Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

San Telmo
San Telmo
Ciudad nueva en barrio viejo
San Telmo es el barrio más nuevo de Buenos Aires. El mundo del espectáculo ha enfocado su lupa sobre ese rincón de la ciudad. Ahora, galerías de arte, restaurantes, casa de modas, cafetines, boutiques, boites, seculares edificios modernamente preparados para oír música y, sobre todo, una generalizada sensación de “descubrimiento” se apoyan en solitarios pioneros para fundamentar el nuevo Buenos Aires de lujo.
A un paso del centro, el Alto de la ciudad está fatalmente destinado a reemplazar el abrumado Norte. Con el auxilio decorativo de edificios coloniales —monumentos de la Nación—, con su tradición y su cercanía de los lugares claves, San Telmo es el barrio de reserva para reeditar el remozamiento que pasó por Pa-a (textual en la crónica) ciudad. Todo el país se ahíja a este barato y tener vista al río, tiene el prestigio de ser la cuna de la ciudad, tiene gracia, encanto y señorío.
Abandonado cuando la fiebre amarilla se cebó en sus casas, se cubrió de una ominosa pátina de penuria y de muerte. Se fueron los porteños de San Telmo como de un lugar elegido por el castigo. No sabían los vecinos todavía que una ciudad se levanta no sólo sobre reconquistas y virtudes sino también sobre calamidades y oprobios. En sus calles nació la libertad, estalló la batalla, asoló la mazorca y cundió el fuego. Hoy, San Telmo tiene serenidad de suburbio, calma de pueblo aunque sus calles se asomen a la Casa Rosada, al nacimiento de Florida y al vertiginoso centro de los bancos. Todo está a un paso, pero al mismo tiempo a esa singular distancia que impone su condición de barrio inaugural. Desde su altura, San Telmo condesciende a río, a pampa, a ciudad. Todo el país se ahíja a este barrio secreto que tuvo hasta hoy una paciencia patriarcal.

Pioneros y "adelantadas"
De pronto las noches de San Telmo parecen decorados escenográficos. En un marco de casas cuyos muros encalados desprenden su revoque para mostrar la tejuela legendaria —no pocas veces poblados de yuyos o de terciopelado musgo—, muros donde la cal de descascara en láminas superpuestas de ocres, celestes y rosados, por las estrechas veredas y bajo un cielo generoso de pampa, caminan grupos de hombres vestidos de smoking o frac junto a mujeres de traje largo o amplios palazzos, envueltas en perfume de Dior, Carven o Schiaparelli.
Ya el último verano —cuando el ancho de la vereda lo permitía— los comerciantes empezaron a sacar mesas y sillas a la calle. Si a Buenos Aires le faltaba su Greenwich Village, su Montparnasse, su Chelsea, ahora lo ha descubierto en San Telmo. Más que moda parece un reconocimiento natural. Los artistas se van a vivir al barrio viejo, especialmente después de haber aceptado —los pintores— que la Boca ya está toda pintada por Quinquela.
Casi todos los descubridores se oponen al cambio. Fueron a vivir allí precisamente porque "era así". Juan Carlos Castagnino, por ejemplo, vivió de estudiante —y hasta que la demolieron de vieja— en la “Casa de la Virreina”, en México y Balcarce. Cuenta que cuando se mudó dejó por inservibles unos estudios y telas. El rematador de la demolición, ante la avidez de antigüedades que demostraban los compradores, inventó que ,eran obras de las hijas del virrey y las vendió por 90 pesos. "En esa época —dice Castagnino— yo me mantenía con 20 pesos por mes”. Cuando volvió de Europa le encargó a su hijo que le buscara una casa cerca del centro. Encontramos una en Balcarce y Carlos Calvo. Resultó ser uno de los primeros correos de Buenos Aires. Tiene 250 años. Las ordenanzas municipales impiden la modificación del edificio pero puede ser refaccionado si no se le hacen cambios. La medianera mide un metro ochenta de ancho. Castagnino está construyendo un edificio moderno en la parte de atrás del solar. “Elegí esa casa porque no puedo vivir en un lugar que no tenga encanto. Esa casa tiene magia. De noche, en el patio, la higuera filtra la luz de la luna. Pero me duele que esté de moda San Telmo. Puede ser que se sofistique y esas calles dejen de ser lo que son. A cualquier otro barrio lo prefiero todo nuevo. Pero a San Telmo, no. Qué siga siendo como es”.
