Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado


Pablo Podestá




Pablo: El genio de la tribu Podestá
A medio siglo de su desaparición, la figura de Pablo Podestá define una época del teatro argentino y además proyecta una personalidad multiforme, capaz de ilustrar al inescrutable trasfondo de la psicología del actor. Fue el intérprete dilecto de Florencio Sánchez y el equivalente rioplatense de los evos europeos que trastrocaron el ideal romántico.

“A él le debo la mitad de lo que soy”, es una frase atribuida al dramaturgo Florencio Sánchez. Se refiere a quien corporizó al alcohólico Lisandro de Los Muertos y al suicida don Zoilo de Barranca abajo: Pablo Podestá, de cuya muerte se cumplen hoy, 26 de abril, 50 años. Si pudiera inferirse el fantaseo anecdótico, ello se desbarata en la consulta a numerosas fuentes, unánimes en convenir que Pablo Cecilio Podestá, el menor de los nueve hermanos que a fines del siglo pasado y comienzos de éste consumaron la popularización y el afianzamiento del teatro rioplatense, alcanzó los más altos niveles que en estas comarcas haya logrado la interpretación dramática. La afirmación anduvo mucho hasta sentar reales en la monumental Enciclopedia del lo Specttacolo, editada en Italia.
Entre las paradojas que Diderot enunció sobre el arte del comediante, podría incluirse la de su transitoriedad. El actor hace de su humanidad física y anímica el instrumento de su arte, de manera que la muerte acaba con el artista y priva de los elementos de valoración. Ni el cine ha sido un mentís definitivo de esa premisa, en tanto el contexto material en que el ser humano se inserta está condicionado por cambios técnicos que signan el inexorable envejecimiento. Las generales de esa ley valen para Sarah Bernhardt o Ermete Zacconi, para Réjane o Mounet Sully, para Margarita Xirgú o John Barrymore, y cuánto más para los harto pretéritos, sean el Taima a quien admiraba Napoleón, el Garrick de la íntima tristeza, la Ellen Terry del esplendor Victoriano o el Juan Aurelio Casacuberta que inspiró imborrables páginas de Sarmiento. Precisamente, Pablo Podestá ha sido parangonado con Casacuberta, con la diferencia de que le tocó aureolar las instancias teatrales del naturalismo y el realismo, en vez de las del romanticismo.

EL BENJAMIN, De los hermanos Podestá, importan sobremanera cuatro Los otros tres, aparte de Pablo, son Jerónimo (1851-1923), gran actor de carácter, padre de Blanca, abuelo de María Esther; José Juan o Pepe (1858-1937), caudillo de la familia, artífice del milagro circense de Juan Moreira y también famoso clown Pepino el 88, y Antonio Domingo (1868-1945), el más desaprensivo y aventurero, fiel hasta la vejez a los versos de Martín Coronado, músico además de actor, entreverado a la zarzuela criolla y al tango primitivo, autor del Pericón por María.
Todos estuvieron mancomunados en la trashumancia del circo por Argentina, Uruguay y Brasil, y fueron gimnastas, acróbatas, bailarines, payasos, actores, utileros, hombres orquesta; inclusive longevos, con excepción de Pablo. Hasta Calandria, de Martiniano Leguizamón, se integraron en una uni-idad de tribu. El nuevo siglo los separó, alrededor de Pepe por un lado, de Jerónimo por otro. De 1902 a 1906, Pablo estuvo bajo el ala de Pepe y luego emprendió vuelo propio, mimado de multitudes, apoyado por la crítica y los intelectuales. Había revelado exuberante temperamento, propicio a la comicidad de Gabino, el mayoral, un sainete lírico de Enrique García Velloso, y al dramatismo de La piedra de escándalo, de Coronado, que, en 1902, desde el Apolo, desplazó la atención por las compañías extranjeras visitantes hacia los elencos nacionales.
“Así como cualquiera del grupo era naturalmente teatral, Pablo era naturalmente artista”, testimonió Vicente Martínez Cuitiño. A la vez era pura intuición, de limitaciones culturales inocultables, al punto de que se le atribuyeran sólo quince días de instrucción primaria. Resaltaba la contracara de sensibilidad e inteligencia. Tenía reservas suficientes para deslumbrar en el campo indiviso de la creación, como limitaciones para decepcionar en la información o las teorizaciones. Alertas, las avanzadas le otorgaron un liderazgo, a partir del atormentado Florencio. Fueron de la cruzada directores como Atilio Supparo y Joaquín de Vedia, o autores como García Velloso, Martínez Cuitiño y Julio Sánchez Gardel. Los muy jóvenes de entonces, puente a la renovación —casos Armando Discépolo, Elias Alippi, Francisco Defilippis Novoa—, le profesaron igualmente devoción.

