Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Folletín
ARTES Y ESPECTÁCULOS
Televisión: El folletín no muere nunca
De acuerdo al estado de los órganos receptivos del público de Buenos Aires, nadie está en condiciones de afirmar el futuro que espera a los teleteatros en la próxima temporada, que comienza a principios de marzo. No es posible profetizar, por ejemplo, las dosis de sexo, besos y murmullos sospechosos de lascivia, ingredientes que parecieron adueñarse de los folletines televisados hacia fines de 1966.
Tampoco ha sido posible certificar la autenticidad de versiones que insisten en una oleada, para 1967, de temas insólitos. Por un lado, nada menos que la píldora anticonceptiva, cuyo tratamiento se rodearía del máximo de delicadeza y con tales circunloquios que, probablemente, nadie entendería nada. Por el otro, las crisis sentimentales y familiares que provoca la irrupción, en el alma de un adolescente, del llamado al sacerdocio, otro tabú prolijamente excluido hasta este momento.
Un largo periplo recorrió el folletín, hasta llegar a esta postrera opción, casi desesperada, a este intento de escapar a las variantes de rigor. La historia empieza hace más de cuarenta años, con un jorobadito ambulante.

La novela de diez centavos
Cuando los años veinte dispensaban collares, boquillas y swing en los hervideros de la frivolidad, un ejército subterráneo de sórdidos personajes sin edad, a menudo jorobados o tartamudos, recorría las puertas de los hogares, una vez por semana, entregando el último capítulo del folletín, retirando el de la semana anterior y cobrando diez centavos por el trámite. Las narraciones originales llegaban de Barcelona, y en Buenos Aires eran adaptadas para la cultura local: el castillo se transformaba en palacete, la masía en rancho, pero siguiendo el esquema importado, respetando los parlamentos y relatos, las luchas del galán y del traidor por la bella dama, los padres y las madres sufrientes, el maniqueísmo elemental.
La versión radial de estas leyendas nació por casualidad en 1929. Cuando la radio era una aventura de aficionados y el Ministerio de Marina vendía autorizaciones para utilizar una onda a 2 pesos cada una, sin requerimientos impositivos, Azucena Maizani se sentaba ante el micrófono a preparar tallarines para sus compañeros. Como era necesario nutrir de voces a las emisoras incipientes, los actores Olga Casares Pearson y Ángel Walk (seudónimo de Ángel Gandolfo Herrero) leyeron parte de una obra que estaban representando con algún éxito en una sala del centro: al día siguiente, una multitud agolpada a lo largo de dos cuadras intentaba penetrar en la Radio Nacional de Jaime Yankelevich para conocer a los héroes y enterarse de la continuación. Se revelaba así la existencia de un filón inaudito, artístico-comercial.
El primer explorador fue el trovero Domingo Roccati: ese mismo año comenzó a realizar emisiones desde el aire libre de Pacheco, en medio de chanchos, patos, gallinas y un gran elenco. Fue, también, el primero en transplantar los primitivos folletines en forma de capítulos unitarios, a libretos teatrales que se volvían a presentar en giras por los barrios, en precarios tablados. La aceptación llovió como un maná para esos actores, que cobraban 120 pesos por cada noche. A partir de tal comienzo, brotan las compañías, dotadas de empresarios que eran también los autores: un español, Andrés González Pulido, en 1933 llevó el género a la cumbre de la popularidad con Chispazos de tradición, una suerte de antología de lugares comunes de la literatura gauchesca. En 1935 aparecen las Estampas porteños, de Arsenio Mármol (iba a ser la pila bautismal de Elena Lucena, Chimbela) y la compañía de Roberto Salinas con Las aventuras de Carlos Norton (donde el género policial asoma la nariz), Mientras los Brochazos camperos de Roccati se alimentaban exclusivamente de temas criollos (“La hija del tigre”, “El malón del diablo”), el folletín de Mármol introduce la gota porteña: “La calle del olvido”, “El fantasma gris”, eran algunos de los títulos interpretados por Roberto Escalada, Adalberto Campos, Antuco Telesca y su mamá, Raquel Notar.