Atraído por el mismo encanto, especialmente por “el gran balcón desde donde se ve el puerto entero”, otro pintor, Leopoldo Presas, se mudó a un departamento de la Avenida Huergo al 1100. El puerto y la vista están bien, pero para Presas “hay que terminar con las rejitas y el falso sentimentalismo y hacer el San Telmo de verdad: un barrio moderno, limpio, donde la gente pueda vivir confortablemente. Estos son los terrenos ideales para hacer la gran ciudad”.
En la misma casa, en el mismo piso de Presas, en un departamento idéntico y simétrico, Heriberto Arbolave inauguró el año pasado, con una exposición de témperas de Santiago Cogorno su "Estudio de Arte”. "Estudio, y no galería —dice Arbolave—, porque no está hecho paré mucho público sino más bien para gente que quiera detenerse un poco más que el comprador común ante los cuadros y esculturas”. Además de una cama campesina de Alemania que tiene pintado con caracteres góticos “Nada más lindo en la tierra que dos corazones hechos uno", el “Estudio" tiene muy pocos muebles. Sin embargo, la madera desnuda —apenas encerada— de las enormes puertas y los marcos, en contraste con las paredes enjalbegadas, parecen estupendas obras de carpintería. “Elegí San Telmo —dice Arbolave— porque me gustó el espíritu del barrio. Es muy propicio para la contemplación de la obra de arte".
Una “adelantada" del barrio es la escultora Niní Gómez Errázuriz. Vive en una vieja casa de la que dice: “Me gustó porque no soporto los materiales ordinarios. No podría meterme en un departamento moderno. Quizá porque viví en el Palacio Errázuriz. Pero no quiero ni acordarme de eso. ¡Qué frialdad! Este es un barrio con personalidad, cosa que el barrio Norte no tiene porque nació decadente: copia de París sin la calidad de los edificios franceses. Por mi parte, prefiero que se mantenga la leyenda de que San Telmo es un lugar pobre, sucio y viejo. Que no me invadan".
La Plaza Dorrego es —sin duda— uno de los rincones de Buenos Aires con mayor encanto. Está metida en la esquina de Defensa y Humberto I, incrustada en la manzana y bordeada por dos de sus lados de casas viejas y modestas que conservan la gracia del mejor San Telmo. Enfrente —en diagonal— hay un viejo café —todavía con estaño— donde pasaba las tardes Casimiro Domingo. Envueltas en pañoletas malvas las viejas miran la calle a través de los visillos. “Desde que vine a vivir aquí, hace 32 años, todo está igual” —dice Raquel Forner—. Vive en Humberto I 433, el único edificio nuevo de los alrededores de la plaza. “Cuando me casé con Bigatti, en 1936 —agrega—, teníamos 7.500 pesos que él había ganado en un premio y 1.000 de uno que acababa de ganar yo. Se remataba este lote y lo compramos por 9.000 pesos. Después, un arquitecto amigo nos proyectó la casa. Quizá la deje como museo”.
El Teatro San Telmo también tiene algo que ver con el renacimiento del barrio. Desde 1957 estrenó 22 obras. Algunas de ellas, los mayores éxitos de su momento. La gente va al teatro y después quiere comer o tomar algo. Si los boliches están a mano, mejor. El éxito de un restaurante en Buenos Aires inspira al vecino. O al mismo propietario que, estimulado, abre otro.
