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Perón o Vandor
Enfrentamientos
La gran carrera: ¿Vandor o Perón?

En un década de exilio, Juan Domingo Perón no había sufrido una rebelión tan crucial contra su omnipotencia como la que seguía acaudillando en Buenos Aires, la semana pasada, el dirigente metalúrgico Augusto Timoteo Vandor. Ese alzamiento es la respuesta a un ataque: el que Perón asestó al propio Vandor, para desembarazarse de aquellas figuras que podían disputarle su dominio sobre las huestes justicialistas. Con comicios importantes dentro de un año o un golpe militar por delante, el ex Presidente necesitaba ser el único negociador, abolir las interferencias. La historia de este pleito —que mantiene dividido al peronismo y favorece, en última instancia, el futuro electoral del gobierno de Illia— y sus intimidades se detallan a continuación.

El Día de Reyes, al atardecer, un extraño regalo llegó a casa de Carlos María Lascano: era la presencia de sus correligionarios Julio Antún, Andrés Framini, Lorenzo Pepe y César Faermann. “¿Estoy cesante?”, sonrió Lascano. Había acertado; los visitantes venían a comunicarle la formación del Comando Superior Delegado para la Unidad y Solidaridad del Peronismo, un ente inventado por Perón para sustituir a la Junta Coordinadora Nacional, máximo organismo del movimiento cuya presidencia ejercía Lascano, y cuyo poder detrás del trono era Vandor.
Cinco días después, el 11 de enero, las 62 Organizaciones retiraron sus delegados de la Junta, dejándola sin su espina dorsal (el vigoroso sector gremial), y telegrafiaron a Perón su postura: no Be oponían a la integración del Comando siempre que sus miembros fueran representativos de organizaciones sindicales, femeninas y juveniles, y no meras figuras decorativas.
Los dirigentes del sector político se mostraron afligidos ante el desmantelamiento de la Junta, hasta que los sindicalistas explicaron su táctica: no resistir los dictados de Perón hasta que el Comando revelara su ineficacia. Mientras tanto, la alianza entre los jefes gremiales y los caudillos provincianos seguiría actuando extraoficialmente, como lo hace desde los comicios del 14 de marzo de 1965. “Perón nos vendrá a buscar cuando haya elecciones”, decía la hipótesis manejada por los sindicalistas.
Así, el 12, la Junta tomó una heroica medida: “Vista la decisión de las 62 Organizaciones y considerando que el natural funcionamiento de los cuerpos del Movimiento Peronista exige la activa participación del sector gremial, la JCN resuelve expresar su pública solidaridad con ellas y declararse en receso”. Nadie supuso que el ex Presidente llevase sus cambios tan a fondo, que intentara la destrucción del bloque obrero peronista, las 62 Organizaciones.
Pero en la mañana del 18, poco antes de iniciarse la reunión habitual de las 62, que dirige. Vandor, él y los suyos encontraron en los diarios una solicitada titulada “De pie junto a Perón”, suscripta por sus tradicionales adversarios: Framini, Roberto García, Alfredo Eyheralde, Roberto Salar, Ricardo de Luca, Alfredo Arias, Amado Olmos, Jorge Alvarado, Jorge di Pasquale. Culpaban al Lobo Vandor (sin nombrarlo) de alzarse contra Perón.
El putsch antivandorista tenía un capitán: José Alonso, secretario general de la CGT; su sindicato (Vestido), junto a otras uniones como la aguerrida FOTIA tucumana, completaba la nómina subversiva; en total, 18 agrupaciones entre las 115 que integraban el sindicalismo, peronista. Ciertamente, era un caso de indisciplina; por eso el secretariado de las 62 estudió la conducta de Alonso y lo colocó en capilla. Acusaciones: 1) aceptar una proposición de militares golpistas que le insinuaron la eventual intervención de la CGT, luego de derrocar a Illia; 2) mantener correspondencia individual con Perón, donde habría delatado las andanzas de Vandor y Framini; 3) obstaculizar la formación de un “frente obrero” (con todos los grupos que integran la CGT) para una ofensiva contra la política laboral del gobierno.