Cien barrios porteños
Algunos héroes de aquella época sobreviven todavía. En los predios de Radio del Pueblo, Porteña y en los cien barrios de la ciudad, se debaten en un tiempo que parece anterior, contra las mareas de la televisión. En las bambalinas de una sala de Pompeya, el casi cincuentón Rolando Chávez toma un whisky con su titilante pelo negro estirado y su cara redonda, mientras su compañía oficia la presentación de la obra que comienza. Deja su vaso, se instala en el centro del semicírculo de los actores, y los presenta: cada uno de ellos cumple la ceremonia dando un paso al frente, cuenta la esencia de su papel con algún parlamento, tal vez una ronroneante cuarteta. El público sólo necesita ubicarlos físicamente, instalarlos en el personaje conocido a través de los radioteatros, en largas esperas que aparentemente nunca cristalizan en un desenlace a lo largo de 90 programas (5 por semana): “Vienen porque no aguantan tanto tiempo sin saber el final”, decreta Chávez en un aparte.
Dos ancianas estiran los brazos en el proscenio, al término de la presentación, como solemnes bacantes en busca del contacto divino, reciben un dulce apretón y vuelven a sus asientos, deslizándose hacia atrás, contemplando todavía a los actores. Una madre con ruleros verdes intenta infructuosamente posar a su niñito sobre el escenario; la ayudan y el hijo se acerca vacilante hasta Chávez, aunque sin las flores que su mamá sigue agitando desde la platea.
Al tiempo que La aristócrata y el pistolero, de Orlando y Dagoberto Cochia, intercambian sus grititos en el escenario, Chávez puede recitar su genealogía: “Soy hijo de un limpia-máquinas del ferrocarril y de una hija del conde veneciano Pampinelli, sobrinanieta del Papa Benedicto XV. Soy una mezcla de ambos, en un rancho me siento a tomar mate, y en un palacio sé también cómo ubicarme si me toca. Y en materia de filosofía también. Yo leía La Prensa y La Vanguardia: la verdad estaba justamente en el medio, ni a derecha ni a izquierda”, dice, extendiendo la mano hacia adelante, cuidando la equidistancia. Quizá por eso no desdeñó intervenir en un teleteatro de pasajero éxito hace un lustro. Yo y un millón.
A intervalos llaman a escena y Chávez se pega un lustroso bigote, para correr a cantar un tango o abrazar a una joven que, aunque se desmaya de amor por él, debe casarse con otro para salvar a su madre, víctima de una espantosa enfermedad con alaridos. El “pibe de Boedo” retorna a su whisky y memora las doradas giras de antaño: “El pública cambió mucho. Se acabaron los tiempos de un peso diez la entrada, cuando la gente venía con una silla a la función y tenía que dejarla en la vereda. Había que ver a las viejitas desenrollando la punta del pañuelo para sacar uno por uno los níqueles de cinco. Seguro que los ahorraban por semanas, gastando menos en verdurita o en puchero. Y después de la función de la tarde, cuando íbamos a cenar, se juntaban frente al restaurante como doscientas personas, y decían: ¡Miralo, come tallarines! Se acercaban a tocarnos como si fuéramos de otro mundo”.
Antes que una segunda transfiguración hiciera pasar al folletín al siguiente escalón del teleteatro (a partir de 1952), las novelas radiales se consolidaron, adquirieron normas y esquemas poco menos que inmutables a lo largo de los años 40, mientras los
radioteatros de los años locos atravesaban impunes la década, amparados en las emisoras populares y en las giras. En 1948, Rolando Chaves hace El morocho del Abasto; Juan Carlos Chiappe (el antiguo galán de Brochazos camperos, de 1935) reverdece en 1950 con Por las calles de Pompeya llora el tango y la Mireya, y con El tren de las ocho, mientras Héctor Bates adapta el Juan Moreira, y Adalberto Campos vuelve a las andadas con Facenzo, el maldito y El león de Francia, florones en la corona inmarcesible de Radio del Pueblo.