En el caso de Madame Thérése y Héctor Lupoli —dueños de “Au Coin de Marseille”—. Después de diez años de prestigio, “Au Coin", en la calle Defensa, levemente iluminado, musicalizado por el acordeonista Valentín —corneta en los campos de catana en que triunfaba Petain durante la primera guerra—, fue el punto de partida. Sus dueños acaban de inaugurar otro restaurante en Chile 342: “Au Viex Port".
Los ravioles con salsa de almendra son exquisitos en "El Repecho”. Hace tres años se inauguró esta casa de 1827. La decoró Jorge Pena. Empleó para la reconstrucción gran cantidad de objetos coloniales juntados pacientemente durante años. Se puede comer muy bien a razón de 5.000 pesos por persona.
Nada porteño es el “Tres Coronas”, en la calle Independencia: está especializado en “smorgarbord” (fiambres, caviar, salmón, omelettes, ensaladas, salsas) y en cervezas importadas.
El toque oriental no podía faltar en San Telmo. Se llama “Hon-Jin-Kai” y está en Independencia 732. Se sugiere empezar con “saké” frío y “saki ika”, o sea calamares secos. Se puede seguir con “sashimi”, que es pescado crudo con repollo blanco. Embebido en “wasabi” —salsa concentrada y picante que se disuelve previamente en soja— el “sashimi” es un verdadero manjar. El “Hon-Jin-Kai” cultiva un aire nonchalant, pero es frecuentado por conocedores capaces de esgrimir los palitos para comer a toda velocidad el inevitable arroz blanco que acompaña cualquier plato.
Pero no todo es comer en San Telmo. Hace 80 años que se puede tomar buena cerveza en “Gambrinus” —nombre del rey de la birra—. Hay un piano y pocas mesas que últimamente están atestadas de gente desde las 10 de la noche.
En Balcarce 433 acaban de inaugurarse unas cuevas construidas en 1630. Se llaman “Michelangelo". El arquitecto Sergio Enquin se encargó de reacondicionarlas. Son tres recintos abovedados de más de treinta metros de largo. El trabajo duro lo hicieron hace más de tres siglos los frailes dominicos. Hoy, tango, folklore y jazz —uno para cada bóveda— le dan sentido a este esfuerzo subterráneo.
El 4 de julio se inauguró “El bulín mistongo” en Humberto I 1861. En la tarjeta de invitación —firmada por varios integrantes del grupo “Nuevo Teatro”— anuncian que abren las puertas para toda la gente cuyo corazón “late en pretérito y sueña con reeditar el pasado canyengue de la ciudad".
La pulpería “Los Troncos” —Balcarce 959— inauguró su sala teatral en el mismo local. Del 21 al 25 de julio presentaron la pieza “Crónica de arrabal”, de Julio Dardés. El tema —evocación del Buenos Aires del 900— se adaptaba al ambiente del edificio y del barrio entero.
La tanguería de Lucio Demare todavía no existe. Se inaugurará a fines de julio en una casa colonial que se está reacondicionando en Balcarce 854. Se llamará "Malena al Sur”. Allí se podrá ir a escuchar tangos después de comer en “La Barraca”, que fue desalojada del viejo corralón de la época de Rosas, en Paseo Colón al 1000. Abrirá nuevo local, también en julio, en Balcarce y Carlos Calvo, donde hasta hace poco había un viejo café.
El celebérrimo “Bar Unión” —decano de los boliches del Sur— está en Paseo Colón al 1200, donde, con piano, el público puede cometer la heterodoxia —impunemente— de cantar tangos a coro. Los conocedores afirman que el "Bar Unión” fue el famoso “viejo almacén del Paseo Colón”, de Cañara.

Tangos ortodoxos
Sin embargo, “Viejo Almacén" se llama el boliche que está enfrente, recién abierto por Edmundo Rivero, en una casa que tiene 150 años y donde hubo durante artos un peringundín llamado “Volga”.
