Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado
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Tristezas en tiempo de jazz Ahogados económicamente, los intérpretes argentinos de jazz deben elegir entre la solitaria dedicación a su arte y la tentación de comercializarse. Los jazzmen son cada vez menos, y no logran imponer un arte para las mayorías Están cada vez más dispersos pelean con dientes y uñas para no desaparecer. Algunos se entregaron, bajaron la guardia, pero la mayoría sigue aterrándose a sus trompetas, saxos. pianos o guitarras, como si fueran salvavidas. Sin embargo, los periodos de inactividad pesan en forma deciente sobre ellos; es una forzada reclusión que sólo se quiebra cuando un club nocturno decide incorporar, en plena temporada, a algún conjunto o solista prestigioso, o cuando un ciclo de conciertos irrumpe de pronto en el alicaído panorama. En ese momento los feligreses se nuclean en entusiastas bandadas, dispuestos a revivir sus mejores emociones. Pero se sienten abandonados: los oficiantes del impetuoso culto ya casi no tienen en donde ejercerlo. El jazz argentino está atravesando su hora más crucial, y solo sobrevivirán aquellos que estén preparados para resistir el diluvio. Es que el jazz no acepta justificaciones hacia afuera de la piel y las presiones externas —económicas, sobre todo— amenazan ahogar en la Argentina, igual que en otras partes del mundo, su poderosa cascada. Según la opinión de Horacio Malvicino (el múltiple compositor, arreglador, intérprete de guitarra eléctrica; casado. 37 años), d problema reconoce dos vertientes: los músicos locales tienen escasas oportunidades para volcar su inspiración; además, la televisión y las casas grabadoras los absorben, les quitan tiempo para las audiciones públicas. “Yo quisiera que esta dejara de ser una música para elegidos —protesta Malvicino—. Muchos viven en pose, juran y perjuran que al jazz sólo lo entiende una minoría. Pero, se imagina lo que seria tocar en la cancha de River, o en un club de barrio, en momentos en que Palito Ortega vende alrededor de 60 millones de pesos al mes en discos . . . El violín de Héctor López Furst (nacido hace 34 años en la nada jazzística provincia de La Pampa) coincide con Malvicino: “En la Argentina, el jazz es una cosa hecha por poca gente, para poca gente”. Y sus cultores recurren a los usuales malabarismos para poder subsistir: Yo me dedico al comercio: tengo una empresa artística”, argumenta López Furst. A primera vista, quizás no sea lo peor; tampoco parece muy dramático tener que convertirse en autor de jingles, hacer infinidad, de arreglos musicales para televisión o —más crudamente— precipitarse a l calle para corretear jabones; pero si lo es para quien ambiciona, mas que cualquier otra cosa, componer su música, acariciar su instrumento, dar forma a los compases que brotan de su inspiración. Naturalmente, no todo es oscuridad en el mundo de los nativos; al menos, Carlos Balmaceda —tubista y pianista— prefiere iluminar sus aristas más positivas: ”Es cierto —dice-— que en estos últimos años se toca menos jazz, pero en cambio se ganó en calidad. Los músicos están más capacitados, y el nivel instrumental mejoró considerablemente; sucede que el público de hoy es muy selecto, y selectivo; exige sólo lo mejor..." Con todo, un hecho ayuda a destacar los perfiles de la crisis: hoy se mantiene en actividad una media docena de conjuntos, mientras que el resto apenas alcanza a reunirse en ocasiones muy especiales, como las que propicia el Jazz Club de América. Precisamente esta entidad fue la organizadora del ciclo que conmovió desde abril pasado la sala del cine Arte para prolongarse luego, hasta agosto, en el escenario del Nuevo Teatro, dos salas de la Capital. Como un signo, tal vez, de la situación estacionaria en que se debate el ritmo sincopado, la mayoría de los asistentes al Arte (un promedio diario de 600 personas) inclinó sus preferencias hacia el jazz tradicional, vertido con mayor o menor suerte por La Porteña, la Delta y la Antigua Jazz Band, y los Saint Louis Stompers. A pesar de lo cual, si quieren merecer la aprobación de su público, esas versiones deben articular