Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Fassio
Patafísicos
Cuando las máquinas son un símbolo
En un principio es difícil discernir si el hombre está resignado, incómodo u orgulloso. Después se advierte que, probablemente, los tres estados de ánimo se superponen en él cuando se le recuerda que es el inventor de la “máquina para leer a Roussel”, minuciosamente descripta en un artículo de la revista Bizarre (número 34-35). El argentino Juan Esteban Fassio (40 años, soltero “hasta el mes de diciembre”) concibió ese artefacto ante la aventura que significa recorrer las páginas de las Nuevas impresiones de África, que en 1932 (un año antes de su muerte) publicó el escritor francés Raymond Roussel. Es un texto macizo, avasallado por paréntesis: cinco párrafos, uno dentro del otro, abren distancias de más de 70 páginas entre dos versos que se corresponden. “La máquina —explica Fassio— hace posible una lectura ordenada sin que uno se canse volviendo las hojas para adelante y para atrás.” Consiste en un rodillo sobre el cual giran tarjetas conteniendo los versos del poema; a cada paréntesis se le ha asignado un tamaño y un color diferentes, de modo que, haciendo avanzar el rodillo con la mano, no se hace compleja la búsqueda de los fragmentos deseados.
Acerca de todo esto informa Fassio en una habitación situada al fondo de un patio, en una desvencijada casa de la calle Misiones, en Buenos Aires. Las paredes desaparecen bajo una coraza de libros y diplomas; preside el conjunto una obsesiva lámina escolar de fin de siglo consagrada al elefante. Fassio acumula datos esotéricos: es el proveedor-propagador, en la Mesembrinesia Americana (América del Sur), de la Orden Patafísica; también ha creado una máquina para leer la novela de Julio Cortázar, Rayuela.
Los principios de la escuela (creada hace más de una década) derivan de un libro publicado en 1911: Hechos y opiniones del doctor Faustroll, Patafísico, del humorista francés Alfred Jarry, quien a los 16 años se hizo célebre al revelar su paternidad de una atronadora farsa que, bajo sus apariencias ingenuas, esconde una formidable imagen simbólica de la humanidad: Ubu Rey, precursora del surrealismo y del “teatro del absurdo”. La difusión de los escritos de Jarry es la misión apostólica de la Escuela Patafísica.
Para explicar la organización del Colegio, Fassio (un hombre tímido, que fuma incansablemente) despliega sobre la mesa un esquema de vastas proporciones. En él, robustas líneas de tinta negra separan las categorías: en primer lugar aparecen los executives, que forman el “cuerpo de proveedores”; más abajo, los “sátrapas”, miembros honorarios “que han hecho contribuciones importantes para la Orden, a veces sin saberlo”: Max Ernst, Eugene Ionesco, Marcel Duchampo, Joan Miró, Jacques Prévert, son algunos de ellos. Entre un cigarrillo y otro, Fassio explica con algún énfasis: “Como en todos los colegios del mundo, en éste también se dictan materias. Esa es la función que cumplen los regentes, quienes la ejercen por irradiación, pues su presencia simbólica basta para que los miembros aprendan.”
Un dedo de Fassio recorre el prolijo esquema, confeccionado a mano (“las palabras en latín son para darle mayor solemnidad”), y señala el mapa y el calendario que lo rematan.
El problema de Rayuela es más arduo aún que el texto de Roussel. El propio Julio Cortázar propone dos maneras de leer su novela: de corrido, o salteando capítulos, según una clave ofrecida en las primeras páginas. Fassio ha imaginado una máquina que permita leer la novela “de esas dos maneras o de otras cien, cómodamente”. En realidad es un mueble (“los hay de todos los estilos: barroco, con bar, con divanes”) provisto de un cajón para cada capítulo. Un tablero eléctrico pone en funcionamiento el circuito que ofrece el capítulo correspondiente, y cuatro botones permiten leer el libro de corrido, regresar al comienzo o alterar el orden de la lectura. Con sigilo, Fassio exalta el modelo más refinado (“para super-snobs”), en el cual oprimir el quinto botón significa la total combustión del mueble.
Un encogimiento de hombros desliza nuevamente al inventor hacia el plano de la euforia. Toma un poco de agua, enciende un cigarrillo, lo apaga sin fumarlo, toma más agua, camina, mientras dice lentamente: “La patafísica difiere del surrealismo en que no está contra la sociedad, no toma actitudes contra nada ni contra nadie.” El origen de su adhesión patafísica es para él remoto e ineludible, fatal: “Siempre fui patafísico, todos lo somos, consciente o inconscientemente.” Después reflexiona ecuménicamente: “La patafísica está en todos los hechos, lo envuelve todo: los discursos políticos, los códigos, los estatutos, los diarios. Leer los diario es un deber de patafísico, no hay fuente más rica de material.” Fassio tiene, en este sentido, sus preferencias de exquisito: “Mientras como, me gusta leer el suplemento de La Nación; es un placer para sibaritas.” Sonriente por fin, admite que “es un gusto personal; los patafísicos argentinos, entre otros, Álvaro Rodríguez y Tibor Altmann, dividen sus preferencias entre La Nación y La Prensa”.
Las menciones periodísticas llevan a Fassio a meditar, una vez más, sobre las deformaciones de la crónica. Con un suspiro se pregunta “por qué a mí, justamente, me tienen que hacer un reportaje”. Quizá se le escapa que este hecho también ingresa, probablemente, en la esfera de la patafísica cotidiana.
Revista Primera Plana
10.11.1964

Acerca de la patafísica en este enlace:https://journals.openedition.org/carnets/6060

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