Entran dos parejas. Una de las mujeres tiene un largo chal —hasta el piso— de seda blanca (lengue supersofisticado), un pantalón que cae lánguido hasta las baldosas, donde se abre en un par de anchísimas bocas. Encima, una chaqueta con centenares de botones, especie de levitón terminado en un cuello Mao. Usa el pelo muy corto y una boquilla muy larga. El peludo rubio que la acompaña cierra el saco del smoking sobre una camisa con volados maricones. La otra mujer tiene un vestido largo de mangas ajustadas —acaso el único del mundo con más botones que el levitón de su amiga—. Tiene el pelo rubio que por momentos le cubre el escote de la espalda: los dos —pelo y escote— llegan hasta la cintura. Entran en “Viejo Almacén” en un contrapunto de perfume francés que los envuelve a los cuatro. (El compañero de la rubia también tiene smoking, pero es color borravino.) Se cierra la puerta tras ellos. Edmundo empezó a cantar. Los cuatro quedan petrificados. Alrededor de Rivero todo es religioso silencio. Es "Sur”. El cantor —los ojos cerrados, las manos juntas, los hombros avanzados— parece rezar. Esa voz que desenrosca el tango parece salida de los cimientos de la ciudad. Inmoviliza al grupo en la puerta mientras canta. Fue un hechizo fugaz. Se reanuda después —todos sentados— con “La última curda”. La elegancia de las mujeres, de los hombres, se suma a la insólita decoración de una casa tan porteña como vieja. Ahora San Telmo es así.

Pasear por San Telmo
Una tarde hay que salir a caminar por San Telmo. Defensa es la calle clave. Al caminarla desde el sur se ve al fondo la Pirámide. A la izquierda la ciudad conserva la horizontalidad de la pampa. Pero a la derecha, desde Defensa, Buenos Aires se entrega, inexorablemente, en un lento declive, a las aguas del río.
Los altos muros de Santo Domingo se interrumpen de golpe para mostrar el atrio enrejado donde está el mausoleo de Belgrano. Un monumental agraviante cartel propaga al país insuficientemente desarrollado: sobre la tumba del general, el cartel proclama la calidad de los aceros importados. En San Telmo están las ferreterías industriales. Los importadores de motores y herramientas. (Sordos ruidos de motores y de aceros importados llenan todas las vidrieras de este barrio venerable.) En San Telmo está el país rezagado. Pero también está la cuna de la República. En Defensa 350 vivía Bernardino Rivadavia y, nunca a más de diez cuadras, todos los próceras de Mayo. La Jabonería de, Vieytes —que alguna vez se supuso qué era el almacén “La Parra”, de Venezuela y Lima— quedaba a cuatro cuadras de San Francisco.
Fundado por los franciscanos que acompañaban a Garay, este convento fue incendiado en 1955. Se reconstruyó bajo la dirección del arquitecto Perta. Ejemplo de sobriedad, su capilla San Roque enmarca los casamientos menos sobrios de la ciudad: las novias más elegantes del país se casan allí. El arto que viene la capilla tendrá uno de los tapices más grandes del mundo —12 metros por 8—. Se está tejiendo ahora sobre unos bellísimos cartones de Horacio Butler.
Después del baño de historia el visitante puede tomar un café en “La Colonial” —Defensa y Alsina—, en una de las pocas esquinas sin ochava que quedan, y volver hacia México 640 para visitar la armería más lujosamente decorada de la ciudad: "Arcabús”. Paredes blancas, chimenea, bar. Pocas son las armas visibles: los rifles de Sako y Mannlicher-Schoenauer, o el Mauser adornado con grabados y ornado de oro y plata que cuesta 500 mil pesos. Los grandes play boys de Buenos Aires, cuando llegan de sus safaris por África, se convierten en parroquianos habituales de “Arcabús”, sobre todo cuando quieren encargar culatas especiales o fundas de cuero de carpincho.