Ven, mi corazón te llama
La aparición de una nueva estrella, el autor, signó a la década anterior a la televisión, comenzó a dejar a la zaga el poderío de los actores para permitir el crecimiento de los personajes y de sus conflictos, al menos en el corazón de las amas de casa. Dos variantes comenzaron a distanciarse en los esquemas del folletín, y cada una de ellas tenía su portaestandarte principal y tambores secundarios: mientras Nené Cascallar se inclinaba por la pasión y los arrullos en la oreja, Abel Santa Cruz y Luis M. Grau optaban por la veta optimista, colmada de refranes; Clara Giol Bressan por la indagación psicológica de graves conflictos, con densas introspecciones.
telenovelasTal vez al borde de la cincuentena, sin edad, Nené Cascallar (ex Alicia Inés Botto) apoya las manos blancas y nerviosas en su almohadón verde de terciopelo y se dispone a apasionarse con su propia historia. Un día descubrió en la voz de Carmen Valdés “la maravilla de la radio como medio de comunicación”; escribió una novela de 22 capítulos y se la envió. No era una desconocida para la estrella: Carmen Valdés tenía en el espejo de su camarín el recorte de una frase de Nené (“...hay un crimen impune, desilusionar”, un pensamiento que había trascendido en las páginas de El Hogar o de Mundo Argentino). De inmediato, Nené escribía para Carmen Valdés y para otro radioteatro vespertino con Pablo Lagardo; muy pronto para uno nocturno por Radio Splendid, con Silvio Spaventa, Susy Kent, Nydia Reynal, Nathán Pinzón y Julia de Alba. Los títulos eran: El rebelde, El audaz, El alma dormida, El déspota. “Era un radioteatro intimista, pasional, esencialmente romántico. Las escenas, protagonizadas por arquetipos y no por personas, ocurrían en Rusia, en Arabia y también en Buenos Aires”. Allí impuso la poesía de la palabra —supone—; mientras los hombres tienden a expresar su amor con hechos, las mujeres necesitan la música de las palabras. “Mis protagonistas eran hombres viriles, pero construían con palabras ese mundo que la mujer espera de ellos: recibí muchas cartas donde las mujeres se quejaban de la inexpresividad de sus esposos, no resistían la comparación.”
Con esos ingredientes, y una filosofía (“encuentro, noviazgo, vicisitudes y casamiento”), se encaramó el “Radioteatro de Nené Cascallar” —el primero encabezado con el nombre de un autor— con nacientes estrellas como Oscar Casco, Hilda Bernard, Celia Juárez, Ricardo Lavié. “Yo lo llamaría Radioteatro Psicológico —medita Nené, agitándose en su silla de ruedas—: era menos espectacular que el anterior, los personajes tenían reacciones más humanas, revivían las experiencias de la platea. Más que largas declaraciones de amor, se daban diálogos así: “ELLA. —...¿Por qué no me decís que me querés? EL. —Porque te lo estoy dando con mi presencia...
También Nené elaboró una técnica para construir los climas eróticos: “Se puede caer en el mal gusto —advierte?—, hay que tratar de darlos con voces horizontales y verticales; es decir que, en una escena ardiente, las voces a cierta distancia del micrófono aparecen como estando de pie. Y en instantes, el clima cambia, las voces suenan a almohada, muy juntas y susurrantes; el relator (una voz muy importante) dice que son las dos de la mañana; más tarde, en esos momentos tan difíciles de llenar con palabras, él, que tiene sed, pide un vaso de whisky, y a continuación se oye ruido de pies descalzos”. Aquí se anticipaba el erotismo de sus futuros teleteatros.
El torrente de cartas que le enviaron a Nené las acongojadas radioescuchas, cuando no obtenían el premio de un final feliz, hizo que la propia autora comenzara a hablar durante cinco minutos después de cada audición: “Fueron ocho años, durante los cuales les hablé de corazón a corazón —lagrimea—; les explicaba que las relaciones matrimoniales se desgastan, que siempre hay una boca no besada o un cuerpo no poseído que nos atraen, que mantenerse implica siempre un renunciamiento. Yo lo sé porque vivo mis creaciones, son verdad porque fueron mi verdad. Muchas veces, las escenas las escribo acostada y mi madre suele preguntarme: “... ¿Te sentís bien, Nené?, y yo le contesto: —Sí, mamá, pero es que acabo de escribir una escena total...”.
