Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Malvinas Argentinas
Escribe DARDO CABO
MALVINAS: ¿PARA QUE SIRVEN?
Informe exclusivo del jefe del grupo Cóndor que, en setiembre de 1966, se atrevió a plantar banderas argentinas en una tierra también argentina, pero desconocida. Su esfuerzo, y el de otros 17 muchachos, fue recompensado con varios años de cárcel en el presidio más austral del país.

HASTA hace tres años, para los argentinos, ¿qué eran Las Malvinas? ¿600 mil ovejas, 16 mil kilómetros cuadrados, 2000 habitantes (1300 nativos, 700 forasteros)? Un par de suelas en el mapa; casi una información de texto de escuela. Malvinas, “Falkland”, dos islas y un collar de islotes que las rodean en medio del Atlántico Sur. Lo demás se , perdía en un legendario recuerdo de discursos y homenajes, comisiones “pro” y “para” o algún artículo perdido en las páginas de una revista firmado por un apasionado del tema. En la imagen interior de cada uno, una Atlántida que quizá alguna vez... : se redescubriera para la realidad argentina. Por eso a razón de una por año: cartas a la Reina.
Las Malvinas, ese problema brumoso. “¿Y para qué las queremos?”, la reflexión “realista”. No hay otra respuesta, otro motivo: “Porque son nuestras”. La realidad de un país también es leyenda, historia, orgullo por lo que es de uno, derecho. Aunque fuera un cacho de piedra asomando en el mar, son propias y deben estar con nosotros. Nos pesa —duele— complejamente esa sensación de inferioridad por no saber reclamar, recuperar lo que es nuestro. Anímicamente nos haría bien recobrar, con honor, esas islas perdidas en los mares del sur.
¿Y allá en Las Malvinas, los malvineros, qué?: la vida tranquila, pueblerina. El perfecto equilibrio económico, barcos de paso: una paz solitaria pero no demasiado infeliz. ¿Argentina? un país, una “republiqueta” que escribe anualmente reclamando las islas; un motivo para el comentario risueño, cosas de los gobiernos.
De pronto, 1964, un singular aterrizaje: un piloto solitario deja una bandera azul y blanca, unos papeles, y despega. Algo curioso. Algún diario recogido en algún camarote habla de reclamaciones argentinas; la UN ha intervenido. No es nada...
1966, 28 de setiembre, 8.50 de la mañana, un tremendo avión con los colores —otra vez— azul y blanco, deposita imprevistamente 18 muchachos argentinos con 7 banderas. Se quedan 3 días. Algo empieza a cambiar.
Los 18 “comandos”, los 23 azorados pasajeros, la tripulación además de argentinos, ¡son gente civilizada! descubren con sorpresa.
Es que una cuidadosa “colonización pedagógica” ha ido formando en los malvineros una imagen antidiluviana de sus vecinos y reclamantes continentales. Desde la versión criminalesca del alzamiento del gaucho Antonio Rivero, que en 1833 se rebeló en forma cruenta contra los aprestos “gringos” que estaban por hacerse cargo de las islas, hasta la ingenua pasividad de la reclamación epistolar de los argentinos (“¿por qué no vienen a buscarlas?”. le decía a Leo Gleizer un ruido malvinero irlandés), se ha ido conformando toda una estructura deliberadamente deformada de lo poco que se sabía en las islas sobre los argentinos. Pero como si aquella pregunta desafiante hubiera tenido una respuesta, en 1966 llegaron por fin los argentinos, no para “buscar” las islas, pero sí para dar un toque de atención. “Los argentinos somos así”, les pareció a los malvineros que les decía aquel moderno avión, aquellas gentes que se alojaron en sus casas —que fue amable y “hasta culta”, aún en esa llegada tumultuosa de los muchachos y sin aviso—, en ese arranque que demostraba que no sólo eran cartas lo que mandaban los argentinos. Los nativos de Las Malvinas advirtieron que una nueva época se iniciaba quebrando el statu quo de la lejana protesta argentina. Ya el viaje de Fitzgerald les había intrigado algo; pero el intrépido aviador llegó y se fue sólo, serenamente, sin mucho ruido. Estos eran 41: una parte de ellos se enfrentó con sus tropas y les paseó por las narices la bandera argentina, como recogiendo el guante del reto de aquel marinero irlandés; el resto convivió en sus casas, se sentaron a sus mesas y departieron, cordiales, durante esos tres días.
Fue fastidioso para los nativos —“kelpers”, como ellos mismos se apodan— tener que soportar así, de prepotencia, ese ondular de la bandera argentina. Pero la experiencia, por vital, dejó su saldo: el viaje rompió en ellos el retrato hirsuto que hasta ese momento tenían de los argentinos: al fin y al cabo, no era el pueblo semicivilizado que la didáctica inglesa les pintaba. Desde entonces un ínterin inusitado hacia el país que los considera ciudadanos se fue afincando en las casas malvineras.

