Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

el juego en el casino
Vida Moderna
Un infierno a fuego lento


Hasta ahora, la llevo aliviada: estoy sumergido en dos mil. Toda la noche seguí al 17, y puro primera docena; de ahí no salía. Llevarle la contra es lo peor que hay. ¿Y yo? Cubrí el paño, no le exagero, ¡y no va y sale el cero! En cambio, hago mi juego: el 20, la edad de mi hija; el 8, el día que me casé; el 35, la terminación de la chapa del coche...

Apelmazados, como en el andén del subterráneo, más de un millar de hombres y mujeres aguardaban, en la antesala del Casino marplatense, que ocho ordenanzas, asidos férreamente por las muñecas, recibieran la orden de soltar amarras. Cuando deshicieron la barricada —lo sabían bien—, un tropel desbocado amenazaría triturarlos y sepultar cuanto se interpusiera a su paso. La avalancha golpearía tercamente contra las mesas de ruleta y de punto y banca y procuraría despatarrarlas, y como poseídos por el amor, mujeres y hombres clamarían por fichas o asientos, por hacer valer discutibles prioridades, a codazos, a carterazos, aullando y flagelándose.
En ninguna otra parte, ni en la estación Once, en Buenos Aires, las damas y los caballeros olvidan tan rápidamente su voto de convivencia social y sus prolijas maneras. Las señoras se sobreponen a su dudosa fragilidad, descuajeringan su maquillaje y su elegancia, y los señores, tan frenéticos, se zambullen sobre el tapete y arrostran, temerariamente, el precio de una hernia.
A la hora prevista, cuando la playa germina todavía de bañistas, en el Casino se produce la estampida. Fustigados por la necesidad de probar suerte, los jugadores saben, por experiencia, que tres minutos después no quedarán asientos vacíos junto a las mesas de punto y banca, ni colores disponibles en las de ruleta. A las 5 de la tarde, durante la temporada estival, el Casino de Mar del Plata se transforma en un averno alucinante en el que no menos de cinco mil almas se queman al mismo tiempo y con muy escasas esperanzas de redención.
Otros olores reemplazan al del azufre, y una nube de tabaco flota por encima de las cabezas. Aquí siempre hace calor, hasta en invierno, y a medida que avanza la noche, un tufo en crecimiento, sofocante, propone envolverlo todo, hasta el sentido común.
“El calor embota a la gente; es lo que quiere el Casino, para que uno pierda el control y juegue más”, aventura una señora, sin dejar de abanicarse, chorreando de rimmel. La verdad, sin embargo, es otra: las turbinas refrigeradoras del edificio sólo se abastecen de agua dulce (unos 400.000 litros por hora),y nada escasea tanto en Mar del Plata como el agua dulce.
“El gobierno provincial pensó, más de una vez, reparar este desliz, pero, ¿para qué? Aquí la gente viene igual. Aquí lo que menos importa es el confort”, confesó uno de los funcionarios del Casino. Una fidelidad casi obsesiva que permitió a sus peritos contables elaborar una teoría apuntalada por las cifras: “Los rigores de la crisis económica empujan a la gente a probar fortuna. Por un lado, recrudece la ola de asaltos; por el otro, el vértigo de quienes confían en la providencia, en sus buenos pálpitos, para salir del aprieto.” Ciertamente, los apostadores se multiplican (90.000 en la primera quincena de diciembre) y arriesgan cada vez más dinero (poco menos de 500 millones de pesos en ese mismo período).