Aunque las iras vandoristas también caían sobre Alonso por motivos sentimentales: fue Vandor quien lo remontó por segunda vez al cargo de secretario de la CGT, en 1965; no se esperaba una reacción tal de parte de Alonso y menos que hubiese redactado el decreto emitido por Isabel Perón el 5 de enero para establecer el Comando Superior Delegado (ver Nº 166). Sucede que Alonso tenía ante sí una sustanciosa posibilidad de servir a Perón y desprenderse de la tutela vandorista, lo que entrañaba su reinado sobre el sindicalismo peronista, que nunca alcanzó.

Los únicos privilegiados
Los directivos de las 62 retiraron, privadamente, su confianza a Alonso; dispusieron también la separación de las organizaciones rebeldes “ad referéndum” de la asamblea nacional del sector, que se citó para el 24 de enero. Además, con otra solicitada replicaron a los alzados, reivindicando el derecho de las 62 a vigilar “los objetivos que trace el Líder para que ellos no sean desvirtuados” y condenando a los “falsos apóstoles” que pretenden “aprovechar las directivas del General Perón en beneficio propio marginando a los organismos existentes para designar a unos pocos desplazados”.
En seguida comisionaron a Rogelio Coria (Construcción) para que exigiese a Alonso a postergación de las discusiones del Comité Central Confederal (debía sesionar el 19) y del Congreso Nacional de la CGT citado para el 27 de enero porque “en estas condiciones no se puede discutir la estrategia de la clase obrera”, dictaminó Vandor.
El secretario general accedió, se mostró amistoso con Coria y afirmó que sus actitudes sólo obedecían a la amistad que lo une con Perón. Sin embargo, añadió, nada conseguiría apartarlo de las 62; para probarlo exhibió un telegrama fechado el 17 de enero en Montevideo, donde los cinco miembros del secretariado de la CGT pidieron al ex Presidente una audiencia para Vandor “en la forma y fecha que usted disponga”.
Quizá Alonso, al ceder, pretendía ganar tiempo, pues el 19 por la noche Enrique Güerci —el escudero de Isabel Perón— proclamo en la sede de la Asociación Obrera Textil, en Buenos Aires, la nómina de los integrantes del Comando Delegado: eran 42, presididos por la propia Isabel, figuras expectables en su mayoría, entre las que descuellan Framini y el cordobés Julio Antún. Horas antes, el ex jefe de la Alianza Libertadora Nacionalista, Patricio Kelly, tomaba, revólver en mano, la sede de la Junta, en Talcahuano 451, Buenos Aires.
De inmediato, la conmoción se trasladó al interior del país. Dirigentes como Rodolfo Tecera Martínez, de Unión Popular; Ramón Autcher y Julio Obregón Cano, del Partido Tres Banderas; Raúl Bercovich y el gremialista Elpidio Torres se conjuraron en Córdoba con el interventor del Partido Justicialista, Fernando Mitjans, para marginar a Antún; manifestaron adhesión a las 62 Organizaciones. El mismo Antún se trasladó a la provincia y auxiliado por el taxista Fernando Labat desgajó treinta y seis sindicatos a la fuerza vandorista. Mucho más tarde, a fines de febrero, Isabel expidió un úkase removiendo a Mitjans de su cargo, pero las autoridades nacionales del Partido Justicialista hicieron caso omiso del simbólico poder de la esposa de Perón y ratificaron al interventor.
Entre los gremios que desertaron en Córdoba pareció despuntar la agonía del vandorismo: el juvenil Diputado Alejo Simo, jefe de la sección metalúrgica local, abandonó el bastión y pasó sus armas y bagajes al cortejo de Alonso; lo seguirían las seccionales de San Juan, Mendoza y La Matanza, en el Gran Buenos Aires, aunque recientes informaciones explican que Simo actúa a título personal, sin el apoyo de los cuadros.
‘'Linda manera de retribuirnos—rezongaba el martes 18, al concluir las deliberaciones de las 62, un dirigente gastronómico—. Hacemos las huelgas, movemos la gente, ponemos dinero y como agradecimiento se nos quiere poner a disposición de dirigentes fracasados”: aludía al Comando Delegado. En tanto, los secuaces de Isabel esperaban tranquilos: “Esta es una carrera de resistencia, y no de velocidad”.