Esta totalidad es la que se percibe en su creación más osada —hasta el momento— y discutida, Cuatro hombres para Eva (cuya contrapartida, Cuatro mujeres para Adán, probablemente desaparecerá en 1967, por anemia de audiencia).
Aunque los dos teleteatros básicos de Cascallar, El amor tiene cara de mujer y Cuatro hombres, ocupan los últimos puestos del cuadro de página 68, su vigencia sobre las clases alta y media es indiscutible.

Pobre pero honrado
Hacia 1960, ya nada podía contrarrestar el imperio folletinesco de la televisión, asentado en El teleteatro de la hora del té, con su sempiterno galán, Fernando Heredia. En el video, como en la radio, la variante del optimismo, la buena familia y la sabiduría de los refranes, encontraba un reflejo veraz en la superficie tersa y sonriente efe su autor principal: Abel Santa Cruz (51 años, cuatro hijos de otros tantos matrimonios) es consecuente con su doctrina y explica que “creo en la familia y por eso busco”. Sonríe durante todas las horas de su vida, mientras habla, mientras escribe 16 programas semanales directamente sobre stencil, cuando cobra 12.000 pesos por cada libreto: “Y bueno, yo soy una persona profundamente optimista, repudio la violencia y siento un gran respeto por la mujer, y aun cuando sé que alguna no lo merece, trato de convencerme de que no es así. Tampoco soy prejuicioso: en mi Quinto año nacional (Canal 11, 11.8 de rating IPSA) tengo un personaje judío que es el mejor de la clase y un negrito muy simpático”. Así se autodefine.
Santa Cruz sabe que “no todo es tan rosado como lo pinto, pero hay que depurar. Yo trato de hacer lo mío. Hay quien asume el erotismo, y a mí me ha tocado la ternura”. Con mayor autenticidad a su favor, Oscar Luis Massa, el inventor de Los Pérez García, esa buena familia de clase media baja, cuyos miembros jamás podían ser sospechados de malas intenciones, dice Juan C. Quiniá que “ésa era la familia que yo hubiera querido tener, afectuosa y armónica, como hijo que soy de padres divorciados”. Los Pérez pasaron de Radio El Mundo a Canal 11, con escasa fortuna; Massa, en cambio, de eficaz ejecutivo del Canal 13 de Buenos Aires, lo es ahora en el Canal 5 de Rosario.
telenovelasA más de los veteranos libretistas de la radio que pasaron a integrar el stuff de autores de teleteatros, una flamante generación empezó a nutrir de folletines al nuevo medio, siguiendo de cerca los esquemas que había impuesto el radioteatro. Se puede establecer, con precisión aproximada, una serie de exigencias de las empresas patrocinadoras, y otra de censuras morales del público: “Al aparecer la novela rosa actual ,—acusa Sergio De Cecco (o sea, Amadeo Salazar, su seudónimo de muchos años)— una década atrás, las normas se hacen estrictas cuando el avisador es único: los requisitos para radioteatros, por ejemplo, eran estipulados por una firma de modo que los ambientes fueran necesariamente elegantes, para reemplazar con la ficción la sórdida realidad; que la novela no se convirtiese en policial (porque no es atractivo para las mujeres); que el galán jamás pudiera ser sospechado en su virilidad. Así como ese código de virilidad impide poner a un personaje que comprende a su mujer cuando lo traiciona —razona De Cecco—, una madre soltera provoca una gran agresividad del público. Pero, cuando una mujer abandonada (Estela Molly en Los que esperan) decide abortar, llueven cartas de mujeres que piden que no pierda al chico”.