Los nervios tensos
La semana pasada, un médico psiquiatra establecido en Mar del Plata (grueso bigote, pelo húmedo, ojos como embravecidos saltimbanquis) demostraba, en la mesa 21 de ruleta, hasta qué punto la pasión del juego obnubila a los menos fogosos. Flemático, en tanto una muchedumbre se agolpaba en torno de la mesa y engendraba montículos de fichas, el psiquiatra explicó a PRIMERA PLANA que “a mí se me prende la lamparita a ultimo momento, sobre el no va más; los croupiers me conocen y no oponen reparo”. Y en efecto, un instante después, con sus puños cargados de ambición y en tanto el cilindro emprendía su ronda, el psiquiatra vadeaba el atolladero, arduamente, y depositaba sus apuestas allí donde le dictaba su furtiva inspiración. Cuando emergió del macizo humano, sus ojos penduleaban sombríamente: “Esta vez falló”, dijo, sin resuello.
A los pocos metros, en la mesa 38 (“La de los catedráticos”: un cúmulo de viejecitos que segregaba su cansancio en mullidos sillones), varias señoras compulsaban sus planillas y discurrían acerca de las veleidades de la bolilla. “¡Siete negros seguidos! ¡A dónde vamos a parar!” Otra propuso: “Hagamos una vaca: mil a colorado; si no viene, dos mil; si no viene, cuatro mil; si no viene, nos vamos.”
En una mesa de punto y banca, aterido por sus fallidas inversiones, el actor Alberto Anchart no paraba de fumar y resoplar y se revolvía en su asiento. Temido por lo pendenciero, no tardó en desbocar sus iras: “¿Sabe quién soy yo? —encaró al tallador—. Soy Alberto Anchart.” El empleado meneó la cabeza. “No me va a decir que no me conoce. Yo salgo en la tapa de Radiolandia”, insistió Anchart. El empleado hendió el aire con su pala, imperturbable: “Lo lamento. No leo Radiolandia."
Como en un diapasón desafinado, los nervios tensos emergen a flor de piel y electrifican la atmósfera durante las once horas diarias en que el Casino permanece habilitado al público. Y aunque la suerte parece sonreír —o tal vez sea una mueca— a los no iniciados, y proteger a los ingenuos, una más nutrida legión de cabalistas y estrategos se enfunda cotidianamente en los meandros del azar. El gerente de juego, Argentino Coluccini (42 años, tres hijos), cuenta que, meses atrás, una sonrojada viejecita rogó a un pagador que le confiara en qué número caería la próxima bola. “En el 18, pero no lo repita pues me compromete”, bromeó el pagador. La bola se encasilló en el 18 y la mujer saltó de alegría (había apostado 20 pesos, cobraría 700), pero se apagó en seguida. Con voz entrecortada, a hurtadillas, imploró “otra ayudita, por última vez, le daré una propina”.
Pero por cada ingenuo, cincuenta cabalistas se afanan por autoconvencerse de haber dado en el espejismo. “Sobre todo en punto y banca —opinó el jefe de mesa Hugo Iribarren (38 años, 22 en el Casino)—, donde los jugadores revelan una sobria prefesionalidad.”
Nadie habla con su vecino porque una palabra, un gesto, un cruce de miradas, pueden echar todo a perder. La agorera presencia de un alicaído empresario porteño, que mereció el mote de Frankestein, crispa a los habitués y los conmina a decisiones drásticas. “Uno de los jugadores se puso de pie, no bien lo vio, e hizo girar la silla”, recordó Iribarren.
Frankestein es un perdedor empedernido. “Debe haber evaporado millones. Nadie nunca tuvo tanta mala suerte”; ni siquiera esa señora devota, circunspecta, que extraía fichas de su cartera y antes de que el croupier pronunciara el fallo, a cada pase, entornaba los ojos y se aferraba, doloridamente, a las cuentas de su rosario. Dios no la escuchaba: en parabólica síntesis, pecaba y expiaba sus culpas al mismo tiempo. “Apenas gane unos pocos pesos —se la oía murmurar— haré una donación a la Virgen.” Una invocación que muchos formulan, siquiera para sus adentros, no bien pisan la felpa del Casino. Tanto como en los aeropuertos, las alcancías benéficas instaladas en los casinos son las que reditúan los mejores dividendos: una tenebrosa variante del egoísmo, o el temor, que inspira toda ofrenda.