LA TRAYECTORIA. La carrera de Pablo Podestá es más intensa que extensa, si se desgranan sus años de circo y se ubica al actor en el alborear del siglo, siguiéndolo hasta el promediar de 1919, cuando en Rosario una última interpretación alucinante de Barranca abajo coincidió con su ingreso a la locura. Fue su primera muerte, a consecuencia de la sífilis que minó su excepcional físico. Los casi cuatro años siguientes, bajo el control del alienista Gonzalo Bosch, tejen patético capítulo, con Pablo debatiéndose entre los extremos fronterizos, los aletazos de lucidez y el límite impreciso en que algunos personajes psicopáticos de su histrionismo se transferían a la realidad. Fue cuando el joven Carlos Gardel hubo de retirarse, conturbado, sin poder aguantar a Pablo en una interpretación de violoncelo, instándole a que cantara, o cuando amigos o admiradores lloraban porque en aquel hombre macizo afloraban fuerzas misteriosas que identificaban el protagonista melodramático de El arlequín, de Otto Miguel Cione, con su tragedia personal.
El repertorio de Florencio Sánchez había sido su llamarada, y no sólo en las instancias dramáticas, ya que asimismo animó una silueta cazurra de En familia. La proeza se repitió cuando en Los mirasoles, de Sánchez Gardel, se adjudicó el tío truhán y juguetón. Hizo sinnúmero de personajes cómicos, aunque el fuerte preferido estaba en la emoción trepidante, y hasta en la exasperación y la violencia, a través de Facundo, de David Peña; Alma gaucha, de Alberto Ghiraldo; El león ciego, de Ernesto Herrera; Luigi, de José González Castillo; La montaña de tas brujas, de Sánchez Gardel; Los saguaypés, de Roquendo; El matón blanco y La fuerza ciega, de Martínez Cuitiño; Silvio Torcelti, de Federico Mertens. La nómina no se agota en la producción vernácula, ya que se suman las obras que habían probado a los divos europeos, tales Muerte civil, de Giacometti, o Tierra baja, de Guimerá. Y si a veces lo acorralaron reservas nativas, como las crónicas de Jean Paul (Juan Pablo Echagüe) en La Nación, prestas a puntualizarle vallas de refinamiento (visibles cuando debía vestir un smoking) o deslices de dicción en personajes de salón, lo compensaron admiraciones extranjeras. Los directores André Antoine y Lugné Poe, los actores Giovanni Grasso y Eleonora Duse, entre otros, se sorprendieron, expresándolo sin titubeos. En 1937, catorce años después de su muerte, el señorial Lugné Poe lo recordaba admirativamente en París. Antoine intentó llevárselo a Europa.
No debe extrañar, en consecuencia, que en los lindes nacionales se proyectara con resonancias casi mitológicas. Hubo representaciones de La montaña de las brujas, de Barranca abajo o de La fuerza ciega, cuyos últimos tramos el público seguía de pie, acercándose al proscenio. Sentíase estremecido por sus medios tonos o sus silencios; estos últimos hicieron de su trabajo en Barranca abajo una creación que nadie pudo emular. Con desventajas de formación sobre sus contemporáneos italianos, españoles o franceses, que cotejó el público argentino, les aventajaba en el gobierno de su físico, pues, sin buscarlo o imaginarlo, su pasado circense le dio la educación corporal que las corrientes vanguardistas sindicaron indivisible del autodominio interpretativo.
Hay testimonios de que la modestia y la contracción fueron también virtudes de Pablo Podestá. Cuando la cruenta lucha por los derechos de autor, mientras su hermano Pepe se aferraba a una cerrada actitud empresarial, él se puso en la vanguardia de los que adjudicaron el 10 por ciento de las entradas exigido por los autores. A su lado, estimuladas, consagráronse las mejores actrices de la época, desde su sobrina Blanca hasta la inesperada Angelina Pagano que concilio su educación itálica con la imperante intuición argentina; desde una María Gámez que evolucionaría a la escena española, hasta una Camila Quiroga que él impulsó, en 1917, al son de Con las alas rotas, de Berisso. Son claros, igualmente, los indicios de su ocaso. Si bien lo rodearon el respeto y la consideración hasta último momento, el declive se insinuó después de los éxitos de Mamá Cute-pina y Veinticuatro horas dictador, de García Velloso, junto a Parravicini y Orfilia Rico, en 1916. El de La fuerza ciega, al año siguiente, fue un repuntar considerable. Dos temporadas siguientes resultaron inocuas. Los allegados advirtieron que la gran equivocación del actor fue desechar la oportunidad de reencontrarse con los hermanos José y Antonio, en 1918, para el estreno de La chacra de don Lorenzo, de Coronado, secuela de La piedra de escándalo.

