Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Mario Soffici
Cine argentino: el camino hacia una cultura nacional
Es, sin lugar a dudas, uno de los más profundos conocedores de la cinematografía nacional. Por lo menos, es uno de los pocos realizadores argentinos que puede ufanarse de haber dirigido medio centenar de largometrajes y de contar con una trayectoria de cincuenta años de incansable actividad en los sets. Es que Mario Soffici (73, dos hijos) —o simplemente Don Mario, como se lo llama con reverencial respeto en el medio artístico—, tiene sobrados méritos como para merecer la veneración que le profesan las nuevas generaciones de cineastas: además de ser el responsable de películas tan memorables como Prisioneros de la tierra o Viento norte, fue el principal testigo de la breve carrera cinematográfica de Eva Perón, la entonces desconocida debutante que protagonizó sus films La cabalgata del circo y La pródiga. En suma, una abnegada carrera cinematográfica. matizada con los inevitables altibajos propios del metier, y que quedó definitivamente coronada pocas semanas atrás, cuando Don Mario fue oficialmente designado subdirector del Instituto Nacional de Cinematografía.
Precisamente en el convulsionado despacho del flamante funcionario —la prolongada ausencia del país del director del organismo, Hugo del Carril, le impone asumir provisoriamente todas las responsabilidades—, Siete Días mantuvo pocos días atrás una prolongada entrevista con Soffici. En su transcurso, el veterano hombre de cine no vaciló en definirse contra la censura, indicando el tipo de films que a su juicio merecen subvenciones especiales y explayándose ampliamente sobre su proyecto de una nueva ley cinematográfica.
—¿Cuáles son las tareas más urgentes en lo que hace a la problemática del cine nacional?
—Bueno, en primer lugar, debemos procurar que nuestro cine aumente en cantidad y calidad. Eso significa, por un lado, ampliar la producción y el mercado consumidor, y por el otro abrirnos a la experimentación y la expansión cultural. Ya es hora de que intentemos un cine auténticamente nacional.
—¿Eso quiere decir que las películas que actualmente se realizan en el país no merecen ser llamadas "nacionales"?
—No me animaría a ser tan drástico. Más bien, pienso que es preciso insistir en la búsqueda de un cine con características propias de nuestro país. Estamos trabajando bajo influencias netamente extranjerizantes. En todo lo que hace al tratamiento de la imagen, el trabajo de cámaras y la labor de los actores, nos manejamos con signos foráneos. Si usted ve una película italiana, por ejemplo, enseguida se da cuenta a qué país pertenece: es que esos films se diferencian de todos los demás, tienen personalidad propia. De la misma manera, las obras de Buñuel, Visconti, Fellini o Zeffirelli, son identificables en un abrir y cerrar de ojos. Y, bueno, ¿qué ocurre con nuestras películas? ¿Acaso hay dos que tengan una característica común?
—Por favor, ¿podría responderse a usted mismo?
—Sí, claro. Yo creo que nos hemos alejado de la línea nacional marcada por directores como José Ferreyra, Fernando Birri, Lucas Demare, Lautaro Murúa y Leonardo Favio. Ellos han marcado rumbos: si tuviera que decidirme por tres películas modelo en la historia de nuestro cine, creo que elegiría Los inundados, de Birri; Crónica de un niño solo, de Favio, y Alias Gardelito, de Murúa.
—¿Y si tuviera que señalar un film con características foráneas?
—Bueno ... eso es un poco comprometido: ahora soy un funcionario. No sé..., quizás La malavida, de Hugo Fregonese, carezca de esos signos de nacionalidad.
—Para usted, ¿cine nacional es sinónimo de cine localista?
—Fíjese que Los inundados, por ejemplo, es un film localista, que nos ha gustado mucho a los argentinos; pero la película chilena El chacal de Nahueltoro, a pesar de estar realizada con todos los elementos propios de otro país, también ha caído muy bien entre nosotros. Eso quiere decir que cuando se trabaja con autenticidad y sin imitar ejemplos de otras partes las cosas salen bien.
—¿En los ejemplos que usted acaba de dar no se da un trasfondo social común?
—Sí, pero con esto no estoy diciendo que debamos hacer exclusivamente un cine político. Yo estoy de acuerdo con la mayor parte de las libertades: cada cineasta debe expresar lo que quiera, ya sea una inquietud social, psicológica o sexual.
