algunos de los fieles. La policía interviene, detiene a algunos de los que se encontraban en la Catedral y reparten sablazos con generosidad; la mayoría entre los católicos. Entre los concurrentes al oficio se encontraba el ministro de la Corte Suprema, Tomás Casares. Ante la demora en concurrir la policía, Casares, en un gesto que tenía un sentido fácilmente perceptible, pidió la intervención del regimiento 1 de Infantería. Comenzaba la apelación a las fuerzas armadas.
El clima se había logrado. La radio del Vaticano clamó: “La persecución peronista contra la Iglesia argentina organiza movimientos populares para acabar con la religión”. Perón, en cambio, declaraba simultáneamente al diario romano “Il Tempo” que la pretendida persecución era “una patraña absurda y ridicula”, pero que había “un conflicto entre una gran parte del clero y las organizaciones del pueblo argentino”. Parte de ese clero eran los monseñores Manuel Tato y Ramón Novoa, a quienes se acusó de haber organizado la procesión del “Corpus” y de los encontronazos posteriores. Ambos fueron expulsados del país.
La llegada a Roma de los dos sacerdotes tuvo una consecuencia automática: la excomunión mayor de Perón y de cuantos funcionarios habían intervenido. Desde 1850 no había sido excomulgado ningún gobernante católico.
“Las tradiciones puntales del gobierno peronista —CGT, Ejército, Iglesia, clase media— rompieron el equilibrio que condicionaba la estabilidad del régimen —dice Caffiero—-. Este fue el error de Perón-hombre; destruir el equilibrio del poder que había construido Perón-político.”
Toda la historia de esos días es dramática y confusa. Pero seguramente lo es menos que la del propio 16 de junio, a partir del mediodía.
La población se encierra en sus casas. Los generales aplauden al presidente. Los revolucionarios se refugian en Montevideo. Allí, Luis Batlle, entonces presidente, vaticina ante Miguel Ángel Zavala Ortiz: “El gobierno de Perón está herido mortalmente”.

quema de iglesiasArde la hoguera sacrílega
Mientras tanto, los médicos y enfermeras de Buenos Aires se movilizan para asistir a las víctimas trasportando las ambulancias. Según las conclusiones de la Comisión Nacional Investigadora, al caer la noche, también hay movimiento en los organismos adictos al gobierno. El partido Peronista, el Ministerio de Salud Pública, la Alianza Libertadora Nacionalista, la CGT, Yacimientos Petrolíferos Fiscales y hasta la propia Policía Federal —dice la Comisión— preparan la “operación hoguera”. Los dos primeros complementan esfuerzos: preparan la biblioteca Bolívar —Bolívar 431— para “depositar las reliquias que se robarán a los templos y aparecer como sus salvadores”. La Alianza Libertadora Nacionalista figura como “puesto sanitario Nº 1”, con víveres que se traen desde Colonia Cabred, en Luján. En YPF, dirigentes y delegados sindicales fabrican bombas incendiarias (“molotov”). Los jefes de los bomberos son convocados y oyen una orden insólita: “dejen quemar y sólo eviten la propagación del fuego a otros edificios”. El aparato está montado. Fue necesario muy poco para ponerlo en marcha: la complacencia de la Policía Federal y del Ejército. Para colmo, los grupos católicos que habían custodiado los templos y edificios religiosos debieron obedecer otra consigna: “Por esta noche, cada uno a su casa”. Tal vez de esta manera la jerarquía quiso evitar nuevos derramamientos de sangre.
Las primeras llamas que se elevaron al cielo fueron las de la Curia Eclesiástica. Bombas “molotov” y bidones de combustible encendieron la vieja casona, donde se perdió un valiosísimo archivo
colonial, además de los tesoros de arte y religiosos. En la Catedral fue violentado el sagrario, quemados los confesionarios, destrozadas las imágenes (un Cristo decapitado), dispersadas las reliquias y destruida totalmente la sacristía.
En la plaza de Mayo, los rezagados que comentaban el bombardeo de pocas horas antes fueron espectadores atónitos. Los incendiarios se paseaban con candelabros, ornamentos e imágenes. Algunos testigos afirmarían que vieron entregarlos a suboficiales del Ejército o apostados en un carrier. Los bomberos —se había establecido una guardia de prevención— cumplían al pie de la letra la consigna recibida.