De manera formal, fracasaban así los esfuerzos de las autoridades locales para crear un peronismo medianamente autónomo. Ante la posibilidad de que la Junta Coordinadora tratara con los factores de poder las condiciones de la concurrencia peronista a los comicios de 1967, el ex Presidente decidió reemplazarla. Pero si Perón conseguía acercar nuevamente las aguas de la negociación a su molino madrileño, retomar su poder omnímodo, no olvidaba la necesidad de contar con una sigla para canalizar sus fuerzas el día del comicio: es la razón por la cual llamó a Carlos Bramuglia a su lado.
Bramuglia, jefe de Unión Popular, viajó a Madrid en la primera quincena de enero: rogó al exilado que redujera las atribuciones de Güerci, también de UP, cuyas funciones junto a Isabel lo habían alejado de las jerarquías del partido hasta convertirlo en una superpotencia que amenazaba sublevar a los cuadros medios, pues a la sazón ya contaba con el apoyo del apoderado nacional, Enrique Roca, y el del Diputado Jorge González (Santa Fe). Perón concedió la supresión de Güerci: diplomáticamente Isabel habría de suspender sus giras al interior, lo que le daría la ocasión de prescindir de su bullanguera escolta y de tan ambicioso maestresala.
A Bramuglia se unió en España Fernando Donaires, dirigente papelero, a quien Vandor envió para parlamentar con Perón; según las versiones, Donaires y Bramuglia intentaron conciliar a los grupos rivales en el sindicalismo requiriendo de Perón una solución transaccional. En cambio, los adláteres de Alonso opinaron que no habían sido escuchados.
No fue un obstáculo para que el 22 de enero el regreso de ambos viajeros desatara una intensa campaña vandorista de acción psicológica: en las 62 se dijo que Donaires y Bramuglia traían una orden de Perón para que Isabel regresara a España. Además, el desterrado habría constituido un comando de siete miembros —cuatro vandoristas, dos alonsistas y un militar jubilado— para dirigir el movimiento, superando la pugna entre la Junta y el Comando Delegado.
Durante el tercer fin de semana de enero, Perón parecía derrotado por Vandor; si era cierto que accedía a retirar a su mujer de la Argentina, aceptaba el heptunvirato con mayoría vandorista, sus destinos como Conductor estaban sellados. Luego se supo que Bramuglia sólo trajo un sobre lacrado para Isabel, cuyo contenido obviamente no pudo conocer, pero los amigos de Alonso insinuaron que la ofensiva psicológica del vandorismo tendría que impresionar a los delegados al pleno nacional de las 62 que el lunes 24 debía decidir sobre la suerte definitiva del jefe de la CGT y la de los gremios alzados.
Entonces, aconsejaron a Isabel que propinara su propio golpe de efecto: el sábado 22 se asomó en Azul (Buenos Aires), oró ante el Cristo ubicado en la Ruta 3 y la avenida Piazza, sacó de la pila bautismal a siete niños de distintas familias y, fundamentalmente, trató de presidir allí la primera reunión del Comando Delegado. Pero no lo logró porque no hubo quorum.
“No he de volver a España —declamó—. Me quedaré a esperar el regreso de Perón.” Más tarde esbozó una sonrisa cansada para comentar: “El estado del Líder es óptimo; todas las mañanas hacemos esgrima y les aseguro que me cansa”. Hasta ese momento, el Comando Delegado, concebido como un organismo de 50 miembros, esperaba que Vandor, en un acto de pleitesía, se aviniera a completarlo con ocho adictos. “No hay amigos de Vandor en el Comando, pero si quieren venir la puerta está abierta”, sugirió el textil Juan C. Loholaberry.
El lunes 24, en la colonia de vacaciones El Resero, de la Federación de la Carne, se fueron reuniendo desde el mediodía los asambleístas de las 62 Organizaciones que llegaban desde todos los puntos del país. Muchos opinaban que debía obtenerse un acuerdo con el núcleo divisionista aunque se tuviera que sacrificar la resolución expulsoria del martes anterior. En este sentido, el piloso Diputado Gerónimo Izetta ofició de componedor: fue y vino varias veces hasta el reducto de Alonso, el Sindicato del Calzado, donde paralelamente sesionaron los 18 sindicatos rebeldes que ya anunciaban haber aumentado su composición a 27 gremios. El ofrecimiento de Vandor fue siempre el mismo: conformar un organismo mixto —el heptunvirato— donde las 62 dispusieran de mayoría potencial.