—¿Usted ha visto, por ejemplo, La Hora de los Hornos y las películas comúnmente llamadas "testimoniales"?
—No, la verdad que no. Esos trabajos fueron hechos en la clandestinidad, y cuando los muchachos me invitaron a verlos les dije que a mi edad no estoy como para pasar una noche en el calabozo. De todos modos, ahora me interesaría mucho verlas. Eso sí, confío en que estén concebidas artísticamente, porque para mí el cine es, ante todo, un entretenimiento.
—¿Cómo es eso?
—En términos generales, pienso que el cine es un entretenimiento y que no por eso debe dejar de tener un contenido. Yo siempre prefiero hablar por medio de ejemplos: La clase obrera va al Paraíso es una obras excelente, que divierte al espectador a la vez que le trasmite un mensaje. Lo mismo ocurre con Hermano Sol, hermana Luna, que aparentemente es sólo un largo poema llevado a la pantalla, pero que en el fondo no hace sino atacar a la explotación del hombre por el hombre. Lo importante en una película no es el género a que pertenece sino la forma en que está hecha.
—¿O sea que usted también es partícipe de apoyar al cine llamado comercial.
—Mire, Cabaret es un largometraje que me encantó y, fríamente hablando, es una comedia musical.
—Volviendo a la pregunta inicial, ¿cómo piensa que se puede aumentar la cantidad de producciones nacionales?
—Precisamente, ésa es una de las principales tareas a la que estamos abocados ahora. Recuerdo, por ejemplo, que en el año 1941 se hicieron en la Argentina 64 películas. En general, el promedio de producciones nacionales en esos años oscilaba entre las 45 y 55 películas. En los últimos tiempos, en cambio, apenas si llegamos a terminar 30 a 35 films por año.
—¿Eso se debe exclusivamente a la falta de recursos económicos?
—No, hay otros motivos que también influyen. Existen varios frenos, y creo que uno de los principales es el sistema de explotación que utilizamos. En efecto, la imposición actual de que una película deba estrenarse en una sala céntrica y 45 simultáneas, hace que nadie se anime a programar una premiere en los meses de menor afluencia de público, desde noviembre hasta enero. O sea que estamos produciendo durante ocho meses al año, y en los cuatro restantes la actividad cinematográfica queda prácticamente paralizada. En ese sentido, la mejor solución sería volver al sistema anterior, en que un largometraje se estrenaba en el centro, pasaba durante un tiempo a las salas "de cruce” y recién después de varias semanas se exhibía en los barrios. Así, nunca había parates. Claro que cuando los exhibidores escuchen esto van a pegar el grito...
—¿El Instituto se encuentra actualmente en condiciones de aumentar los subsidios?
—Eso es algo muy escabroso, porque tenemos un clavo de casi 200 millones de pesos.
—En todo caso, ¿qué tipo de películas van a recibir un trato preferencial?
—Mire, la maquinaria del cine funciona por la ley de las compensaciones. Los films de vanguardia pueden realizarse gracias a los superávits que dejan los comerciales, e incluso los de retaguardia.
—En su opinión, ¿debe existir la libre competencia entre las películas nacionales y las extranjeras?
—Últimamente estuvimos estudiando la posibilidad de regular la entrada de películas extranjeras. Yo estaría a favor de un sistema como el español, según el cual se pueden exhibir sólo cuatro películas extranjeras por cada producción nacional.
—Entonces, ¿seria inminente la implantación de un control semejante?
—No lo creo; los abogados me comunicaron que por el momento es imposible: estamos afiliados al GATT, que regula todo lo concerniente a las exportaciones no tradicionales y prohíbe todo tipo de cercenamiento a los productos que actualmente entran en nuestro país.
—Usted también hizo hincapié en la expansión del mercado...
—Efectivamente, nosotros tenemos una platea muy reducida: debemos ampliar el mercado de 24 a 180 millones de espectadores. Eso, en términos reales, significa la creación de algo así como un “Mercado Común Latinoamericano de la Cinematografía”. En realidad, la idea no es nueva: Leonardo Favio intentó, hace cosa de seis o siete años, trabajar en coproducciones con Chile-Films. Pero la cosa no tuvo mayor suerte. Ahora volveremos a la brecha.