Las estrategias
En sus 17 años codeándose con apostadores de ruleta, José Cruz Alonso (38 años de edad, dos hijos, jefe de mesa) rastreó sin proponérselo los dobleces de una sed divulgada a nivel
de todos los estratos sociales. “La gente está aprendiendo a jugar —admite—. La gente aprendió que a la larga, inevitablemente, el enfrentamiento con una máquina habrá de acarrearle la bancarrota.” El ser humano es pasible de fervores y ensoñaciones; la máquina es ciega, impasible. “Quienes arriesgan 2.000 para ganar 20.000 son sus víctimas propiciatorias. En cambio, es muy posible ganar si se invierte el esquema: apostar 20.000 para contentarse con un superávit de 2.000.”
El sueño de agotar la banca, proyectado desde Montecarlo, a partir de 1959, cuando las ruletas dejaron de tener dos ceros, es ilusorio en la Argentina. En Montecarlo, las bancas de juego cuentan con un capital fijo (y un crespón negro se tiende sobre las mesas que quiebran); en la Argentina, el fisco niega al jugador afortunado la exacerbante satisfacción de hacer saltar la banca, un mito todavía incubado por los más pertinaces. En 15 días de diciembre, el Casino de Mar del Plata se había alzado con una ganancia de 88 millones de pesos, una sexta parte del monto arriesgado, y todo hacía suponer que las 59 mesas de ruleta, las 23 de punto y banca y las 6 de treinta y cuarenta iban a ser demasiado pocas para solventar una lujuria que crece en progresión geométrica.
"La gente quiere jugar: el Casino terminará ganándole la partida al mar.” El jueves pasado, cuando a las 20 horas los altavoces anunciaron la prohibición de permanecer en la sala con ropas de sport, un elegante play-boy no vaciló en quitarse un cordón de sus zapatos y anudárselo al cuello de su camisa, para que, a falta de corbata, hiciera las veces de lazo. Cruz Alonso refiere esta anécdota: “Días atrás, casi a la medianoche, un señor me pidió que le pagara apresuradamente dos plenos que había acertado. Pierdo el Cóndor, me dijo. Le pagué y salió disparando. A la media hora lo veo regresar, sonriente, feliz. Lo perdí, dijo, y volvió a comprar fichas.”

Una invención diabólica
Una recorrida por los bares que circundan el Casino posibilitó esta otra comprobación: la tesonera búsqueda de desquite insume hasta las cenizas del veraneo. Los bares custodian, por unos pocos pesos, las maletas de quienes no quieren partir sin efectuar una tentativa postrera. Y a menudo desflecan sus bolsillos, “porque el Casino obtiene sus mayores ganancias de quienes alientan un afán de revancha. Lo ideal es jugar poco tiempo, no pretender enriquecerse, retirarse con una mediana ganancia (el 50 por ciento del capital arriesgado), y no volver”.
“Los únicos que pudieron darse el lujo de desafiar al Casino fueron los martingaleros”, explicaron José María Oreja (50 años) y Raúl Abadie (51), jefes de juego. Entre los años 1944 y 1950, los martingaleros constituyeron una sociedad de estudiosos de las deficiencias de los cilindros de la ruleta, que arrasó millones y provocó un cisma en Mar del Plata y en Necochea.
La organización contó, durante sus esplendores, con medio centenar de empleados que copaban las mesas, adquirían todas las variedades de fichas y hacían sus apuestas de acuerdo a un canon elaborado a lo largo de meses de laboriosa inspección, hasta determinar los números más frecuentados por la bolilla. No hay cilindros perfectos, aseguraban, y sobre esa base varios vecinos de Lobería, provincia de Buenos Aires, el oficial Elmut Berlín, del acorazado Graf Spee, y —presumiblemente— algún infidente del taller mecánico del Casino lograron pergeñar el único sistema que garantizaba ganancias seguras.
La cofradía fue disuelta por decisión de la Lotería de Beneficencia Nacional y Casinos, y sus miembros enrolados en la lista negra de quienes no pueden hollar las salas de juego de todo el país. Una purga entre el personal liquidó también a los sospechados en el complot.
“De allí en adelante —dice Abadie—, todos los sistemas de juego estuvieron encaminados a limitar las pérdidas”: el de jugar a chances simples, duplicando la postura cada vez que la suerte resulte adversa, quizá sea el más simple y efectivo, aun mediando el obstáculo de la apuesta tope y la inquietante acechanza del cero. El de apostar a mayores y primera docena (en la proporción 3 y 2, respectivamente) goza también de las máximas preferencias. Arriesgando 500 pesos (300 a mayores y 200 a primera docena) se cubren treinta posibilidades y se ganan 100 pesos por pase, a menos que la bolilla acierte a caer en 0, 13, 14, 15. 16, 17 ó 18.
El subgerente Coluccini confiesa haber trajinado “muchas noches de invierno” a la pesca de un sistema infalible, pero terminó reconociendo que "la ruleta es una invención diabólica, perfecta, ingobernable", que conspira contra la paciencia de los apostadores, ansiosos siempre de una rápida evolución, “o sea la mejor manera de irse a pique”. Jugar una misma cantidad, y a un mismo número, “permite abrigar la esperanza de que, de acuerdo con la ley de probabilidades, el número se dé antes de los 35 pases; si no se da, doblando la cifra, otras 35 veces, la chance se convierte casi en una fija”.
Si el número se da antes de la septuagésima bola, el jugador habrá conseguido alguna ganancia.
Claro que, al ritmo de una jornada de mucho público, 70 bolas representan cuatro horas de angustia.