UN CASO ACABADO
Es que, de pronto, con irrupción, la voluntad argentina de recuperar las islas se ha hecho peligrosamente real. En algunos se clava la incertidumbre. Para otros, los que viven del status del coloniaje (funcionarios oficíales y dependientes de la empresa monopolista isleña “Falkland Island Company), la preocupación se torna en amenaza. Es necesario exigir a Gran Bretaña la seguridad de que no van a dejar de ser súbditos coloniales británicos.
En Buenos Aires los diarios estallan con la reproducción de las primeras planas de los de Londres: “Interpelación a Wilson en los Comunes por el problema Malvinas”; la oposición se alza en defensa de los “kelpers”. Se encrespan los ánimos de los tories al conocer lo avanzado de las conversaciones con Argentina para la posible devolución de las islas: la oposición conservadora recoge los pedidos de los malvineros y alza la causa como bandera. El gabinete de Wilson transpira por la conmoción política que apunta a las próximas elecciones; con urgencia comisiona a Lord Chalfont al archipiélago, en un intento de atemperar los ánimos. Por primera vez en la historia de la disputa con Argentina, son los ingleses los más preocupados por el asunto.
¿Qué ha ocurrido? Los 2000 malvineros son agitados desde la usina de la monopolista compañía de la “Falkland Island”, en un intento de acorralar a Gran Bretaña en una definición pública. Se improvisan comisiones, corren firmas de petitorios populares, se golpea en los bureau de los líderes políticos. Como una centella surge la idea del plebiscito y en su estela quedan todos aferrados. Pronto se apagan los fulgores: los círculos especializados en derecho internacional se sacuden en carcajadas; en Las Malvinas no se dan ni siquiera la más elementales condiciones para que pueda encajar la absurda salida propuesta. Los conservadores quedan indecisos. Wilson capea la situación saliendo nada más que del paso.
Los Malvineros y sus aliados buscan otras soluciones. Tratando de “engatusar” a la Capital londinense con el florecimiento económico de las islas, se “descubre” la fabulosa posibilidad de explotación de las algas marinas. Sin embargo los expertos desautorizan la fábula: la inversión requerida para el desarrollo exige sumas astronómicas y el resultado es dudoso. Los mismos entendidos diagnostican como una solución para el reflote económico, la diversificación de la producción. Pero la semilla de la incertidumbre ya está echada: no se encuentran capitales audaces para arriesgarse en el negocio. El destino político ya no está muy claro y nadie quiere jugar ni una libra por las islas. El mazaso final para las esperanzas de los malvineros, les cae con el presupuesto de 1968 que arroja un fardo deficitario de 128 mil libras esterlinas. La noticia alarma también a los contribuyentes británicos que ven atacados sus bolsillos y que no están dispuestos a aportar para una colonia que da pérdidas. Consecuentemente la causa de Las Malvinas deja de ser tan simpática y los precavidos conservadores se repliegan de la escena con un mutis por el foro.