La iglesia de Santo Domingo fue la segunda víctima. De este servicio, según las investigaciones posteriores, se hicieron cargo jefes de bomberos. De acuerdo con el peritaje, únicamente con el auxilio de lanzallamas o de bombas incendiarias pudo haberse cumplido una operación tan perfecta: las llamas atacaron hasta el techo del edificio. Pero la destrucción no se detuvo ahí: se quemaron imágenes y se abrieron criptas funerarias; se extrajeron los huesos de héroes de las invasiones inglesas, esparcidos luego en forma tal que sólo pudieron recuperarse en mínima proporción.
El fuego de la basílica de San Francisco al parecer también estuvo a cargo de personal especializado. La Comisión Nacional Investigadora acusaría en ambos casos al comisario inspector Ruperto Fuentes. No se tuvo en cuenta, al devastar el templo y la aledaña capilla de San Roque, que Perón se había consagrado, devotamente, terciario franciscano.
San Nicolás de Barí pudo ser quemada con la complicidad y la suma de esfuerzos del comisario Severo Alejandro Toranzo. Una creyente, al ver las intenciones de los asaltantes, en un gesto que aún se recuerda, tomó el Santísimo Sacramento —expuesto en el altar—, lo escondió entre los pliegues de su abrigo y lo sacó a escondidas.
También fueron incendiadas, con mejor o peor suerte, La Piedad, San Ignacio, San Juan Bautista, Nuestra Señora de la Merced y Nuestra Señora de las Victorias. En esta última, los grupos de defensa fueron advertidos a tiempo y evitaron mayores daños al rechazar a los incendiarios antes de que llegara la policía. En San Miguel Arcángel, en Cambio, se quemó hasta la casa parroquial.
El saqueo fue generalizado. Bandas de muchachones, muchos sin tener conciencia de su delito, se paseaban con ornamentos sacros y objetos del culto. “Subidos en un banquito parodiaban los gestos de un sacerdote oficiando misa” —recuerda Néstor R. Aguilar, abogado, que se había detenido con algunos amigos en Corrientes y Suipacha.

Una voz clama en el desierto
Desde el Ministerio de Marina —a la sazón ocupado por la tropa de represión (ver Panorama Nº 78)— las llamas de la Catedral y las iglesias del centro fueron vistas por el general José Embrioni (“Rectitud de intenciones a pesar de permanecer del otro lado de la barricada” —diría de él Mario Amadeo). Pidió inmediatamente autorización a Perón para ordenar al jefe de Policía, Gamboa, la extinción de los incendios. Embrioni asegura que horas después recriminó a Gamboa no haber tomado intervención. Este, a su vez, sostuvo que la custodia de la ciudad y de las iglesias había sido trasladada al comando de represión del Ejército. Lucero, por su parte, afirma haber dispuesto que Embrioni se dirigiera a Gamboa... y la ronda vuelve a empezar. Las actuaciones de la Comisión Nacional Investigadora —único documento al que se pueda apelar— prueban la complicidad de Gamboa y su contacto permanente con Perón durante la tarde y la noche del 16 de junio. También figuran en la nómina de inculpados Raúl A. Apold, Armando Méndez San Martín, Ángel Borlenghi, Raúl Bevacqua, Alberto Teisaire, Hugo Di Pietro, Eduardo Vuletich y Guillermo Patricio Kelly.
Kelly rechaza las acusaciones: “Lo que pasa —dijo a Panorama hace pocos días— es que el liberalismo convirtió a Perón en Hitler y a la Alianza en la Gestapo. Nosotros no quemamos iglesias. No se puede atribuir ese delito al peronismo como movimiento popular. Aramburu, Rojas, Américo Ghioldi, Tato, Novoa y otros sacerdotes enrolados en el ala reaccionaria de la Iglesia son los culpables intelectuales que formaron el "staff" de la guerra psicológica”.
Con la mano izquierda apoyada en un ejemplar del último número de su periódico “Marchar”, entrecierra los ojos, apunta con el índice hacia el pasado y recuerda: “Yo, personalmente, con Américo Torralba, avisé a Lucero lo que pasaba en la biblioteca Bolívar. Se labró un acta, A las pocas horas las autoridades de la biblioteca denunciaban el mismo hecho y desaparecía el acta. No quiero sacar conclusiones”.