Las buenas intenciones pasan, también, por la frente de Fernanda Guerrero (cuyo nombre es Alma De Cecco, y comparte los padres y la tía Clara Giol Bressan, con Sergio), autora de Corazón, tira infantil de Canal 13: “No trato de dejar falsas moralejas, sino de plantearles a los niños situaciones que deben resolver. Es una forma de darles libertad, y de hacer que la utilicen”. Para Alberto Migré, uno de los más conspicuos acusados de erotismo, esa proclividad “no tiene sentido, porque la receptora es la familia y son muy pocos los que esperan encontrar un sexo en la televisión”.
Desde 1957, cuando Alberto Milletari se convirtió en Alberto Migré, poniendo “naturalismo y lugares comunes de todos los días, sin suspenso”, un teleteatro dulce y fláccido se incorporó al muestrario: “Lo construía con mis propias vivencias —receta Migré—. Recorría las calles de Buenos Aires y cuando me gustaba una casa la describía. Tengo una madre-madre que me lustra los zapatos y me pela las frutas: observo, y puedo hacer llorar al país con la pintura de una mesa familiar”.
Por si la sombra de una duda hiciera pensar que Migré sufre de alguna disociación profesional, basta consignar su grito de batalla: “Estoy enamorado de lo que hago. Si quisiera decir otra cosa, con el dinero que gano bien podría alquilarme un teatro y decirlo. O sacar un libro titulado Lo que Migré no pudo decir en TV: sería un éxito editorial, pero en eso soy terminante. Además, me comunico con el público: muchos hombres me escriben y me preguntan si soy feliz, quieren ser mis amigos, conocerme”.

Nada nuevo bajo el spot
El único punto donde la televisión modifica la estructura del folletín puede revelarse en la sola ausencia de relator (y no siempre), como nexo entre las situaciones o como visualizador. En este sentido, con una técnica apenas traducida de la radial, las imágenes siguen estimulando al público en la sobria medida que le permite la creciente ramplonería de los libretos, la notoria chatura del lenguaje. Hugo Moser, uno de los best-sellers del nuevo teleteatro (La familia Falcón, Canal 13) tiene un hijo de quince años que le recuerda a menudo sus limitaciones: “No se pueden comparar nuestros programas con los de la TV norteamericana: nuestros sistemas de comercialización nos quitan libertad para trabajar; aquí, para grabar media hora de programa —24 páginas de libreto— sólo hay 2 horas 50, y por cada minuto de exceso el canal cobra multas”.
Según la cosmogonía de Moser, hay en la televisión argentina actual tres tipos de folletines: “erótico nocturno”, “melodrama de la tarde” y “para toda la familia”. “Yo pondría un poco aparte a La familia Falcón, como un intento de pulsar las opiniones respecto de la actualidad: la prueba de la diferencia reside en las visitas que me hizo el SIDE, para reclamarme por el programa anterior a la caída del gobierno de Illía. En ese capítulo, se llegaba a la conclusión de la esterilidad de los derramamientos de sangre: les dije que eso era lo que pensaba la gente de la calle, las madres de los conscriptos. Porque yo me inspiro en la calle, charlo con los lustrabotas, voy al mercado y veo a los puesteros: siempre aparece algo”.
No obstante, al margen de las distraídas defensas que los autores hacen del género, todavía, como en los tiempos del radioteatro, el folletín televisado no alcanza a alterar el metabolismo: es posible escucharlo de reojo mientras se plancha una camisa o se vigila al nene. Se puede, también, como en las series filmadas, ausentarse por largos minutos y volver al aparato, sin que el sentido se pierda. También el ama de casa podría cancelar la imagen, si quisiera, sin que la narración se alterase, lo cual prueba la vigencia de la convención radial (algo parecido a lo que ocurría, con respecto al teatro, en los inicios del cine sonoro). Todo esto prueba, por un lado, que el folletín es previsible desde su primera escena; por el otro, que el folletín es aparentemente inmortal. “Después de todo —rezongó uno de los autores entrevistados—, de qué se quejan. Estoy seguro de que muchos de los jeroglíficos egipcios deben de ser folletines.
Primera Plana
3.1.1967
Folletín
telenovelas

ir al índice de Mágicas Ruinas

Ir Arriba