Si después de las armas se siente hambre no hay nada mejor que volver a Defensa al 550. Allí está la “Confitería Suiza” que, desde hace 200 años, produce las mejores milhojas del mundo. En la misma cuadra Enrique Aubeyzón Pardo tiene su negocio de antigüedades. “En mi ciudad, Barcelona —dice—, los anticuarios prefieren la Ciudad Gótica. En Buenos Aires busqué el lugar más antiguo y aquí me instalé”.
Otro anticuario —también Pardo, pero porteño, don Román Francisco— director gerente de la famosa Casa Pardo (dice ser adulto de edad) va a instalar su nueva casa también en Defensa, pero al 1170, en una casa construida hace 149 años. “Seguirá siendo una casa colonial. La estamos ambientando como una casa de 1800. Habrá paredes revocadas, reja y aljibe: un lugar ideal para mostrar antigüedades. Después del infarto lo mejor que hay es un lugar como éste, la placita Dorrego”, dice. ¿Qué infarto? “El que me dio cuando nos desalojaron del local de la calle Sarmiento, después de 60 años de estar en esa cuadra”.
Se puede terminar el paseo comprándose una buena corbata o un par de guantes: la mejor ropa de Buenos Aires —es decir, de Inglaterra— se vende en Felix's, Lima 1037. Allí es posible comprarse los mejores aditamentos pensares. Corbatas, suéteres, medias de la más alta calidad a precios paralelos. En “La Chusma” —Estados Unidos y Balcarce— Irene e Iván Zelada Olazábal —socios del pintor Ramón Durán— venden lámparas —creaciones de Andrés Percivale—. joyas —inventadas por Armando Syrkorsky—, sacos —diseñados por Walter Mejía— y numerosos amuletos creados por indígenas del norte.

Futuro Buenos Aires
La ciudad fundada junto al río inmóvil color de león por un ex saqueador del Vaticano —Pedro de Mendoza—, incendiada y aniquilada por los indios y nuevamente alzada sobre sus ruinas por Juan
de Garay, la capital más sudamericana y más europea de América latina tiene, al sur, un costado que asoma desde el agua y trepa al otero del parque Lezama. Allí la ciudad se extiende en un bajo y vetusto caserío de ingenua arquitectura: casas ricas en verjas, zaguanes, patios, cancelas, aldabas y aljibes. Es la ciudad vieja. Allí está San Telmo con su zona híbrida mezclada al borroso Montserrat que antes fue el barrio de los candombes. Las calles estrechas tenían hasta hace poco una vejez melancólica. Una especie de maleficio pesaba sobre San Telmo en la memoria porteña: la peste. Allí había estallado y arrasado la muerte.
Pero ya no es melancólico San Telmo. “La noche”, la “gran noche”, termina ahora en esas calles que para el barrio Norte es casi suburbio pero que en realidad es el corazón mismo de Buenos Aires. Súbitamente ese corazón casi apagado empezó a bombear sangre nueva. Todavía parecen decorados teatrales las noches de San Telmo, pero pronto las torres de Belgrano se mudarán a sus calles para asomarse al puerto desde sus balcones.
Por ahora hay arte, buena música, buena ropa, buena comida, casas cada vez más viejas —claro— pero cada vez más lindas. Noches recorridas por gente que “va a verse” en lo que hasta hace poco eran amargos bodegones o almacenes sombríos y hoy son el límite del refinamiento y la sofisticación. Pintores, escritores, actores, modelos, modistas, gente joven, todos acuden ahora a San Telmo. Buenos Aires lo ha recuperado de un olvido que fue como un sueño. Acaso haya sido necesario que Basaldúa y Borges, Butler y Bioy evocaran con sus alusiones ese Buenos Aires que parecía desvanecido, desleído en las trasnochadas letras de los tangos para que reflotara en la memoria porteña ese lugar que, de puro viejo, es una afirmación de que la ciudad quiere volver a ser fundada una y mil veces por las generaciones que le aman su futuro.
Revista Panorama
29/7/1969
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