La orden de matar
Las dilaciones fueron otra añagaza de Alonso, que convocó a sus asesores y el 26 redactó para Perón una apreciación de situación súbitamente dura, que en lo sustancial decía: “Si Ud. cede ante Vandor ahora, su liderazgo habrá terminado; si se mantiene firme ante él, progresivamente lograremos sustraerle su caudal”. Para refirmar su postura, los secesionistas constituyeron una Mesa Coordinadora y rompieron las negociaciones con el vandorismo.
El jueves 27, tras esta ruptura, se expidieron las 62: “mantener en suspenso la separación de las organizaciones” y facultar a la Mesa Coordinadora para que “de acuerdo a las circunstancias, las haga efectivas individual o colectivamente, o las deje sin efecto”. Se anunció un viaje de Izetta a Madrid para discutir un arreglo.
Como el pleno no defenestró a los rebeldes, dio la impresión de que Vandor perdía la iniciativa, como si vacilara y se colocara en posición de defensa. Lo cierto es que los rebeldes se envalentonaron y el 28 declaraban: “Somos las 62 Organizaciones y así seguiremos actuando”. Pretendían no sólo sustituir al agrupamiento acaudillado por Vandor sino también utilizar el nombre. Mientras tanto, Isabel descansaba en una quinta de Monte Grande cedida por Alonso: “La señora padece de hipotensión”, se informaba a los que pretendían verla.
Pero algo más que la aparente retracción de Vandor fortalecía a sus rivales. Ese algo era una carta de Perón a Alonso donde por primera vez ataca frontalmente al dirigente metalúrgico, en respuesta a la apreciación que le enviara Alonso.
“En esta lucha... el enemigo principal es Vandor y su trenza —señala—, y es a ellos a quienes hay que darles con todo y a la cabeza, sin tregua ni cuartel. En política no se puede herir; hay que matar, porque un tipo con una pata rota ¡hay que ver el daño que luego puede hacer! Según las circunstancias hay que elegir la forma de ejecución que mejor convenga a la situación y ejecutarlo de una vez y para siempre o de a poco y en varias veces, pero también para siempre.”
No obstante tales virulencias de lenguaje, Perón prefería seguir entre bambalinas: se disculpaba de no expulsar a Vandor del movimiento, ya que, “tratándose de un dirigente gremial, es siempre mejor que sean los organismos los que lo ejecuten”. Esta carta era la más categórica herramienta que el ex Presidente podía poner en manos del hombre a quien había encargado —sin duda mucho antes del 6 de enero— la dirección de la batalla contra el Lobo. La esposa de Alonso promovió la epístola, y el 19 de febrero los rebeldes se constituyeron oficialmente en “legítimo plenario” de las 62, ratificaron su desconocimiento de la autoridad de Vandor, lo “expulsaron” y eligieron una Mesa Coordinadora provisoria.
Dos días antes, en el paddock de San Isidro, a la vera de la mesa que suele ocupar Vandor, estalló un petardo de gran poder. El 3 de febrero, media docena de muchachones pertenecientes a un grupo paramilitar del alonsismo, quiso secuestrar a Bramuglia para arrancarle las instrucciones de Perón. La atmósfera ardía.

Perón o VandorEl holandés errante
—Che, Gardel, ¿qué hacemos?
Vandor respondió: “Ahora, hay que quedarse piola”. Era la noche del 19 de febrero, en la puerta de la Unión Obrera Metalúrgica, cuando ya se conocía la carta condenatoria de Perón. Ningún alonsista dudaba de un mutis por el foro a cargo de Vandor; los más eufóricos descontaban el ingreso al Comando Delegado de los ocho adictos a Vandor y hasta su renuncia a la conducción de las 62 Organizaciones.
La euforia apenas duró: el jueves 2, sorpresivamente, el Consejo Directivo de la CGT, con la presencia de 13 de sus 20 miembros, pidió a la Federación del Vestido (FONIVA) que separara de dicho Consejo al delegado Alonso, enrostrándole “faltas graves” que contempla el artículo 38 de la Carta Orgánica cegetista. Ese pedido equivalía al derrocamiento de Alonso de su alto sitial, traducía la decisión de Vandor de resistir el orquestado embate del ex Presidente.