EL SER HUMANO. Joaquín de Vedia, García Velloso, Martínez Cuitiño y José Antonio Saldías son algunos de los que escribieron páginas conmovedoras sobre Pablo Podestá. En memorias de sus parientes, Pepe o Blanca, o de otras gentes de teatro —Mertens, Francisco Bastardi—, también se lo recuerda vívidamente. De Juan José de Soiza Reilly pervive un reportaje impresionante, de cuando el actor ya estaba demente. Esas fuentes son más ricas que el minucioso inventario del libro Pablo Podestá, de Angela Blanco Amores de Pagella, para escudriñar al hombre.
En la intimidad era un ser peculiar. “El corazón de Pablo es una enorme víscera de niño, cuyos impulsos prevalecen siempre por sobre los dictados del cerebro”, escribió Vicente Salaverry. Bondadoso hasta el desprendimiento, pero "un verdadero dominador”, según Blanca, fue un apasionado en el amor y en el juego, arriesgado en la proeza deportiva que lo hizo pelotari excepcional, hábil cazador, aficionado al automóvil y aviador en cierne, que no pudo concretarse porque antes lo acorraló la enfermedad. Cantaba y payaba. La música lo apresó. Joven, compuso el estilo de La piedra de escándalo; maduro, se dio a los ensayos sinfónicos de Santos Vega y Mariano Moreno. Estrenó éste al frente de una orquesta, sin conocer la notación musical. Ejecutó la guitarra y el violoncelo. Esculpió, pintó y hasta escribió. No abusó del poderío, la popularidad o el divismo, pero no fue indemne a los arrebatos: en un ensayo, destruyó el único ejemplar de El cacique Pichuleo, una obrita de Florencio Sánchez; tras discutir con el escritor Emilio Berisso, rompió a bastonazos el busto que antes le había hecho con placer. Los mayores entusiasmos los volcó en las mujeres. "sensual sin llegar a demoníaco”, al decir del amigo Martínez Cuitiño.
Su primer amor conocido fue la actriz Herminia Mancini, quien lo abandonó. Pablo, despechado, forzó el casamiento con otra actriz, de apenas 14 años. Era Olinda Bozán, quien hace unos días memoró el episodio, sin mucho agrado, en uno de los almuerzos de La Chona por Canal 11; ese matrimonio duró lo que un suspiro, epilogando en una paliza que el marido adulto propinó a la consorte adolescente. Sobrevinieron los años junto a la China Joaquina Marán, una mujer bravía, que contuvo a Pablo en la regularidad que la enfermedad le exigía. Sin embargo, el gran sensual no paró ahí: en su ocaso, tuvo el consuelo de otra mujercita que abnegadamente lo cuidó en la prolongada agonía. Además, es tradición que innumerables encantos femeninos sucumbieron en la quemazón de sus deseos. El padrillo llamábale la chanza de sus íntimos. El urso, en alusión a su taciturnia, era el otro apelativo que lo rondó.
Tal vez nada agregue a la gloria de Pablo Podestá el recordar que alcanzó a filmar, entre curioso y desconfiado. Protagonizó una versión de Tierra baja, hacia 1912. con el pintoresco pionero Mario Gallo; Mariano Moreno y la Revolución de Mayo, de García Velloso, en 1915; Luz de hoguera, o El capataz Valderrama, según Belisario Roldán, en 1917, y una última película, Ironías del destino, en 1918. La tentativa le dejó una reflexión: “Prefiero ver cine, que interpretarlo”. Es lógico que, demasiado inquieto, no resistiera al llamado de la misteriosa novedad del "teatro de pose”, o cine.