EL HOMBRE QUE ESTA SOLO Y ESPERA
La firmeza demostrada por los argentinos para la reconquista, la dubitativa actitud oficial del Foreing Ofice, el abandono de sus amigos políticos y el serio problema de la economía interna averiada, dejan solitarios a los malvineros con su problema. La consecuencia lógica es una mirada de reojo hacia la Argentina.
Mrs. Leonar, profesora de castellano de Stanley, de siete alumnos salta a las dos docenas. La maestra —frecuente visita en Buenos Aires— ha debido comprar unos cuantos bancos más y calcula que pronto el aula ha de resultar chica para tanta cantidad de tan atentos y previsores discípulos.
Martin Dodds —turista a la Patagonia en el próximo otoño (“para conocer aquello y compararlo con lo que tenemos aquí”, escribía hace unos días)— es el director del “Goose Green”, uno de los. colegios de Stanley. Significativo, porque hasta hace poco se repetía allí una curiosa lección de geografía: “el puerto más cercano a las islas Falkland, es el de Montevideo”. Así exponían los párvulos y así lo debían enseñar los “camp teachers” que en escuelas ambulantes recorren las estancias del archipiélago.
Esta curiosa incongruencia geográfica, tiene su explicación en el cuidado que los funcionarios ingleses han puesto para no seducir a los más soñadores con las cercanías de los puertos argentinos. Actualmente las autoridades —con la anuencia del Departamento de Colonias en Londres— ha ablandado la rigidez que se mantenía ante la información sobre la Argentina. No sin cierto disgusto se han rendido a las cada vez más amplias inquietudes de información de los isleños; la burla y hasta la seria protesta han hecho retirar tan peculiar método pedagógico. Hoy, Dodds —como el resto de la docenc ia — puede extender el mapamundi frente a sus alumnos y “redescubrirles” la vecindad de las costas patagónicas argentinas.
Sin embargo, la comparación entre la Patagonia y las islas —que iniciaron los malvineros con el viaje de Dodds—, puede que resulte incómoda para los argentinos. En febrero de este año, un turista de nuestro país en Las Malvinas, participaba de una “party” invitado por el gobernador inglés; sorpresivamente fue abordado por un funcionario que, alentado por algunos whiskis, le preguntó abruptamente: “¿Ud. conoce Río Gallegos, ha visto las ‘villas miserias' que hay allí? bien, nosotros no queremos esas ‘villas' aquí”. El señor Moneta —según él “primer turista argentino a Las Malvinas”— ex-diplomático, evadió la respuesta concreta.
Algo se hace para contestarla. Desde una emisora de la Patagonia, un par de tardes por semana se irradia una audición en inglés, que obviamente va dirigida a los malvineros. El pésimo inglés de los locutores, la melindrosa redacción que intenta esquivar cualquier enojosa situación con la Embajada británica (ambiguamente se dirigen a un “pueblo del sur”) empastan hasta la risa el libreto que da por tierra con las buenas intenciones de los programas, que se han convertido en el mejor motivo para la chacota que tienen los malvineros. Se contribuye a la deformación y se pierde tiempo. Es una pena.

EL SECRETO: EL EQUILIBRIO
Emilio Bolón Varela, pasajero del DC4 que aterrizó en Malvinas quedó sorprendido por la amplitud de la casa donde le tocó vivir durante tres dias, “cuatro habitaciones, comedor amplio, living enmarcado en cristal; todo alfombrado y cálidamente calefaccionado: para 4 personas, una de ellas un chico de 5 años”. Mr. Clap, dueño de la casa es un radiotelegrafista ubicado en la clase media de Stanley. Lo mismo le ocurrió al pasajero con las comidas: abundantes, aunque todo en latas, además extrañó el tinto. “Ellos no toman durante las comidas, pero luego se desquitan en las cantinas, son como esponjas para el brandy”.
Exceptuando las bebidas alcohólicas, el tabaco y los fósforos, los mal-vineros no pagan ningún tipo de impuestos de las mercaderías que les llegan de todo el mundo a su puerto franco. Sueldos altos y nivel de vida elevado, en consecuencia. El secreto en mantenerlo está en el equilibrio entre la población y las posibilidades de trabajo que exije la producción. El temor es que la Argentina, una vez instalada en las islas, quiebre la relación de estos factores que permiten un cómodo vivir en las soledades del archipiélago.