FONIVA se negó a retirar a Alonso hasta tener pruebas de la gravedad de sus actos. De tal modo, la separación —decretada poco después por las autoridades de la CGT, que sustituyeron a Alonso, interinamente, con el vandorista Donaires— se arrastrará hasta la próxima reunión del congreso nacional cegetista.
Vandor aprovechó para su golpe de mano la resonancia del éxito logrado en las elecciones generales de Jujuy por el Partido Blanco de los Trabajadores, que el 30 de enero aplastó a la UCRP con 46.000 votos contra 16.000, y obtuvo el control parlamentario (18 bancas sobre 30), además del Poder Ejecutivo.
La victoria de José Humberto Martiarena, quien el 14 asumió la Gobernación, favoreció a Vandor en los círculos peronistas, pues el caudillo jujeño había triunfado contra la expresa voluntad de Perón; a fines de 1965, el ex Presidente dio su apoyo escrito al Partido Justicialista orientado por José Nasif (4.000 sufragios).
De inmediato, Paulino Niembro, titular del bloque de Diputados justicialistas (y secretario del sindicato metalúrgico de la Capital), celebró la Unción de Martiarena como “un testimonio de las bases peronistas contra el intento divisionista” y añadió que “el bloque, al igual que las 62 Organizaciones, el Partido Justicia-lista y la Junta Coordinadora Nacional”, participaba del regocijo. Era un acto de fe vandorista. Y la discordia se trasladó entonces al sector legislativo: 21 Diputados adictos a Isabel se alzaron aduciendo que no habían sido consultados para la escritura del manifiesto.
La conmoción no cesó. En un “cabildo abierto” que Atilio Renzi epilogó en Villa Adelina con alabanzas a Isabel, grupos vandoristas coparon la asamblea vivando a Eva Perón. Seis de los ocho concejales metropolitanos se pasaron al vandorismo; los imitaron todos los ediles del partido de San Martín. Unión Popular, definitivamente embanderada con Vandor, despidió a Güerci y a González y cambió de apoderado.
El alonsismo capeó el temporal difiriendo sin fecha el pleno que los gremios rebeldes acordaran realizar en Tucumán para constituir definitivamente las 62 Organizaciones Paralelas, mientras surgían nuevas adhesiones a los dos bandos y Lorenzo Pepe partía hacia Madrid para reclamar a Perón la expulsión oficial de Vandor.
Alonso, dúctil ante las exigencias del gobierno (no le convenía chocar con el Ministerio de Trabajo), renovaba el convenio de su gremio con el prudente aumento salarial del 15 por ciento. Una bomba que estalló en la vandorista CGT de Avellaneda demostró que las fuerzas alonsistas no estaban dormidas. Si bien, más que los explosivos los rebeldes aguardaban el respaldo formal de Isabel al ex secretario cegetista. La dama siguió amparándose en su enfermedad y eludió esa definición.
“Perón le dijo a Alonso: ‘Animémonos y vayan a destruir a Vandor’. Pero él no está tan equivocado como para expulsar al Holandés, ni como para comprometerse en una ruptura definitiva”, explicó entonces un dirigente adicto a Vandor. Sin embargo, esa suerte de estancamiento en que caía el pleito iba a ser removida por nuevas expectativas y acontecimientos.
El 13 retornó a Buenos Aires el comisionado vandorista Izetta: presuntivamente no logró charlar con Perón aunque obtuvo de Jorge Antonio una cariñosa reprimenda y la promesa de una conferencia cumbre si el núcleo prometía no pasar sobre las funciones de Isabel. En cambio, Pepe, el chasque de Alonso, tuvo más suerte, y si bien no trajo consigo la ansiada expulsión de Vandor consiguió, en cambio, dialogar con el ex Presidente.
Juan Perón le explicó que estas convulsiones son necesarias para borrar del movimiento a la generación intermedia —la que tomó el Comando luego de 1955— y suplantarla por la joven guardia a la que pertenece Pepe. “Usted no se meta en esta lucha; no se queme", le insinuó al surgente líder ferroviario. Dijo luego que aunque sabe en cuál de los dos bandos está la verdad, a él no le toca inclinar el proceso en cualquiera de los dos sentidos, y que una actitud similar observaría Isabel.
