Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

El plástico Pérez Celis y su extraña casa-taller de La Boca
Retrato del artista en familia

A los 33 años el cotizado pintor porteño acrecienta su brillante curriculum: un cuadro suyo acaba de ser elegido para participar en el certamen que la Cancillería argentina organizó en la ONU. En la intimidad de su exótico refugio boquense el joven creador revela a Siete Días la obsesión que anima su búsqueda: una filosofía que concilia la fajina artística con la apacible vida de hogar

Es, acaso, uno de los personajes más excéntricos de la República de la Boca, y no faltan quienes lo consideren como un candidato a suceder al patriarcal Benito Quinquela Martín en el liderazgo de la bohemia ribereña. Es que, al igual que la del viejo maestro, su casa se ha convertido en meta obligada para todo aspirante a exponer los coloridos motivos boquenses en alguna cotizada galería de arte porteña. Por cierto, no faltan razones para que la mansión sea tan concurrida: pintada con los colores más vivos, la vieja casona fue trasformada, gracias a las singulares exploraciones artísticas de su dueño —y a los fondos generosamente adelantados por el Fondo Nacional de las Artes— en un verdadero museo de sofisticaciones y extravagancias. El responsable de semejante metamorfosis decorativa es el porteño Pérez Celis ("No tengo nombre porque soy muy refinado y prefiero identificarme con mis dos apellidos"), un pintor que a los 33 años ha expuesto sus obras exitosamente en las principales salas pictóricas del país y se dispone a presentar una de sus telas, que resultó "finalista" en el certamen organizado por la Cancillería argentina para elegir una obra destinada a ser incorporada al museo de las Naciones Unidas en Nueva York. Pocos días antes de su partida hacia los Estados Unidos, Siete Días dialogó con Pérez Celis e inspeccionó hasta los rincones menos accesibles de su original casa-atelier.
—¿Un artista puede vivir exclusivamente de su pintura en la Argentina?
—En mi caso personal, sí; y muy bien. ¿Sabés por qué? Por la sencilla razón de que siempre vendí mis cuadros muy bien. Al comenzar, los entregaba aunque me dieran mil pesos. Eso me permitía seguir comprando materiales y no perder el hilo de mi creación. En realidad, a los doce años ya dibujaba con gran facilidad, pero a los trece me tocó leer El hombre mediocre de José Ingenieros y me derrumbó la estantería: cambié violentamente el modo de vivir y de pensar. Ya no quería ser un simple dibujante de historietas: quería ser un genio. Y aún espero llegar a serlo.
—¿De qué manera pensás alcanzar ese status?
—De alguna manera, el caos actual en esta parte del mundo y la renovación de ideas que se está operando particularmente en la Argentina parecen augurar la llegada de algo. Tal vez sea el advenimiento de un genio ... Y yo no me perdonaría el no querer ser ese genio. Es un compromiso que asumo ante mí mismo con humildad, porque ser un gran artista es algo que está más allá de la voluntad humana.
—¿Cuándo y cómo concretaste tu tránsito de la historieta a la pintura?
—Bueno, mi primera exposición fue en la galería La Fantasma, cuando apenas tenía 16 años. La segunda se realizó en 1961, en la galería Rubbers, y gracias a los cuadros que vendí pude seguir pintando: recibí un importante auspicio del Museo de Arte Moderno. Más tarde vinieron los viajes: residí un año en Perú y fue como si hubiera logrado tocar con mis manos las raíces de América. Mi pintura se influenció muchísimo, se volvió caótica, exuberante y quebrada en distintos planos. Después estuve en los Estados Unidos y también fue una experiencia por demás formativa.
—¿Desde cuándo vivís en esta casa?
—Desde hace un año. Durante mucho tiempo estuve buscando un lugar parecido. Yo nací en San Telmo y viví muchos años en Liniers, hasta que por fin me naturalicé boquense en 1971. Por supuesto, al elegir los colores de la fachada seguí el criterio de Quinquela Martín, aunque las combinaciones son muy diferentes. ¿Sabés por qué la Boca tiene casas tan coloridas? Fue porque sus habitantes tenían mucho contacto con la gente de los barcos: cuando a éstos les sobraba pintura, la dejaban en tierra firme y era inmediatamente aprovechada por los lugareños. Ahora, como no les queda más remedio que comprar la pintura, para economizar muchos optan por un solo color y esa gracia que inmortalizó Quinquela corre el riesgo de desaparecer. Por suerte, hay una disposición municipal que recomienda utilizar colores vistosos para pintar las fachadas.