¿ADONDE VAMOS EL DOMINGO?
“¿Chicas lindas?” ¡No!, en esto coincidieron varios viajeros. “Yo vi una sola, nos dijo Bolón Varela, después me enteré de que ya se casó y descasó tres o cuatro veces”. La excepción la dio Moneta, quien recomendó como bellísimas a las dos hijas del telegrafista de Fox Bay. Los divorcios cruzados son muy comunes. “El matrimonio parece que no camina en Las Malvinas”. La práctica del intercambio —previo divorcio— de maridos y esposas entre dos parejas, son acontecimientos que apenas remueven al comadreo, pero no sorprenden mucho a nadie. “Cuando dos matrimonios comienzan a frecuentarse no les es difícil a las pescadoras de novedades vaticinar un doblete de divorcio y feliz casamiento”.
Los entretenimientos no son muchos. El juego de dardos es una pasión acompañada por la del whisky y el brany. La orden de cerrar las cantinas a las 11 de la noche, aprietan como un estado de sitio y la trampa a la veda la encontraron los más noctámbulos en los clubes privados que proliferan por todo el poblado. El malvinero tiene un permiso cada dos años para viajar al exterior y una autorización por tres meses para residir en Gran Bretaña. Esto los hace sentir como ambulantes heimatlos limitados a la estrechez de sus islas. Contraste que haría —hace— tentadora la amplitud millonaria en kilómetros cuadrados que les ofrece la nación que los reconoce como estimados compatriotas.
Las carreras cuadreras —heredadas de los tiempos en que en las islas galopaban gauchos en pingos flor— y el tiro, completan, junto con el acontecimiento de la llegada de algún barco del almirantazgo, las alternativas para llenar las horas en blanco de los solitarios isleños.

LA RUTA DE MIGONE
El cura Migone fue un grano para los británicos mientras capitaneó la Iglesia católica en las islas. Pero al morir el legendario sacerdote, los ingleses suspendieron a los salecianos el permiso de prédica para otorgalo a otra orden menos comprometida o por lo menos prescindente. Migone defendió con ardor la causa argentina. Pero parece que los británicos no tienen suerte con la Iglesia católica en las islas: desde el aterrizaje del DC 4 han debido declarar persona no grata al Padre Roel ya que se contagió de las inclinaciones de aquel antecesor y demostró un cariño demasiado efusivo para con los “comandos” argentinos a quienes protegió mientras estuvieron en las islas.
Tres confesiones funcionan en Las Malvinas. Es la anglicana la que mayor adeptos reune cobijando al 60 % de los reclinantes. El obispo y el párroco —Ireland y Róel— que atienden la embajada católica romana compensan su menor número de feligreses con un esforzado despliegue de actividad y adoctrinamiento militante de su rebaño en contraste con la función casi social, formal, que cumplen los otros dos templos. Reclutando a los desidentes, se proclama la Iglesia Unida del Tabernáculo que cierra el triplete para la opción de los atribulados confesantes.
Sin embargo la difusión religiosa no es impedimento para que los lugareños hayan adoptado un sistema de vida un tanto frívolo para tan austral latitud. El índice de divorcios es uno de los más altos del mundo; soportado con vista gorda por los credos reformistas, es resistido encarnizadamente por el católico que, aunque enrolado en el “aggionarmiento”, arremete con firmeza en defensa del núcleo familiar..
“Junto con la minifalda llegó la pildora” reflexiona tristemente Roel. Quizá la primera haya hecho necesaria la segunda. Lo cierto es que el Hospital de Stanley reparte gratuita y alegremente las grajeas anticonceptivas. “Lástima que engordan, pero es una gran cosa que las hayan traído”, le confesó a la argentina Teresa París —que pasó hace un tiempo por Malvinas—, una extrovertida y ya rolliza ama de casa de Stanley.

EL FUSIL DEL IRLANDES
No hay crecimiento demográfico en las islas. En 1946, en Stanley, vivían 1252 personas; hoy se calcula entre 900 y 950. En 1962 se censaron en las dos islas 2272 habitantes, que bajaron a 2079 en 1965. El cálculo actual es menor a 1950 habitantes. Lo mismo que en la patagonia, la mayoría de los hombres sobre las mujeres es considerable. En 1962, unos 1195 hombres debían disputarse 977 donnas, hoy la diferencia se ha acentuado.
En un tiempo hubo una chica que ofrecía su amor por horas pero despertó la pasión de un fogoso irlandés que “montó guardia con un fusil en la puerta de su casa amenazando a los demás galanes día y noche”. Finalmente la austral cortesana debió rendirse por falta de trabajo y casarse con el empedernido guardián, que deseaba —seguramente— la exclusividad de sus favores.