La expectativa estuvo dada, entonces, por la posibilidad de una entrevista entre Vandor y la esposa de Perón, según lo sugerido por Jorge Antonio: se realizó en la mañana del miércoles 23 de febrero en el domicilio accidental de la dama, French 8036, en la capital. Actuando en nombre de las 62 cuyos jefes le acompañaban, Vandor invitó a Isabel a que pusiera en marcha el Comando integrándolo “con representantes de las organizaciones” (obviamente, aludía a las 62 que acaudilla).
“Vea, Vandor: a mí el único que me da órdenes es mi marido —le espetó huraña la diminuta riojana—. Yo me he definido el mismo día en que llegué” y “los problemas que tienen ustedes deben resolverlos sin la ingerencia de nadie”, fueron las frases que suministró con más frecuencia a sus interlocutores. “Entonces serán los organismos los que se definan y los citaremos para ello”, amenazó Vandor al despedirse.
Por eso, en los días siguientes, Paulino Niembro aceptó el reto de los 21 Diputados rebeldes; dispuso citar el bloque para considerar su pedido de adhesión al Comando. En un clima de general nerviosismo, el viernes último, por 28 votos contra 17, el bloque declaró que “los Diputados nacionales como sector parlamentario rehúsan toda intervención en la política interna”. Se negaban así a integrar el Comando Delegado. Fue otro triunfo de Vandor.

El viejo maquinista
“Ahora, que todos se suban al tren, porque a la locomotora la manejaré yo”, exhortaba Perón, con júbilo comprensible, en una carta que remitió al ex mayor Pablo Vicente en enero pasado. Porque su importancia política está vinculada directamente a su capacidad para imponer alternativas a los gobernantes argentinos, algo que exige el dominio total del movimiento y la condición de que ningún otro caudillo trate de negociar en su nombre.
Pero hacia fines de 1965 un grupo de militares conversó con los sindica
listas: las versiones indicaron entonces que los oficiales buscaban apoyo para propinar un golpe de Estado a Arturo Illia. Entonces, el 22 de diciembre del año pasado, en Madrid, Juan Perón firmó un documento para decapitar a la conducción local: ordenaba integrar el Comando Delegado y encargaba a Isabel su organización “de acuerdo a las necesidades y conveniencias del funcionamiento”. “La Junta Coordinadora del Peronismo tomará conocimiento reservado de esta resolución y cooperará a su cumplimiento”, concluía.
Fue visible que el ex Presidente pretendía suplantar sus poderosos lugartenientes gremiales quienes, de alguna forma, podían arrebatarle los hilos del diálogo. Y un indicio evidente de que lo consiguió pudo recogerse de inmediato entre los altos jefes de las Fuerzas Armadas. “¿Para qué vamos a conversar con los monos si podemos hablar con el dueño del circo?”, caviló un general en actividad. Mejor sería entenderse directamente con Perón.
“Cuando se tienen mi edad y mi experiencia se saben muchas cosas, aunque ya no sirven para nada”, confesó Perón en esa época al periódico madrileño Ya. Fue una garrulería del veterano político, porque precisamente esa experiencia le permitió permanecer durante diez años a la cabeza de su movimiento. Concretamente: todas las instituciones del peronismo surgieron contra la voluntad de Perón que, sin embargo, ha conseguido aprovecharlas.
Las 62 Organizaciones, nacidas en 1957, se formaron contra su deseo; él había ordenado la abstención en la puja gremial ofrecida por la Revolución Libertadora. Sus capitanes se amotinaron, concurrieron a los comicios sindicales y los ganaron. Luego, en 1961, los obreros peronistas recibieron la CGT violando la voluntad de Perón, y fue en ese mismo año cuando los caudillos provincianos se lanzaron a la concurrencia en comicios locales, provocando las iras del exiliado.
