Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Pichuco
Pichuco Troilo
Intimidad de un bandoneón

“Dicen que estoy en decadencia. ¿Por qué tengo que morir? ¡Yo no quiero morirme, pibe! Este 11 de julio sólo cumplí 54 pepinos. Voy a bajar 20 kilos. Tengo que largar el whisky porque me embala y ya estoy empezando de nuevo. ¿Quieren una primicia? Aquí la tienen: formé un cuarteto. Escribo cosas nuevas”. Sus ojos eran apenas dos rayas en la cara del último gran mito popular de Buenos Aires.
Caso extraño el de Pichuco. Acaban de aparecer los tres discos de una historia que cubre sus registros entre 1929 y el presente, con algunos vacíos. Su caché de actuación en clubes y televisión sigue siendo el más alto del mercado artístico, incluso que el de Palito Ortega. La orquesta de Troilo casi duplica la cotización de otras orquestas: 300 mil pesos por función. Y sin embargo, ninguna figura popular está rodeada como él de más angustiosos presagios.
“Cuando el Gordo se muera el país entero irá al entierro. ¡Otra que Julio Sosa, otra que Evita, otra que Gardel! ¿Quién no lo quiere al Dogor?" Así pontificaba la semana pasada uno de sus muchos fanáticos en Patio de Tango, un templo canyengue de Bue
nos Aires. Y concluyó amargamente: “Además, es lo último que nos queda”.
Tal vez por eso, el 1º de julio del año pasado el país estuvo presente, ya físicamente o con su fervor, durante la apoteosis en vida que se le tributó en el Teatro General San Martín, cuando el maestro cumplió 30 años al frente de su orquesta. De igual modo, aunque en otro plano (el del mito político) Evita escuchó en vida su consagración fúnebre de labios de José Espejo, secretario de la CGT, el 4 de julio de 1952. ¿Qué pasa con Troilo, trasformado en mito popular en 1968?

Un Jorobadito
Pichuco—¿Yo, el bandoneón mayor de Buenos Aires? —Pichuco se queda pensando-—. A veces —contesta, mientras Zita, su esposa desde hace 30 años, le pone pedacitos de queso en la boca.
“Métanle, piquen”. Zita (una argentina, maestra, de origen griego, llamada Dudu Carachi) ofrece ajíes en vinagre, salamín y vasos de vino Pinar del Río (195 pesos la botella) que circulan como el mate. Siempre hay uno a mano, invariablemente lleno y que pertenece al que lo agarre, en esa cocina de un departamento de Paraguay al 1500, que por siete millones de pesos adquirió Troilo hace dos años.
—Ahora nos vamos a mudar al piso de abajo. Es más grande. Para el Día del Padre le regalé un Fíat 1500 —cuenta Zita—. “Y, aparte, un placard hecho para él, con puertas de tipo persiana, esas de estilo californiano”.
—¿Nos das otro poco de vino, querida? —sugiere Pichuco.
—Sí, porque me regalaste un visón salvaje— sonríe Zita—. ¿Quieren verlo? Tengo otro, blanco. Yo le debo a él todo lo que tengo.
Ahora revolotea de nuevo sirviendo trozos de queso en la boca, como si los que estaban ahí fueran niños; la ronda de los vasos crea una extraña comunión; varios toman del mismo y surge una especie de complicidad impersonal. De pronto, en la cocina, Troilo agarra uno de sus tres bandoneones. “Tenía cuatro, pero le regalé uno al rusito, el hijo del canillita que para en Corrientes y Talcahuano. Estudia y no tenía con qué comprárselo”. Una declaración que es casi un tango.
El fotógrafo le pide que toque algo para sacarle unas fotos en color. Entonces Troilo empieza. De pronto su música llena la cocina. A esa misma hora, en muchas cocinas de Buenos Aires, otros que desatinadamente soñaban ser Troilo estarían desgarrando algún espantoso vals criollo. Troilo los reivindica; es su sino.