EL MUTIS. Pablo Podestá había nacido en Montevideo, el 22 de noviembre de 1875. Sin cumplir los 49 años, murió en Buenos Aires en 1923. "Voy a rodear a Buenos Aires de una gran jaula de alambre tejido y a soltar adentro 300 millones de calandrias, zorzales y ruiseñores para que lo alegren”, dijo en su primer gran delirio, cuatro años antes. "Soy el presidente de la República”, escribió en un telegrama. Una y otra vez proclamaríase “amo del mundo”. Siguió así, descontrolada la imaginación de sus resplandores, no extinguido el fuego de sus grandes ojos que electrizaron a los públicos enardecidos de los dos primeros decenios del siglo.
Su sepelio fue de los más multitudinarios de la historia porteña. El proyectado monumento (cuya maqueta, obra de Vicente Roselli, está soterrada en el Museo del Teatro) nunca se le erigió. Su nombre es leyenda.
Jorge Couselo

Recorte en la crónica
TESTIMONIOS
• Francisco Bastardi (actor, letrista de tango, 89 años):
—Si pudiera alardear de los años que tengo es por cuanto me permitieron apreciar, con las modas que se van y vuelven. Conocí y seguí a todas las grandes figuras de nuestra escena en este siglo: el talento químicamente puro de Orfilia Rico, la desfachatada multiplicidad de Parravicini, la facundia de Casaux en la composición detallista. ¡Y a tantos otros! En la selección, me quedo con Pablo Podestá, junto a quien actué y a quien traté con la distancia del actor primerizo al divo máximo. Rudo y primitivo, es cierto, pero un genio con extrema sensibilidad. Cincuenta o sesenta años después, me sensibiliza la simple mención de su nombre. Profesionalmente, era todo integridad. Por algo lo rodeó tanta intelectualidad de su época, a él que era un temperamento a borbotones, que hacía las cosas sin explicarlas.
•Pablo Cumo (actor, 75 años):
—En 1914 lo vi por primera vez, en el Nacional; en el Siripo que escribió Luis, Bayón Herrera, con una “gaffe" histórica: aparecían caballos antes de ser introducidos en estas comarcas. Pablo irrumpía, tiznado, apenas cubierto con un cuero, soberbio sobre un tobiano que paraba en dos patas. Al final, con el llamado de "A mí, timbóes”, estremecía. Se me puso la carne de gallina. Lo seguí con devoción hasta que su enfermedad lo eclipsó. Tengo también el recuerdo de haber estrechado su mano fuerte y generosa, en el desaparecido restaurante La Terraza, de
Corrientes y Paraná. ¿Qué agregar? Era verdaderamente inmenso. Justifica sobradamente la admiración que lo rodeó y la leyenda que lo perpetúa.
•Edmundo Guibourg (crítico, autor, 79 años):
—Los chicuelos que íbamos al paraíso del Apolo, por mal nombre gallinero, a poco andar del siglo, éramos apasionadísimos de Pablo Podestá, a partir de su creación violentamente romántica del Manuel de La piedra de escándalo. Pero sobrevino Florencio Sánchez, y Pablo se superó, creciendo mil metros por encima de todos los Podestá. Cuando en 1906 decidió independizarse de su hermano Pepe, juntamos las monedas necesarias para correr al Argentino y al Marconi. Vendrían más tarde los años cumbreros. Orbita de actor temperamental, patético hasta el acento trágico; cultura, nula; sensibilidad, tensa; arte trepidante y rugiente, que llevaba a la escena el eco del naturalismo literario. En las tablas, era un león; en la vida corriente, un rudo mocetón manso, muy susceptible por desconfianza. El fumista Ingenieros lo intimidaba. El respaldo de Joaquín de Vedia le prestaba aliento. Le dolía en el alma si una crítica de Juan Pablo Echagüe lo subestimaba. En el fondo, había en ese intuitivo una gran inocencia. Y un gran poder de sugestión.
•Mario Soffici (actor, director, 72 años):
—Vicente Martínez Cuitiño solía decir: “Quien no vio Barranca abajo por Pablo, no la vio”. Tenía razón. Yo era jovencito cuando fui su espectador. Imposible olvidarlo. Sólo en algunos comediantes italianos gocé similares resonancias trágicas. Vuelvo a sentir el patetismo de sus gritos. ¡Cuántos actores los imitaron lastimosamente! Los grandes siempre generan malos imitadores, como ocurrió mucho después con algunas actrices que aburrían remedando los silencios de Greta Garbo. A propósito de Pablo Podestá, pienso en la relatividad de las teorías que han revolucionado el teatro. Era artista, y adivinó o anticipó cosas que los teóricos sistematizaron. Desde luego, era pura intuición y no importa demasiado su incultura. Creo que es nuestro gran actor de todos los tiempos.

Panorama
26/4/1973

Pablo Podestá
Pablo Podestá

ir al índice de Mágicas Ruinas

Ir Arriba