Es que Perón pretende —lo ha dicho en varias ocasiones— mantener a sus acólitos en los suburbios de la legalidad, como una masa gregaria, en estado coloidal, pronta a provocar una conmoción revolucionaria que le devuelva a él el poder. “Esto sólo es posible si se cuenta con el apoyo de un sector de las Fuerzas Armadas o se forma un ejército popular clandestino”, comentó días atrás un hazañoso general peronista retirado. No obstante, Perón ha desanimado a sus acólitos cuando plantearon la lucha guerrillera. En enero de 1965, iracundo, ordenó a sus prosélitos la “guerra integral al gobierno por todos los medios y en todo momento”. El 7 de ese mes, una asamblea de las 62 decidía que las instrucciones subversivas se cumplirían concurriendo a los comicios del 14 de marzo. Y Perón aceptó esta vía tan poco revolucionaria.
Es que, descartada la lucha guerrillera, los mariscales de Perón calculan que es necesario dar la batalla por “avances parciales y sucesivos”. Al día siguiente del triunfo de marzo, ortodoxos y “neoperonistas” se unieron, formando un solo bloque justicialista en el Parlamento. La táctica parecía simple; consistía en formar un frente sólido, capaz de hundir a la UCRP en una alternativa: o dejaba pasar al peronismo hacia las gobernaciones u ofrecía el cuello a un golpe militar, en cuyo caso también el peronismo saldría ganancioso en virtud de una eventual alianza con las Fuerzas Armadas. Así se elaboró el proyecto de un partido único y la barrada peronista buscó acercarse al MID, al Socialismo y a la Democracia Cristiana.
Perón aparentó acompañar la iniciativa que, lógicamente, reuniría la masa en torno de autoridades constituidas y le hurtaría a él la decisión suprema. En julio, sin embargo, tras la derrota peronista en San Juan, descerrajó una extensa Junta Coordinadora Nacional para disolver, dentro de ella, la fuerza sindical. Siete delegados viajaron a Madrid para disuadir a Perón y no lo consiguieron. El 6 de setiembre las 62 aceptaron, finalmente, estructurar una Junta Coordinadora aunque la nómina de componentes mostró que se había trasladado a ella la alianza forjada en abril entre gremialistas y políticos.
Entonces Perón contraatacó utilizando a su mujer; la envió a la Argentina con un objetivo: el de socavar las bases de la Junta apelando al influjo reminiscente de su persona y a la ambición de los dirigentes de segunda línea. Es evidente que Perón contó con la vista gorda del gobierno; los radicales anunciaron con jactancia que Isabel —llegó el 10 de octubre— tenía misión de dividir al peronismo, una hipótesis ideal para cimentar la victoria de la UCRP en 1967. Con todo, los disturbios desatados por su arribo la obligaron a ampararse en las poderosas organizaciones gremiales, pero, en tanto, Enrique Güerci —su rodrigón— admitía haber conversado con una delegación de las Fuerzas Armadas y del Ministerio del Interior, en nombre de Perón.
El cometido de Güerci, que interfería en los contactos de los caciques peronistas con los factores de poder v mellaba su representatividad, despertó una oleada de alarma: el 22 de octubre, en Avellaneda, más de cien dirigentes adictos a la Junta repudiaron “los pactos entre quienes invoquen una inexistente representación del Movimiento y los personeros del oficialismo”. Fue un ataque a Güerci, formalmente, aunque lo que se cuestionaba, sin dudas, era la autoridad del mismísimo Perón para mantener negociaciones en nombre de su partido. “Ellos son unos chantapufis que pretenden dudar de mí movidos por sus intereses personales”, se enojó Perón.
El 28 de octubre, el sanitario Amado Olmos, uno de los jefes de las 62, se colocó en posición de francotirador y exigió rectificaciones a lo resuelto en Avellaneda, pero el 18 de noviembre Vandor se hizo reelegir al frente del núcleo y desplazó a Olmos de su cargo en el secretariado, tras lo cual las 62 acataron diplomáticamente la autoridad de Isabel, aunque ella recorría ya el país sembrando la discordia contra la Junta.
“Yo prefiero no intervenir ahora. Como dicen los médicos, el proceso está irritado: hay que poner hielo y esperar que la inflamación desaparezca para operar”, confió el desterrado, 5 días después, al general retirado Arnaldo Sosa Molina. Visiblemente, lo sorprendió la fortaleza de Vandor en el campo obrero: se decidió por pasar al retardo, intentar la guerra de zapa contra el metalúrgico a quien, en aquellos momentos, felicitó por su reelección.