—En otro orden de cosas, ¿está de acuerdo con la existencia de un ente calificador de películas?
—Bueno, le contesto como director de cine más que como funcionario: en este asunto yo estoy con el gremio: creo que un organismo de ese tipo significa una censura previa que no debe existir.
—¿Debería existir una libertad absoluta?
—Pienso que si, que el cine debe tener la misma libertad que tiene la prensa: la única censura debe provenir de los tribunales. Los jueces deben decidir si un film es obsceno o subversivo.
—¿Cuáles son los directores nacionales que más respeto le merecen?
—Bueno, me gusta Raúl de la Torre, especialmente por Crónica de una señora. De Leonardo Favio prefiero sus primeras obras, Crónica de un niño solo y El romance del Aniceto y la Francisca. El Juan Moreira, en cambio, me parece algo impulsivo; a pesar de su importancia no tiene la autenticidad de sus primeras películas. También Torre Nilsson ha hecho cosas muy buenas. Curiosamente, la película que más disfruté de las suyas fue Piel de verano, que pasó casi inadvertida para el público. Debo confesar que me quedé sorprendido con Los siete locos: nunca creí que se pudiera llevar decorosamente a Arlt a la pantalla.
—A propósito, ¿cree conveniente llevar al cine a los clásicos de la literatura nacional?
—Depende de libro de que se trate. Don Segundo Sombra, por ejemplo, es una obra extraordinaria pero carece de la suficiente trama como para alimentar un guión cinematográfico. En cambio, tenemos otros autores, como Lucio V. Mansilla, que pueden dar cualquier cosa. Llevar al cine Una excursión a los indios ranqueles, por ejemplo, sería genial. De la misma manera, sería fascinante tratar todos los temas referentes a los pioneros de la Patagonia, así como de otros lugares inhóspitos del país. Personalmente, me siento un poco culpable por no haber incursionado en estas obras.
—¿Está arrepentido de alguna etapa de su producción cinematográfica?
—Arrepentido no es la palabra. Yo, como todo el mundo, tuve una etapa extranjerizante en la que filmé El hombre y la bestia, de Stevenson, y La dama del mar, de Ibsen, entre otras. No digo que me siento culpable, pero sí intranquilo por no haber intentado montar otras obras de autores nacionales.
—Actualmente es casi un lugar común afirmar que la Argentina posee, en materia artística, un material humano óptimo. ¿Es cierto eso?
—Y... es indudable que tenemos actores buenos. Nadie puede discutir la idoneidad de un Pepe Soriano o de un Alfredo Alcón. Lo que nos falta aquí es otra cosa...
—¿Qué cosa?
—Una mayor dedicación, un encuentro más estrecho entre los directores y sus dirigidos. Mire, ahora está ocurriendo lo mismo que pasaba al comienzo de la cinematografía: entonces había que esperar a los intérpretes a la salida del teatro para comenzar a filmar. Bueno, ahora la historia se repite con la televisión : el realizador del film debe contentarse con el tiempo sobrante de su actor para trabajar con él.
—¿Y qué remedio tiene esta situación?
—Todo radica en la desproporción entre los pesos que da la TV y los que da el cine. En realidad, los actores deberían destinar el ciento por ciento de su tiempo a la película que están filmando: eso posibilitaría una mayor comunicación con el director y, lo que también es importantísimo, una concentración máxima.
—¿En su época existía esa relación entre el director y los intérpretes?
—Más que ahora, seguro. Yo tenía por costumbre efectuar, antes de iniciar cada jornada, intensas reuniones con el personal técnico y artístico. Porque en un film no todo depende de los protagonistas: es preciso contar con la más absoluta dedicación del último iluminador para lograr un resultado favorable. Pero para qué recordar aquellas épocas... Uno se emociona tan fácilmente...
—Dejando un poco de lado la nostalgia, nada le impide volver a filmar. ¿No le gustaría, acaso?
—Seguro, lo haría con el mayor de los gustos. Pero no se olvide que tengo 73 años, y que ahora para realizar una película hay que contar con muchos millones. Y si hay algo que yo no hice en todos estos años es, precisamente, juntar todos esos millones...
Andrés Oppenheimer
Revista Siete Días Ilustrados
13.08.1973
Mario Soffici

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