Ya se olvidó del fotógrafo y hace rato que cerró los ojos y toca como para adentro unos acordes que lo hieren. “Se me acaba de ocurrir”, exclama de pronto, mientras agarra un lápiz. “Es la música para una milonga de Borges, que habla del tiempo de la federación. Y aquí, con ustedes, me empezó a salir”.
(“Mentira”, acusaría alguien días después. “A lo mejor Pichuco se acordó de otras épocas, allá por el 40, cuando lo iban a ver los periodistas y él era capaz de componer un tango ahí mismo, en quince minutos, delante de ellos”. Curiosa manera de juzgarlo. Aunque no se le conoce un solo enemigo, hay muchos que le auguran lo peor. "Él es su mayor enemigo. Está destruido. Se chupa y toma estimulantes como si no se quisiera”, protesta un dolorido pianista.)
Troilo deja entonces el bandoneón y pregunta: “¿Sabe dónde empecé? Todo fue por un bandoneonista griego y un jorobadito”.

En el tranvía 86
Un elemento clave del mito Troilo es la intensa relación que lo ataba a Felisa Bagnolo, su madre, quien murió hace poco. Es que Pichuco, que nació en 1914 en José Antonio Cabrera 3457, en el barrio del Abasto, fue desde temprano el sostén familiar. Tanto su padre, Aníbal Carmelo (carnicero), como su hermana, murieron. La viuda y el hijo (“desde chiquito fui gordo”) se mudaron a Soler 3280, donde doña Felisa instaló un quiosco de caramelos y cigarrillos. Se llamaba Las cinco esquinas.
—Todo nació en un picnic —recuerda Troilo—. Lo había organizado una sociedad turfística llamada La Fanfarria. Había muchos hijos de italianos, como papá. Los días de carreras se recaudaba un peso por socio y cada vez era uno el socio que elegía un caballo. Todos le jugaban a ese candidato. Cuando caía plata, la guardaban y hacían bailes en el invierno. Pero en verano íbamos a picnics en los terrenos del antiguo hipódromo nacional, donde hoy está la cancha de River.
Allí, un domingo, había dos bandoneonistas. Troilo recuerda que uno de ellos era de origen griego. El instrumento lo hipnotizó. Después hubo un jorobadito que a los nueve años lo acercó a Juan Amendolaro, el ejecutante que le enseñó la música que sabe, en un aprendizaje de seis meses. Cuando murió su padre, Pichuco tenía 11 años y fue en esa época que empezó a actuar.
—Era una orquesta de señoritas que tocaba en un café de Pueyrredón y Córdoba. Terminábamos a las doce de la noche y un portero vecino de una casa de departamentos me acompañaba a casa. A la mañana, en lugar de ir al colegio me iba al café a dormir, y por eso quedé libre. Casi no tuve niñez. De criatura andaba con hombres y mujeres grandes.
—Otro ingrediente de su mito: a usted se lo confunde con Buenos Aires. ¿Usted qué opina de esta ciudad? ¿Qué tiene realmente que ver con ella?
—¿Con esta ciudad de hoy? No sé, no la entiendo. Mi Buenos Aires es aquel del año 25, cuando esto era un pueblo, cuando todos nos conocíamos, cuando en la Corrientes angosta la gente se saludaba de vereda a vereda. ¿Sabe la cantidad de cafés que había en el centro y en los barrios? Un contratista Giordano tenía 20 orquestas colocadas en Villa Crespo, Palermo y Almagro. Tocaban Juan Pacho Maglio y Eduardo Arolas. Ahora hay dos lugares, Patio de Tango y Caño 14, y no resisten el presupuesto de mi orquesta. Después de mi primera actuación en el café Ferraro, toqué en los cines, durante las películas mudas.