—Pero sobre el diseño, por lo visto, no dice nada ...
—No, eso queda librado al gusto de cada uno. A mí, por ejemplo, me gusta más hacer murales que pintar telas. En este momento estoy trabajando en uno —todavía no sé qué saldrá— para el Banco de la Nación de Santiago del Estero. También realicé uno de 20 metros de largo para el Banco de la Nación de Formosa; eso de trabajar en bancos tiene ventajas insospechables: es la única manera de cobrar puntualmente. Casi todos mis temas son abordados con una línea notoriamente americanista y elaborados por intuición. Reconozco que podría documentarme un poco ... Por ejemplo, en 1962 hice un mural que está en Flores y que se llama Fuerza América, inspirado en las ruinas de Machu Picchu.
—¿Pero en aquella época ya conocías el Perú?
—No, qué esperanza... Pero no importaba mucho, porque cuando lo conocí, algunos años después, me di cuenta que no difería demasiado de lo que había imaginado.
—Muchos suponen que tu vida privada es tan intrincada como tus obras.
—En absoluto. Estoy casado con Sara, mi mujer hace ya quince
años, y tenemos dos hijos (Enrique Sergio, de 12 años, y María José, de 10) que van al colegio y reciben clases de inglés como cualquier hijo de vecino. Cuando conocí a Sara tenía 18 años y era un vagoneta cualquiera. Pero encontré en ella a una auténtica compañera que me sacó del pozo. Todo lo hemos hecho juntos, aunque siempre fui yo quien di la cara. Ella fue la que siempre metodizó mis exaltaciones y exuberancias. Hay mucha gente que piensa que el artista no puede vivir ordenadamente, que necesariamente debe ser un bohemio empedernido. Pero la historia nos demuestra que no siempre fue así: Bach, por ejemplo, era un ejemplo de metodismo. Lo que pasa es que se ha confundido mucho el arte con el vino ...
—¿Cómo es un día de la familia Pérez Celis?
—Como el de cualquier familia normal: nos levantamos a las 7, los chicos van al colegio y Sara me ceba unos mates en la cama. Ese es el único instante del día en que puedo darme el lujo de sentirme mimado. A las 8 estoy en el taller, que es un cuarto más de 'a casa: no creo en la dicotomía del artista, me gusta tener el taller donde vivo y vivir donde tengo el taller. Allí pinto hasta mediodía, mientras escucho la radio o algún disco. Es que no sé pintar en silencio. Tal vez sea como dijo no sé quién, que mis ruidos interiores son más fuertes que los del exterior.
—Por lo general, los artistas encuentran ¡a creación en el marco de la intimidad.
—A muchos escritores les pasa lo mismo que a mí: van a escribir a un café o lo hacen en medio del ir y venir familiar. Es necesario que la parte más externa de la atención esté atrapada por algo, para que no incida en las zonas secretas de la creación o interfiera el monólogo interior. Es como tener un perro atado, en vez de dejarlo que vaya y venga, distrayéndonos de una tarea esencial.
—Hablábamos de tu vida familiar ...
—Sí, decía que era muy completa. Siempre almorzamos los cuatro juntos. Luego los chicos vuelven a la escuela y yo —es un rito diario— preparo el café. Descansamos un rato y luego dedico la tarde a hacer gestiones en la calle, clases en mi taller o en el centro de la ciudad.
—¿Creés que los premios en concursos como éste del que participarás en Nueva York son un eslabón indispensable en tu "ascensión a la genialidad"?
—Los premios son una recompensa moral y económica para el pintor, pero no son decisivos en su carrera. Generalmente los otorgan críticos enrolados en una determinada línea, y muchos artistas renuevan constantemente sus estilos con tal de coincidir con los jurados. Por mi parte, prefiero seguir —aunque se me acuse de reiterativo— con mis pampa-cielo y pampa-tierras. Tal vez no gane muchos premios, pero con mis cuadros puedo asegurarme una próspera subsistencia: actualmente se cotizan entre los 300 mil y el millón de pesos cada uno.
Fotos: Eduardo Comesaña

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