Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

irma costanzo
Irma Costanzo
Variaciones para cuerdas


Fueron necesarios los dos recitales que enhebró en Tokio, a mediados de 1962, para que la crítica y el público argentinos le reconocieran su infrecuente jerarquía internacional. Irma Costanzo, nacida en Buenos Aires hace 32 años, cumplía de tal modo la ley —no escrita— que parece aquejar a todos los artistas vernáculos: la incapacidad de profetizar en el propio terruño, la dificultad para cosechar apoyos y estímulos justamente cuando más se los precisa.
Sin embargo, I.C. había enfrentado su prueba de fuego bastante tiempo atrás; como que sólo tenía 14 años cuando empuñó con fervor su guitarra de concierto, dispuesta a asombrar a los espectadores en el viejo salón La Argentina, un caserón que albergó el virtuosismo de los maestros Segovia, Lloveti, Zavaleta.
Había devorado ya un minucioso aprendizaje con distintos profesores; pero estaban lejos, aún, los juicios que habrían de exaltar su notable calidad instrumental: por ejemplo, el prodigado no hace mucho por Max Harrison, ácido e intolerante crítico del Times londinense, quien luego de oírla en el Wigmore Hall de Londres se extasió ante “la íntima calidez, el color y la evocación de fulgores inéditos desplegados por la señora Costanzo, con el apoyo de una gran destreza técnica”.
Es que, como ella misma lo recuerda, la guitarra la acompañó con naturalidad desde su niñez: “En realidad, no empecé a estudiar sino a jugar con el encordado, y creo que todavía sigo tocando por juego; afinque mis amigos crean lo contrario, hacerlo no implica para mí ningún sacrificio”, confiesa SIETE DIAS la semana pasada en su departamento de un barrio mitológicamente porteño: Palermo. Allí ejerce otra cálida vocación, la de ama de casa; un afincamiento que no le impido recorrer —hace ocho años— aquel exótico periplo musical que la llevaría de Tokio a Taipeh, Hong Kong, Thailandia, India, Israel, el Líbano y El Cairo para concluir en la temible sala Wigmore de Londres.
En su casa palermitana, I.C. refrescó por espacio de dos horas algunos de los principales aspectos de esa trayectoria que la muestra, hoy, como a una de las más empinadas guitarristas del mundo. Si a los seis años comenzó) a “juguetear” con las seis cuerdas, casi tres décadas más tarde sigue consagrándoles “todas las horas que necesite espiritualmente; porque mi día se divide en tres partes que son el estudio, mis cosas personales —es decir mi marido y mi casa— y el alumnado del conservatorio Juan José Castro”.
La repercusión internacional llegó “de una manera algo insólita: yo tenía una amiga japonesa, que estudió aquí guitarra durante seis años y a quien le daba algunos consejos. Apenas volvió a su país se conectó con empresarios, hizo todas las gestiones y, de pronto, me envió el contrato para dar dos conciertos en Tokio. A pesar de que estaba prevista una paga bastante buena, aquel dinero no alcanzaba ni para los pasajes; de todos modos, con mi marido nos decidimos: en definitiva, un viaje que sólo contemplaba dos presentaciones terminaría prolongándose ocho meses, a lo largo de los cuales trajinamos por Asia y Cercano Oriente. Pero los centros más importantes de Europa, prácticamente los he tocado este año", explica la intérprete. Para enfatizar enseguida: “Claro que, cualquiera sea el lugar donde esté tocando, siempre será importante para mí; pero es cierto que hay dos públicos importantísimos para el artista internacional: los de Nueva) York y Londres. Que a una le vaya bien en alguno de ellos equivale a algo así como el espaldarazo, sin olvidar a Buenos Aires que es uno de los núcleos musicales de mayor importancia mundial". En su opinión, el público argentino es muy exigente y educado: “Cuando un artista actúa en Buenos Aires, ya está preparado para hacerlo en cualquier otra latitud".
—¿No cree, sin embargo, que muchos concurren al teatro Colón como quien va a una reunión social, que la música es para ellos algo secundario?
—Ya no ocurre así; ahora la gente no se instala en un palco para lucir su atuendo o sus alhajas. La juventud, sobre todo, va en pulóver o ropa sport sólo para escuchar música. El sector preocupado por exhibirse aún subsiste, pero es una minoría.
—¿A qué se debe que haya tan pocos solistas de guitarra de indiscutido nivel mundial?
—A que es un instrumento muy difícil. En la actualidad yo tengo dos maestros, que son mis guías: el guitarrista uruguayo Abel Carlevaro, a quien quiero y admiro en muchos aspectos, y el maestro de violín Ljerko Spiller (en casi todas las orquestas hay alumnos suyos), quien me confesó: “¡Qué instrumento difícil es la guitarra! A veces resulta reacio, no responde, cuesta mucho obtener notas limpias”.
—¿A quién considera el primer concertista del mundo?
—Admiro a muchos guitarristas, pero no quisiera tocar como ninguno de ellos. Andrés Segovia, por ejemplo, representó toda una época: sin él no hubiera existido el florecimiento que tuvo lugar después; por lo demás es autor de casi todas las trascripciones para guitarra. Narciso Yepes es un revolucionario; como tal puede contabilizar muchas cosas a favor y muchas en contra; exhibe los altibajos propios de un artista que está en plena búsqueda. En general ya pasé la época del encantamiento; ocurre que no hay muchos guitarristas-músicos: la guitarra es el instrumento más social que pueda concebirse, y en una primera etapa acoge a todos los militantes, desde un niño de seis años a un anciano de ochenta.
—¿La complicación comienza en una segunda etapa?
—Sí, porque todavía no está dicha aquí la última palabra en materia técnica. Mientras en violín o piano hay métodos muy desarrollados —la escuela argentina es una de las mejores del planeta, Vicente Scaramuzza y Spiller formaron alumnos de notorio valor—, en cambio casi no hay maestros de guitarra. No obstante, es indecible la cantidad de estudiantes serios que hay en nuestro país: se calcula que se han vendido aproximadamente cuatro millones de guitarras: aunque sólo el uno por ciento de sus dueños encare el estudio en profundidad, eso da una idea del auge instrumental en este campo. Pero hay que reiterar algo
esencial: ya no puede existir un instrumentista que sea analfabeto en otros aspectos, o que ignore la música; porque tocar un instrumento no significa, necesariamente, ser músico, a menos que se lo haga con seriedad.
Roza el entusiasmo cuando explica que, “después de la música”, ama la pintura y el teatro; que aprendió a querer el folklore a través de Ariel Ramírez; que le interesa el tango (“Horacio Salgán, Astor Piazzolla y, a otro nivel, Aníbal Troilo”); que, aun cuando no lo conoce, admira muchísimo a Atahualpa Yupanqui. Aconseja buscar "la autenticidad interpretativa, frente a la cual poco importan las trasgresiones de orden técnico” y exalta una recomendación a los estudiantes jóvenes: “Deben trazarse un plan escalonado. Personalmente, organicé mi vida de manera que no me cueste un sacrificio nada de lo que hago: el único que acepté, hasta hoy, es el límite de no tener un hijo, que implicaría la felicidad total. Creo que es importante que el artista se case, tenga su familia, única vía para que su arte trasunte felicidad. La bohemia pudo ser estupenda en otra época, pero los grandes artistas de hoy —llámense Picasso, Rubinstein, Chaplin— son señores que viven muy bien y cómodamente.”
Revista Siete Días Ilustrados
29.6.1970
 

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