Bajo dos banderas
Pareció natural que Perón simulara dulzura, que buscara la ayuda del tiempo. Es que 1966 se abrió ante los argentinos con una promesa de diálogo entre peronistas y antiperonistas: ¿lograrían ambos polos llegar a un compromiso para tolerarse mutuamente y repartir el poder en 1967 cuando deban elegirse los Gobernadores de las provincias? Para llegar al , acuerdo con ventajas, para imponerse al sistema liberal y obligarlo a aceptar condiciones, Perón necesita un movimiento cohesionado; la hipótesis contraria —el peronismo agrietado— invalida todo el esquema, hace innecesario el avenimiento porque en este caso preciso el antiperonismo vencerá fácilmente a su adversario y no habrá peligros que inquieten a los militares.
Sin embargo, la reanudación de los contactos entre sindicalistas y oficiales de las Fuerzas Armadas, obligó a Perón, sobre el fin de 1965, a quebrantar su paciente tarea y a reemplazar a la Junta por el Comando Delegado, destruir las 62 Organizaciones y enfrentar a Vandor. Los resultados están a la vista: aprovechando la división sindical, el gobierno de Arturo Illia cobró ánimos para reglamentar la Ley de Asociaciones Profesionales, un articulado que establece el contralor minucioso de los fondos sindicales. Más aún: la reglamentación distribuye los fondos entre los sindicatos provinciales, fondos que antes ingresaban directamente a las arcas de las federaciones, los núcleos nacionales. De tal manera, la UCRP, al parcelar cada gremio en pequeños feudos, consigue atomizar su potencia y evitar la formación de liderazgos como los que detentan Vandor, Framini u Olmos.
Apartados de la negociación con los factores de poder, proscriptos del comando político del justicialismo, los sindicalistas del vandorismo han intuido ya que su única vía para soterrar la rebeldía de Alonso, apabullar al gobierno e impresionar a Perón consiste en desencadenar una ofensiva gremial de proporciones que logre agrupar a su lado a la mayoría de los trabajadores, a quienes acucia la necesidad de mejores salarios: este fortalecimiento obligaría a aquellos factores a recordarlos como pieza imprescindible en todo arreglo político o sedicioso.
Por eso, el lunes 28 de febrero, las nuevas autoridades de la CGT reiniciaron la marcha con una reunión que concentró a los directivos de 54 entidades gremiales: hubo mayoría peronista pero también concurrió el independiente SOEME y representaciones del MUCS. “De aquí en adelante lucharemos exclusivamente por objetivos sindicales”, explicó, conciliador, un dirigente peronista de la Alimentación. Se formó una comisión de nueve miembros que promoverá la lucha contra la reglamentación de la Ley de Asociaciones; su acción —está presidida por un comunista— ya repercutió en el Congreso y cuenta con adhesión de 5 bloques. En pasos sucesivos, la mayoría vandorista convocará al Comité Central Confederal y al Congreso de la CGT para reorganizar la mesa directiva; tácitamente, borrará de ella el recuerdo de Alonso. Se menciona para sucederlo en forma permanente, a Félix Pérez, de Luz y Fuerza.
Mientras tanto, las fronteras internas del peronismo continúan agitadas por la débácle mayor en los últimos años. Las hipótesis más consistentes para el futuro del Movimiento que se emitían al concluir la semana cabían muy bien en estas dos grandes líneas:
•Perón socava —a través de Alonso— todo el poder vandorista, seccional por seccional, gremio por gremio, federación por federación, y así se convierte nuevamente en el único estratego del movimiento.
•Vandor se hace fuerte en el grupo mayoritario de las 62, y la actual división se eterniza a través de todo el año, porque Vandor ya cuenta con la adhesión de los partidos provinciales (se espera un éxito de Alberto Serú García, candidato a Gobernador, en las elecciones mendocinas de abril), la Unión Popular y el Partido Justicialista. En estas condiciones, si se produjera un golpe militar, Perón estaría obligado a entenderse con Vandor, previamente, si desea apoyar o enfrentar al presunto gobierno de facto. Si no hay golpe y sí elecciones, Perón deberá admitir que con sus fuerzas divididas no puede amenazar al régimen; en este caso, también necesitará pactar antes con Vandor para derrotar al antiperonismo.
Revista Primera Plana
8/3/1966
Perón o Vandor

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