Ahora, a la ronda del vino se agrega Paco, uno de los integrantes de la leyenda viva de Troilo. “Hace 30 años que estoy al lado de Pichuco. Le llevo el bandoneón. . . la valijita.” Pichuco lo abraza cariñosamente. Lo palmea. “Paquito es un amigo."
—Al Gordo lo conocí en el puerto —recuerda Paco—. Los dos esperábamos a Fiorentino, quien volvía de Europa. Yo trabajaba en el correo, y desde entonces no volvimos a separarnos. Y no crean que todo fueron rosas. . . Hubo muchas malas rachas. ¡Si habremos ido a hacer los bailes de los sábados con instrumentos y todo en el tranvía 86!

Julio de Caro...
y los demás
Cuando Pichuco abandonó el colegio ingresó al conjunto de Eduardo Ferri, donde no solamente hacía tangos sino otros géneros. Todavía de pantalones cortos, formó su propio quinteto, que actuó durante un año en el cine Palace Medrano, en la avenida Rivadavia, entre Colombres y Boedo, hasta que el famoso Juan Pacho Maglio lo llamó a tocar al café Germinal, en plena calle Corrientes.
En 1930 conoció a Osvaldo Pugliese y actuó en su orquesta (que el pianista había formado con Elvino Vardaro) en el cine Metropol de la calle Lavalle, mientras la pantalla mostraba películas mudas. Su relación con Julio de Caro, con quien debutó en el cine Astor, fue clave, ya que por la década del 30 el estilo decariano trajo un soplo renovador. El tango-canción revolucionó a la música popular y los mayores éxitos de Pichuco, durante la década del 40, están emparentados con el espíritu de la música de Julio de Caro, compositor que le dio vuelo lírico a la música de la ciudad. Ya en 1931 Troilo había grabado sus primeros temas con la orquesta Los Provincianos, y en 1933 interviene en la película Los tres berretines, que contribuye a acelerar el boom del cine argentino. Cubren ese período sus actuaciones con Alfredo Gobbi y Elvino Vardaro y su trabajo junto a otro gran bandoneonista, Ciriaco Ortiz. Grabó con otros dos directores: Juan Carlos Cobián y Ángel D’Agostino, pero el 1º de julio de 1937, en la boite Marabú, pudo por fin aparecer al frente de su orquesta.
—El Gordo tocaba 24 horas seguidas —recuerda el industrial José Amore, otro de los integrantes del extraño grupo que rodea al maestro. Amore, quien tiene una fábrica de repuestos de automotores en Rosario, conoce a Troilo desde que .iban a la escuela y no los atan vínculos comerciales. La amistad de Amore y Pichuco es cosa de otra época—. Estábamos de novios con dos chicas que eran hermanas. Hubiéramos sido cuñados, pero las dos fallecieron juntas en un accidente de automóvil.
La relación de Aníbal Troilo con las mujeres es muy particular. Su esposa Zita cuenta: “Lo conocí en una fiesta. En ese entonces había una chica que hacía baile español y estaba loca por él. Yo fui confidente de ella. Cuando conocí a Pichuco me dije: ¿Y por este gordo tanto lío? Y al final fui yo quien me quedé con él.” (Sólo el 3 de noviembre de 1966, Zita y Pichuco reconocieron oficialmente su boda al casarse por iglesia en la tradicional Balvanera de la calle Bartolomé Mitre.)
—¡Uh!, yo era un cuete —recuerda Troilo—. Ahora no me gusta salir de casa y me paso el día en la cocina, charlando con mi mujer. Es, de hecho, mi manager.
Ese estar en la cocina lo ha trasformado en un gastrónomo inusitado y perfecto. El “pollo a lo loco” y los fideos Don Vicente con atún y alcaparras son algunas de sus especialidades. “Me gusta dejarme crecer la barba durante cinco o seis días. ¡Qué macana, afeitarse! Grabo cuatro programas para la televisión y gran parte del mes me quedo acá. Ahora no salgo casi de noche. De vez en cuando Zita me arrastra a uno de esos homenajes. Como con mis amigos, pero ahora de noche, no sé, tengo insomnio. Por eso me levanto tarde.”