una musicalidad actual, moderna. Porque, como insiste el mismo Malvicino, “ya no se puede tocar en forma intuitiva. La manera antigua, a lo Chicago, ha pasado de moda. Hoy se exige, como requisito primordial, el dominio del instrumento.” ¿Qué señas particulares exhibe ese público, hasta qué punto aumenta con nuevos adeptos? Se ha calculado que un setenta por ciento de los habitués a aquellos ciclos de trasnoche del Jazz Club eran estudiantes universitarios. “Hubiera sido muy beneficioso, entonces, que las sesiones se realizaran en las mismas facultades —conjetura Balmaceda—; más de una. vez intentamos convencer a los rectores, pero la respuesta fue unánime: allí sólo se puede difundir música clásica.” No obstante, hace tres años el ciclo denominado Jazz en la Universidad logró vencer esas barreras, cosechando un cálido eco para sus audiciones semanales. Pero la clientela de esta música no crece, se mantiene estable, como sus mismos intérpretes. DEL YES AL JAZZ Hay que verlos: sea que el concierto trascurra en el centro o en Villa Madero, al poco rato susurran unos fervorosos yess... que en seguida toman gran volumen, se convierten en gritos estentóreos. Son los iniciados, casi todos muy jóvenes. Un fraseo particularmente feliz, un vibrante diseño armónico, un solo de Gandini, de Casalla, de Anders, Navarro o el gordo Fernández, les dan motivo para exteriorizar su frenesí con gestos de manos y pies. En muchos casos, tal adhesión parece superficial, suscitada por el simple contagio rítmico; por eso, son pocos los que consiguen ajustar el chasquido de sus dedos al compás marcado por la batería o el bajo; por eso, también, otro gran número de oyentes elige la actitud introspectiva, un fervor más callado. A juicio de los entendidos, las nuevas generaciones podrán habituarse al jazz, pero de a poco: sólo así será para ellas, antes que un mero swing, un enriquecimiento cultural. Por ahora, siguen prefiriendo las distintas especies de la música beat, más aptas para exteriorizar una ululante alegría; esto a veces roza el mal entendido, como ocurre con el cantante Sandro. Para el contrabajista Jorge López Ruiz, “Sandro podría ser el cantante de jazz más importante del país, si se dedicara a ello. Lo conozco desde que comenzó, aunque entonces no era yo quien lo acompañaba.” Una observación que el aludido prefiere soslayar: “Lo que yo hago no es jazz, sino el género beat; hay que tener en cuenta que vivo de mi trabajo, en un ambiente con una educación musical igual a cero; entonces —aclara el desgarbado intérprete —cuando voy a grabar un longplay selecciono exprofeso algunos temas que admitan una pizca de jazz.” De este modo, los motivos comerciales conviven, en sus discos (hasta ahora grabó siete), con otros que esbozan un mayor vuelo artístico. Pero, pese a todos los obstáculos, tos fieles seguidores de la síncopa pueden asegurar todavía el éxito financiero de un festival, como el que hace unos años deslumbró en el Teatro Presidente Alvear o el reciente del Jazz Club: en este último caso, si bien el alquiler de las salas insumió más del 50 por ciento de la recaudación, la afluencia de público garantizó el trabajo profesional de instrumentistas y organizadores. Claro que, igualmente, el precio de la localidad resultó elevado: no todos pueden pagar 400 pesos para escuchar a sus favoritos, y hacerlo más de una vez. A fin de no perder público tos promotores recurrieron entonces a un sistema original: a cada concurrente se le entregó un cupón, como base para un fichero que permitirá la publicidad directa. UNA FUERZA VIVA” La época de oro se sitúa, sin ninguna duda, entre los años 1955 al 65, cuando el jazz fue —como nunca anteriormente— popular en el país. Gustaba a todos, e inclusive se lo aceptaba en los bailes. Existía un Círculo de Amigos del Jazz, sostenido por un centenar y medio de cultores, entre músicos y aficionados, y que se disolvió por problemas de organización. Algo similar ocurrió con al Bop Club. Más grave fue la liquidación de algunos buenos conjuntos de entonces: The Dixielanders, The Piking Up Timers o The New Orleans Stompers, para citar sólo tres entre una veintena de activísimos grupos. Ya el experto