Mágicas
Ruinas
crónicas del siglo pasado
![]() |
Dos avenidas que se disputan el trono de Buenos Aires
POR J. MONTERO DE ESPINOSA Las avenidas de Este a Oeste, nacieron con el espíritu racionalista de don Bernardino Rivadavia. Con mano firme trazó en el papel el ensanche de una calle cada cuatro: San Juan, Independencia, Belgrano, Rivadavia, Corrientes, Córdoba, Santa Fe, nombrándolas, .claro está, como entonces se llamaban, si bien rebanándoles de una plumada la preposición “de”. Pero, lo que son las cosas, la primera avenida que se abrió en Buenos Aires, sesenta años más tarde, no estaba en el proyecto del señor “de” Rivadavia, y tenía partícula de enlace: fué la Avenida de Mayo. La Avenida de Mayo nunca tuvo respeto por las previsiones de don Bernardino; hasta parece que se hubiese propuesto contrariarlas. Fué don Bernardino el que dispuso que las calles de Norte a Sur cambiaran de nombre y de numeración al llegar a la que hoy lleva su nombre . . . pero la Avenida de Mayo se interpuso y si no en la realidad, en la figuración de las gentes, es el eje de simetría de la ciudad. ¿Quién dice: Piedras y Rivadavia, Chacabuco y Rivadavia, Perú y Rivadavia? En cambio es frecuente oír: Esmeralda y Avenida, Suipacha y Avenida, Avenida y Libertad. La Avenida de Mayo no sólo ha falseado el eje de simetría del centro de la urbe, sino que rompió también la equidistancia de las siete avenidas porteñas, establecida en el papel por don Bernardino: está, en efecto, más cerca de Belgrano que de Corrientes, por lo cual pertenece en topografía y en espíritu al barrio sur de la ciudad. Además, para seguir llevándole la contraria a don Bernardino, la Avenida no surgió del ensanche de una calle; nació y creció como avenida, rompiendo por el centro de las manzanas con demoledor empuje. Nació Avenida y, como esos hijos cuya venida al mundo cuesta la vida de la madre, ocasionó una pérdida irreparable: la amputación del Cabildo. Avenida por antonomasia Si al tomar un taxi se le dice al conductor: “¡A la Avenida!”, con seguridad que iremos a dar a la de Mayo. La Avenida de Mayo es la “Avenida” por antonomasia; a las otras hay que añadirles el nombre de pila. Siempre fué así y seguirá siendo así por mucho tiempo. Proviene esa preeminencia de que es desde hace años una avenida hecha y derecha, total y parejamente edificada, lo que no ocurre con sus rivales que, por trechos, aún muestran la hilacha de su antigua condición. Corrientes, por ejemplo, todavía tiene la apariencia de una calle para tuertos: mira usted con el ojo derecho y ve una acera ancha, bien enlosada, edificios eminentes, anuncios que son una cascada de luz; mira usted con el ojo izquierdo y ve una veredita angosta, un café de mala muerte cobijado en una casa vieja de planta baja que espera la demolición como término a su larga agonía; ¡cincuenta años de distancia de vereda a vereda! Pero no es sólo por su edificación pareja que la Avenida sobrepuja a sus competidoras, sino por el espíritu, porque la Avenida tiene un espíritu. Dice usted: “Un hotel de la Avenida” y ya se sabe que no es uno de esos hoteles cosmopolitas del barrio norte, en los cuales el idioma español tiene el encogimiento de un intruso. En los de la Avenida el habla, la comida y las costumbres son castizas: pirámides de arroz con pollo, fuentes de cocido, chuletas de cerdo con pimientos, surgen en la imaginación. ¿Y los mozos de los hoteles de la Avenida? ¿En qué otro lugar de la ciudad un camarero se inclinaría sobre una cliente y al servirle el agua mineral se atrevería a decirle: “Con esos ojos no se puede pedir sino vino o amor”? En la Avenida de Mayo no hay florerías y, sin embargo, es una de las pocas calles porteñas en que aun se echan flores a las mujeres que pasan: “Mira qué rubia. ¡Si parece una onza de oro!” El hombre de la Avenida y el de Corrientes Con todo eso, el paseante de la Avenida no tiene con respecto al bello sexo la actitud de los ociosos de Corrientes; y es que allí no ha llegado ni la jazz ni el psicoanálisis ni el “glamour” ni siquiera la coca-cola. La Avenida conserva aún el culto de la galantería, que es una resultante de la admiración y del respeto. No quiere esto decir que el hombre de la Avenida sea un hombre insensible; todo lo contrario: es más pasional que el de Corrientes, pero su pasión se desfoga en la política. La policía nunca ha tenido que efectuar una “razzia” en los locales públicos de la Avenida por razones de moralidad; en cambio, ha debido actuar muchas veces por causas políticas. No hay suceso de trascendencia nacional o internacional que no repercuta inmediatamente en la Avenida. La pasión política la sacude, la encrespa, la hincha como una tormenta al mar. Es el escenario inevitable de las grandes