Uno de sus amigos más queridos, el cantor Alberto Marino, da sin embargo otra versión del mismo hecho: “Hace unos días lo llamé por teléfono y después me quedé triste. Me dijo: «¿Cómo te va, pibe? Hace siete días que no salgo, tengo la barba crecida, me estoy curando, ¿sabés? Voy a empezar de nuevo». Se castiga a sí mismo, como un chico grande. Tiene reflejos de santo, tiene una aureola luminosa.”
Está, es cierto, el lado celestial del mito de Troilo. En Buenos Aires, hay centenares de testigos que pueden dar fe de su constante necesidad de dar. “El otro día —revela Zita— vino un locutor amigo. El Gordo abrió el placard y le regaló un traje porque el muchacho se había entusiasmado con él. Si no lo paro es capaz de regalarle todo, de quedarse desnudo."
Pero también está el lado maldito, infernal, de la leyenda. “Pichuco es el único ser al que puede hacérsele un homenaje en vida, ya que él se suicida de a poco de la manera que todos sabemos”, razonó uno de sus numerosísimos amigos.
¿Qué hay de cierto en esas historias de autodestrucción? Hace un año Troilo se sometió a una larga cura de sueño y muchos lo recuerdan sin memoria, sin poder hilvanar conceptos. Sin embargo, SIETE DÍAS mantuvo numerosas entrevistas con el maestro y no constató nada de eso. Por el contrario, encontró un Troilo invariablemente lúcido, que escuetamente reconoció: “El whisky me embala y voy a dejarlo”.

Un Kreisler del tango
“Troilo quiere a todos con amor griego”, afirma Marino. Y se refiere a la amistad en el sentido más profundo, más íntegro. Durante un ensayo del nuevo cuarteto llegaron sus amigos a saludarlo. Como un ritual, Troilo los besaba con un amor viril y tierno que supera esa vergüenza recatada de los porteños. Esa misma valentía de sentir es, al fin de cuentas, su grandeza musical: produjo composiciones e interpretaciones-conmovedoras tocando con sangre y entrañas, rompiendo con los clichés y el acartonamiento del tango. “A mí siempre me hizo acordar al violinista Kreisler”, reconoce Enrique Mario Francini, primer violín de la Sinfónica Nacional y una de las figuras más sólidas del tango.
En un estudio sobre Troilo, Oscar Vecino señala: “Como instrumentista sintetizó maravillosamente tres estilos bandoneonísticos fundamentales: el de Pedro Maffia (inventor indiscutido de la escuela de interpretación del instrumento); el de Pedro Laurenz y el de Ciriaco Ortiz, con el agregado de sus singulares ideas, que siguen usando los bandoneonistas de posteriores promociones.
A Pichuco se le debe atribuir la paternidad de una nueva postura de ejecución, la de mantener el bandoneón en una sola rodilla. Introdujo variaciones cortas, un peculiar fraseo e inimitables rezongos. “Pareciera que en sus prodigiosas manos —apunta 'Vecino— todo estuviera resuelto y su innata condición de bandoneonista cadenero permitiera arrastrar a toda la masa orquestal”. Otro aporte clave de Troilo es un repertorio sin concesiones, aceptando sólo lo que resulta artísticamente válido. “A él —informa Vecino— corresponde adjudicarle la primicia de incluir en el conjunto a la viola y al violoncelo, y también a dos vocalistas en función de instrumento, además de estimular la tarea del arreglador.”