La vehemencia del último jefe de la Alianza Libertadora Nacionalista marca uno de los extremos. En el otro, se ubica la mesurada actitud actual de la Iglesia, que “prefiere no remover horas dramáticas que parecen hacer más irreconciliables a los argentinos, en una época en que debemos esforzarnos en lograr su reunificación”. Estas expresiones brotaron de labios de un conocido jesuita. “La Iglesia no debe volver sobre ese tema. Es un hecho irreversible y debemos olvidarlo”, sostiene un joven sacerdote de las Escuelas Pías. Con él coincide otro de la Medalla Milagrosa. La Iglesia tiene posición tomada. Disciplinados y solidarios, ninguno de sus ministros se muestra dispuesto a violar la consigna, “ahora que todo pasó...”.
Pero nada había pasado aún esa noche del 16 de junio. Un redactor de un diario vespertino —Antonio Miapi— la lleva impresa en el recuerdo. Y relata el clima opresivo de Buenos Aires que él vivió: “La ciudad estaba oscurecida. La lluvia caía como un llanto sobre la avenida de Mayo, en la que más que verse, se adivinaban sombras que se movían pegadas a las paredes. Eran otros, como yo, que volvían a sus hogares. Me encaminé a Constitución para tomar el tren y llegar a casa. Mi mujer —dos hijos y otro por nacer— esperaba angustiada m¡ regreso; nos habíamos despedido a las 7 de la mañana y no teníamos teléfono. No sabía si aún estaba vivo. Tuve que caminar hasta la estación porque no había ningún medio de transporte. Éramos una caravana silenciosa, cabizbaja, .en fila india, que conversaba a media voz, casi musitando. Reinaba en el aire un clima de tragedia. No sabíamos si el espontáneo interlocutor era un enemigo. Y luego, en el tren, que corría sin luces y con las ventanillas cerradas, pensé en una tragedia que años antes había conmovido a todo el mundo: ¡Dios mío!, ¿marchamos a la guerra civil, como en España?”.
Al día siguiente largas colas de fieles, de curiosos y de opositores se organizaron para ver las iglesias quemadas. Un 16 de junio bajo el signo del fratricidio, los bombardeos indiscriminados y la violencia anárquica y sacrílega quedaba atrás.
Ya comenzaban a circular panfletos de los sectores nacionalistas y católicos, movilizados contra Perón. Uno reproducía el histórico altar de San Francisco y un breve, descarnado texto de Perón: ... “Cuando haya que quemar, voy a salir yo a la cabeza de ustedes; pero entonces, si fuera necesario, la historia recordará la más grande hoguera que haya encendido la humanidad hasta nuestros días” (1-5-53). Palabras, en cierto modo proféticas, que volvieron sobre su autor como un “boomerang”.
En la Cámara de Diputados, con voz conmovida, Delia Parodi arrancaba aplausos con variaciones sobre el mismo tema: “Alguien decía ayer: llueve. . . Yo creo que eran lágrimas de Eva Perón, pero lágrimas de agradecimiento, porque sabía que este pueblo de sus descamisados nunca iba a dejar solo a Perón”.
El 18 Perón reunía al secretariado de los gremios y explicaba: “Debemos la feliz circunstancia de haber restablecido el orden a la acción del Ejército. . . Esta es otra gran conquista de nuestro movimiento: la unión del gobierno, del pueblo y del Ejército”.
Era sólo una ilusión. El conflicto con la Iglesia había introducido un activo elemento de disgregación en las fuerzas que lo apoyaban. El régimen hacía agua y muchos peronistas debieron enfrentar una crisis de conciencia: elegir entre su filiación política y su condición de católicos. Gran parte se unió a los nacionalistas y católicos que, sin ser liberales, se habían lanzado abiertamente a la conspiración. Los oficiales de las tres fuerzas armadas se vieron sometidos a una gran presión psicológica. Algunos resolvieron continuar fieles al gobierno. Otros intuían la necesidad de actuar, pero no sabían en qué sentido hacerlo. Los restantes se estaban preparando para pasar a la acción.
PANORAMA, OCTUBRE 29, 1968
quema de iglesias

ir al índice de Mágicas Ruinas

Ir Arriba