crisis, de las conmociones públicas y de las revoluciones. Las dos guerras mundiales, la guerra de España, la revolución de septiembre, la del 4 de junio, el 17 de octubre, se libraron en parte, verbal o efectivamente, en sus aceras y en su calzada. La Avenida está hecha ya a las discusiones que concluyen en bofetadas y botellazos y a las manifestaciones que acaban a sablazos y a tiros. En la Avenida, si usted ve una aglomeración de gente, es que se halla frente a la cartelera de un diario; en Corrientes, si se agolpa el público, es que está delante de la cartelera de un cine. Corrientes es la avenida de los espectáculos públicos, pero es indiferente a la cosa pública. Mientras que el hombre de la Avenida se apasiona y participa en las lides políticas y sociales, el de Corrientes se satisface con verlas una semana después en los “noticiarios”. Calle para hombres solos El rasgo más singular de la Avenida es que es una calle exclusivamente para hombres. Saca usted a su novia, a su mujer, o a la madre de su mujer, esto es, a la suegra, a dar un paseo por la Avenida de Mayo, y no pasa nada. Puede usted dejarlas en libertad completa para que se detengan a contemplar los escaparates. No escogerá ni una joya, ni un sombrero de moda, ni un abrigo de pieles, ni un automóvil de último modelo, ni siquiera un par de zapatos de esos de tiritas cuyo precio hace tiritar. Nada. La Avenida de Mayo no es una calle de frivolidades ni de derroches. Si quiere usted agasajar a su suegra, tendrá que invitarla a un jerez con berberechos, a una paella o a una sección de. cinematógrafo español, y paremos de contar. Diversiones todas que estrechan los lazos familiares y no desequilibran el presupuesto. En cambio, el hombre tiene en la Avenida todo lo que precisa: cafés, peluquerías, camiserías, cigarrerías, casas de lotería, negocios todos habituados al trato con la clientela masculina. El cliente de la Avenida no es un ave de paso, es un parroquiano. Así lo entienden los cigarreros: —¿Qué tal, Manolo? —¡Hola, don Paco! —Dame cuatro brevas. —Aquí tiene usted dos, que es lo que el médico le permite fumar. —Hombre, no entiendes tu negocio. —Al contrario; le alargo a usted la vida, y así no pierdo un buen parroquiano. La cigarrería de la Avenida tiene como anexo la venta de lotería, que, por lo demás, se combina con toda suerte de negocios: peluquerías, lecherías, librerías, pero el maridaje más raro es el de la venta de casimires ingleses y oferta de billetes de la grande. En la Avenida de Mayo usted puede adquirir a la vez un corte de traje de paño importado y una combinación que le da derecho a soñar con 500.000 pesos. ¿No es una combinación bastante original? La hora del trasnochador Buena recalada para un ratito de esparcimiento es contemplar las palomas que han ido invadiendo la Avenida de Mayo. Da gusto verlas, ya repletas, alzar el vuelo y volver a posarse un poco más allá o arrullarse entre las cornisas de los edificios de comienzos del siglo. Nunca falta quien las compare con las de San Marcos: —¡Qué encanto de animalitos! ¡Cómo me recuerdan la Piazza San Marcos! —¿Ha estado Vd. en Venecia? —No, ¿y Vd.? — Yo, tampoco. En Corrientes no hay palomas. A las palomas les gusta más el sol que los avisos luminosos. En Corrientes hay pájaros de muchos plumajes, pero no tiene, como la Avenida, un mirlo ... Sí, señores; la Avenida de Mayo tiene “su” mirlo, que es como la alondra de Romeo y Julieta; da la hora. Mientras en Corrientes el trasnochador se afana, porque el tiempo “se le ha ido sin sentir”, el de la Avenida pasea y se estaciona para pasar el tiempo. El trasnochador de la Avenida trasnocha con premeditación a veces frente a un pocilio de café o a un medio litro recalentado; ha trasnochado hablando, paseando, riñendo, reconciliándose con sus amigos. El manto de la noche cubre esos inocentes excesos. Pero de pronto, sin que nada en el cielo tachonado de estrellas o acolchado de nubes haya cambiado aún, se escucha el silbo de un mirlo. Desde una jaula colgada sabe Dios de la jamba de qué balcón, el mirlo de la Avenida de Mayo saluda al día cuya llegada presiente su corazón brujo de poeta. Es una nota limpia como un cristal recién lavado, una sola nota sostenida. El trasnochador palidece, interrumpe la frase, deja en suspenso el ademán: —Ya está ahí, “ese”. . .— y consulta el reloj. Es de madrugada. Es la hora de regresar, de desayunar aprisa y de arreglarse para estar en la oficina a las siete. El mirlo calla después de la alarma. No empezará a cantar sino media hora más tarde, cuando el sol despunte. Pero está tranquilo porque ha clavado su aguja musical en el corazón del noctámbulo que sabe que todos los relojes marcan su hora de hombre formal. Revista Argentina 01/08/1949 |