Nat Shapiro (43 años, alto funcionario de la Columbia Broadcasting System) celebró en 1963, cuando concurrió al festival jazzístico de Mar del Plata, el nivel que en este terreno evidenciaba la Argentina. Aparte de la calidad de las orquestas, Shapiro reconoció “el entusiasmo del público, su conocimiento; sabía en qué momento aplaudir, dónde terminaba un solo.” En aquella oportunidad, el erudito afirmó que no debería asombrar: “Esta forma musical nació en Estados Unidos, porque la historia quiso que hubiera allí una gran concentración de negros. Pero ahora el jazz ha pasado a todo el Occidente, donde existe como fuerza viva.” Desde que surgiera en New Orleans a principios de siglo, esta energía reclamó un vehículo insustituible: la personalidad del intérprete, como aquel Jelly Roll Morton que recreó la cadencia del ragtime, difundiendo el nuevo ritmo desde Chicago hasta California, y los memorables Thomas Fats Waller, Joe King Oliver, Willie The Lion Smith, Kid Ory, Jack Lane. Y fue papá Lane —uno de los pocos blancos que se volcaron entonces al jazz— quien demostró que la piel: negra no constituía un requisito imprescindible. No caben, así, los complejos de inferioridad, en una Latinoamérica que descolló con el Brasilian Jazz Quartet, y que en el Río de la Plata dio nombres de gran valor. Algunos de estos (Lalo Schiffrin. el mono Enrique Villegas) conquistaron prestigio internacional; en otros casos, como el de Sergio Mihanovich en Nueva York, no se produjo el éxito esperado. De cualquier modo, todos ellos están comprobando que ni en Europa ni en EE.UU. es posible en la actualidad vivir del jazz; el campo de acción se ve trabado continuamente por las exigencias de la industria; el mismísimo Stan Getz llegó a afirmar: “De los cientos de longplays que he grabado, uno de los que más me entusiasman es el titulado Focus, pero no le gustó prácticamente a nadie.” Una nómina —que posiblemente incurra en alguna omisión— permite distinguir a los valores más tradicionales y aceptados del jazz vernáculo, independientemente de tos nuevos valores. Es decir, los ídolos casi unánimes: Alfredo Remus, Jorge López Ruiz, Jorge González y Oscar Alem en bajo; en guitarra, Oscar López Ruiz, Rodolfo Alchourrón y Jorge Curutchet (éste, de la vieja ola); en batería, Eduardo Casalla, Carlos Pocho Lapouble, Osvaldo Pichi Massei. La trompeta inspira a Rubén Barbieri y Roberto Fernández; el saxo alto a Mario Cosentino y Hugo Pierre (y nadie olvida al desaparecido Jorge Bebe Eguía); Jorge Anders en saxo tenor; Gustavo Kerestesachi, Francisco Bubby Lavecchia y Carlos Balmaceda en piano; Néstor Astarita en batería, tos músicos de La Porteña, conforman otros hitos de una lista que podría extenderse. Muchos de ellos rotan de una a otra orquesta: hoy integran un trío, mañana un septeto, un decateto o un grupo orquestal a pleno, como el que comanda Alchourrón. Es posible que el caso de Pichi Massei —quien desde hace tiempo trabaja para un canal televisivo— ejemplifique el vía crucis del jazz nacional en 1968. Para algunos de sus colegas, Pichi “se estancó”; otros músicos -—por ejemplo, Lavecchia o Pierre— suelen aducir, en cambio, falta de tiempo para actuar. Para Jorge López Ruiz, “los músicos no se reemplazan. Astarita no reemplaza a Pichi Massei, porque nos brinda su propia personalidad, fruto de esta época. Pichi significó algo muy importante en nuestro país —agrega—; tal vez lo siga siendo.” Y repudia el invento del ranking, que pretende comparar tos méritos entre distintos jazzmen: “Eso es ridículo; la música no es un campeonato, sino una forma de expresión. Simplemente, se es músico o no”. López Ruiz alude tangencialmente a! mecanismo que tos envuelve, cuando protesta: “Yo estuve cinco años tocando como músico estable en un canal. Hay quienes suponen que eso pudo demorar mi evolución; pero no piensan que aun del colega más mediocre se puede aprender algo. . .” Rubén Baby López Furst acota: “Es muy difícil tocar para el público; la gente habla y exige un tema tras otro, como si uno fuera una pianola. De todos modos, profesionalmente yo no puedo vivir de mi música, y por eso hago jingles.” Una de las voces más conocidas entre los jingleros —Susana Jury, 26 años: Sumuva, Sólo Shell supera a Shell— comenzó con Rodolfo Alchourrón, y se enorgullece de cantar jazz; pero, obviamente, no puede evitar las exigencias del andamiaje comercial. Riesgo calculado, o feroz necesidad, tos arreglos para una audición cómica también reclaman a Horacio Malvicino, autor de dos longplays de próxima aparición, y que comenzó su carrera hace dos decenios: “Mis chicos tienen que comer dos veces al día”, es la sencilla explicación de Malvicino. "Se habla mucho de Los Beatles, pero suele olvidarse que en sus versiones buscan el acompañamiento de músicos profesionales”, remarca. Para él y sus pares, rige una sola fórmula: “Hay que estudiar.” Pero, mientras que en México puede colocar 5.000 longplays, aquí sólo vende 500. Por su parte, Horacio Chivo Borraro (45 años) hace 25 que toca el clarinete, y últimamente el saxo: “Supongo que mis discos venden entre 400 y 700 copias; ya grabé diez, para varios sellos; sí, aquí todavía hay posibilidades —afirma—, pero poco público . . . “Hace muchos años que toco la batería; pero reconozco que aún no domino el instrumento.” La modesta observación —nada insólita tratándose de un hombre de jazz— parte de Carlos Alberto Casalla (42, dibujante de historietas en la editorial Columba), quien arriesga: “Creo que el jazz está muerto en cuanto a la gran masa de público; vive sólo en pequeños refugios, en las alegres sesiones llamadas pizzas, aunque siempre se mantiene la línea tradicional, y eso es importante.” MUSICA PARA PENSAR Los vecinos de Ayacucho y Posadas ya no se asombran cuando, todos los miércoles y domingos, surge un torrente musical desde un piso cercano, a partir de las nueve de la noche. Son —justamente— las pizzas organizadas por Juan Carlos Tarsia desde hace tres lustros. Conforman el Tarsia Jazz Group, y bordean una auténtica sabiduría creadora, al alcance de los invitados que paguen una cuota anual para gastos de instrumental, víveres —se toma whisky o vino—, arreglos y otros. En estas reuniones se respira un fanático aire de jazz: un elenco fijo (en él participa el baterista, pianista y arreglador Mickey Lerman, o sea Chico Novarro) va rotándose en ejecuciones que suelen juzgarse de alto nivel, hasta cerca de la medianoche. Después, el silencio; y muchos van con su música a otra parte. El jazz bulle, de esta manera, entre antológicas ráfagas de inspiración y capacidad, y el mecanismo que lleva a Rubén López Furst, por ejemplo, a fabricar tonadas tan pegadizas como la de la bebida Teem. Las cuevas que antes acogieran aquellas ráfagas también se eclipsan una a una. Pero esa declinación de la música en vivo tolera algunas ventajas: dio lugar a un auge de las grabaciones, a un promedio de 3 longplays para cada equipo instrumental. La definición más cáustica del complicado proceso la proporcionó, hace poco, el pianista Jorge Navarro: “Lo que pasa en la Argentina es el fiel reflejo de una situación mundial: es cierto que en Buenos Aires aún quedan entusiastas, pero poco a poco van declinando. El jazz es una música para pensar. La gente no quiere saber nada de esas cosas.” ¿Será así, en realidad? Es de esperar que el dictamen admita algún atenuante, en beneficio del misterio que se renueva, al borde de un instrumento de jazz, cada vez que un músico intenta descubrir el secreto de su arte. Pie de fotos -Los pocos entusiastas dispuestos a revivir las mejores épocas del verdadero jazz se refugian, como Néstor Astarita (izquierda, centro) y Jorge López Ruiz (derecha), en las calurosas jam-sessions que, en los últimos años, quedaron prácticamente confinadas al ámbito de departamentos o caves para iniciados -Aunque la gran masa de público juvenil prefiere plegarse a la moda de los ritmos beat, los cultores del jazz siguen contando con un incondicional núcleo de adeptos. En primer plano (izquierda), el veterano baterista Jorge Cichero (ex integrante de Los Dixielanders) sorprendido en un ensayo. Derecha: Horacio Malvicino dirige un concierto animado por un conjunto jazzístico y grupo orquestal. Derecha, abajo: Para los expertos, Sandro pudo ser “el cantor de jazz más importante del país”. Revista Siete Días Ilustrados 09/09/1968 |