Las aristas del azar
Luego de coronar el 20, Oscar Arévalo (38 años, veedor de una proveeduría) se alejó de la mesa y se tapó los oídos con las dos manos. “Una nueva manía —cuchicheó un croupier al redactor de PRIMERA PLANA—. Mucha gente hace lo mismo.” Con fruición masoquista, Arévalo escudriñó luego las embestidas del rastrillo, expectante, puesto que no había escuchado cuál número había sido el favorecido. “No se imagina usted la alegría que produce ver que las fichas que uno jugó no son barridas. Porque si uno escucha y ve cómo las barren, se hace mala sangre por partida doble. Yo me ahorro una. ¿Quiere probar?”
Una teoría menos rebuscada esgrimía, sobre la mesa 4, un desprejuiciado capataz talabartero, Ignacio Peolla (44 años), para quien “el azar se contrarresta con el azar, no hay otra manera. Lo mismo que las vacunas: a usted le inyectan viruela para prevenirlo de la viruela, ¿no es así?” Peolla se había provisto de un lápiz de madera, de caras planas, hexagonal, sobre cada una de las cuales había acuñado, a punta de alfiler, una palabra: negro, colorado, mayor, menor, pares, nones. Antes de efectuar su apuesta echaba a rodar el lápiz sobre el tapete. Si él lápiz se detenía sobre la palabra nones, Peolla cargaba a nones. “Algo formidable. La gente se ríe, pero también se reían de Ameghino.” (sic)
En suma, un mundo fantasmagórico, estremecido por las excitaciones, por el calor, el humo picante, el monocorde cliquear de las fichas, la crispación que teje la rueca girando a contramano de la bolilla y las voces de los croupiers que arrancan desde la profundidad de la incertidumbre. Sin embargo, sobre este universo alcanza a filtrarse el crepúsculo oceánico, un tremolar de gaviotas y los ayes de la rompiente. Pero a nadie importa qué ocurre detrás de la ventana. Aquí, la ambición es miope y su precio no se mide sólo en dinero: siete bolsas de colillas de cigarrillos se recogen cada noche. Y algo más.
Mientras emprendía una discreta recorrida entre las mesas, el inspector de vigilancia Luis Alfredo Méndez refirió su última pesquisa: “Hace varias semanas, tres señoras muy apuestas empezaron a llamarme la atención. Se pasaban horas enteras sentadas en los sillones, sin jugar, sin esperar a nadie. Las observé. Poco tiempo después advertí cuál era su sistema para ganar a la ruleta: eran cazadoras de fichas caídas. Se repartían el botín y rescataban con creces el precio de la entrada.”
Pero esa estratagema es inocente comparada con la del Casino: todos los días, los apostadores sienten que el azar les niega el rabo de su ambición, tan fácilmente como si ese rabo fuera el de una lagartija. La fatalidad, sin embargo, los alienta: cualquiera de ellos sabe que el rabo de las lagartijas renace al día siguiente.
PRIMERA PLANA
5 de enero de 1965

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