No es casual que los mejores cantantes de tango se hayan formado junto a Aníbal Troilo, o al menos trabajaran intensamente con el maestro: Fiorentino, Roberto Goyeneche, Alberto Marino, Roberto Rufino, Fio-real Ruiz. No es casual tampoco que los mejores momentos de un gran vocalista como Edmundo Rivero estén estrictamente vinculados a la época en que trabajó con Troilo. Un conjunto orquestal y una memorable legión de vocalistas animaron muchas de sus 53 obras, entre las que hay contribuciones que ingresarán a la antología de la música popular. Algunos títulos: Sur, María, Responso, Garúa, Barrio de tango, Contrabajeando, Che Bandoneón, La última curda. Cada una de estas composiciones, por sí solas, justificaría la importancia de Aníbal Troilo.

Troilo, con todo
¿Y cómo es, entonces, el Troilo de hoy? Siempre está rodeado por un enjambre de gente, por “una corte de vividores que se aprovechan de su bondad”, protestan algunos allegados. Su representante artístico, Arturo Dellatore, ex locutor de varieté, ex luchador, sonríe: “Sí, Troilo tiene muchos amigos. Claro que tiene su círculo de amigos íntimos.”
Y enumera: Francisco Loiácono, Barquina; Francisco Fiore, Paco; el industrial Amore; el mitológico Julián Centeya y algunos pocos más.
“¿Troilo y la política?”, se pregunta su amigo Paco. “El no entiende nada de política. Una noche, después de la Revolución del 55, entramos en un restaurante y todos empezaron a gritar «que se vaya». Fue terrible. ¿Qué tuvo de malo que en 1953 le dieran la dirección del teatro Santos Discépolo? De Pichuco se enamoran todos los presidentes, pero éstos pasan y el Dogor queda. Hasta diría que más que peronista es todo lo contrario. Pero él no se mete en eso. A él lo único que le importa es la música”.
Una ráfaga de presagios rodea a Troilo. Uno de ellos advierte que una afección reumática en la mano izquierda no lo deja trabajar; otros, que no asume la responsabilidad de dirigir la orquesta, que ya no compone, que se estancó. Que a veces no tiene ganas de tocar y eso le ocurre antes de comenzar la función.
El talentoso Julián Plaza, quien arregló cerca de 30 piezas para el maestro, demuestra que no es ya Troilo sino el tango mismo lo que se cuestiona: "Es cierto que el tango está en baja. Pero eso pasa siempre. Al Gordo lo queremos locamente porque es lo mejor que nos queda. El más grande de los tangueros. Yo sé que tendría que grabar mucho más. Pero tampoco se trata de exigirle sin medida”. ¿Hasta qué punto es sólo una crisis, hasta qué punto no es una agonía? Es la pregunta que sus admiradores se formulan secretamente. Porque Astor Piazzolla es, para los tangueros, una experiencia interesante, pero sólo en Troilo se da la extrañísima conjunción de un talento que produce música de gran repercusión popular. Los adversarios del tango afirman que esa música pertenece a otra época, que es una gran mentira, una convención. Sin embargo, hasta hoy es la única música que expresó en su cadencia el lenguaje, el ritmo, la respiración de Buenos Aires. Aunque el tango sea un malentendido, sirve para que los porteños de diversos orígenes nacionales, generaciones y clases logren sentirse, a veces, una comunidad.
Pero, ¿qué pasará después de Troilo? ¿Cuál será la música que represente a este Buenos Aires de hoy, que Pichuco confiesa no sentir plenamente suyo? El destino de Troilo es dramático: “Es el epicentro del tango”, observa Osvaldo Pugliese.
“Hice grandes cosas con Greta —dice Troilo— pero eso ya pasó. Ahora me largo con el cuarteto, a ver qué pasa”.
Lo malo que pasa con Pichuco es que ya pertenece a la Historia del Tango, a la Mitología de Buenos Aires. Pero tiene sólo 54 años y, a pesar de quienes angustiosamente lo ’muestran como vencido, quiere seguir peleando. Y todos asisten, desgarrados, a su jadeo.
German Rozenmacher.
Revista Siete Días Ilustrados
16.07.1968
Pichuco

ir al índice de Mágicas Ruinas

Ir Arriba