LA MALA HORA PARA LA F.I.C.
De los 2.903.170 acres de tierra cultivable, 1.330.000 pertenecen al truts de la ’’Falkland Island Company”, una compañía con accionistas y oficinas en Londres. El resto se lo dividen otras compañías británicas y 8 pequeñas registradas en Malvinas que cubren unos 659 mil acres. Los propietarios privados, estancieros, no llegan a diez y se reparten cerca de 227 mil acres; otros tres inquilinos usufructan otros 16.540 arrendados al fisco. El cuadro se repite en las ovejas: de un total de 637.800, 281 mil pastan en la empresa gigante. Pero el negocio para la F.I.C. no para allí: desde botones de chaleco hasta Landrovers hay que importarlos o comprarlos en el gran “West Store”, almacén de| la compañía. Para viajar, fletar y hasta para entrar a las islas se depende de ella, tiene el único medio de comunicación hacia el exterior: el vapor “Darwin” de unas mil toneladas. Con todo su poderío económico, conforma también con sus empleados una especie de administración pública paralela con igual o mayor poder de decisión que la burocracia oficial. “Al director de la F.I.C. lo escuchan más en Londres que al gobernador”, se confía un viejo habitante.
Pero así y todo con frecuencia —por las tardes— se lo ve caminar señudo al director de la F.I.C. Su preocupación está mucho más allá de la Cancillería argentina o de las oficinas del Ministerio de Relaciones en Londres. No le importan ya la mesa de las negociaciones. Sus desvelos aterrizan
en el ríiercado mundial de lanas, allí el producto está en franca decadencia ante el empuje de las fibras sintéticas que se imponen día a día. De pronto el negocio monopolista de lana ha dejado de serlo para convertirse en una preocupación.

EL ACEITE HIRVIENDO
Rechazados con aceite hirviendo en sus intentos de invasión en 1806 y 1807; despechados en sus empresas de copamiento político-económico frustrados en ese momento por el aluvión federal de los hirsutos caudillos nacionalistas, los ingleses invadieron Las Malvinas en 1833. Desde entonces hasta hoy. ¿Hasta cuándo? Esa pregunta es quizá la que más ronda actualmente a los “kelpers”. Desde hace unos años la Argentina acorrala al Foreing Office con contundentes planteos diplomáticos, y a la vez estos reclamos han sido acompañados, si no empujados por un clima expectante a nivel popular que en varias oportunidades ha tenido expresiones que rebasaron el delicado randevú de las cancillerías. Una constelación de razones ponen a Gran Bretaña ante la decisión de desprenderse de las islas. La cuestión es cómo se hace salvando el deshilachado honor imperial. La posición argentina se debate entre dos puntos. La de Norber-to D’Atri —un estudioso y apasionado del tema—, resume la corriente que exige que la cuestión de principios debe primar sobre la ambición
territorial, “de otra forma tendremos 16 mil km. más de territorio, 600 mil ovejas y dos mil residentes más, pero seguiremos con el complejo frustrante de no haber sabido defender como corresponde el respeto que como Nación se nos debe”; desde el otro ángulo Moneta, menos lírico, sostiene “que un reconocimiento de esa naturaleza (desagravio a la Argentina) no hay ninguna necesidad de hacerlo. Hay muchos intereses adentro: alambrados, edificios, vehículos, ovejas, dinero en una palabra. Hay que buscar el traspaso paulatino” la administración conjunta le parece el camino más lógico.
Como en la crisis de los años 30, la Patagonia empieza a mostrarse como horizonte a los malvineros; aquella vez el interés de Gran Bretaña detuvo el éxodo. Hoy todo ha cambiado. Las cartitas anuales a la Reina son voluminosos mamotretos apuntalados por un interés que trasciende del papeleo. Quizá sea la hora de que alguien —como un tal John Williams al solicitar empleo en la Patagonia— conteste orgulloso: “I am of Malvinas; ¡Argentino!”.
Perdida toda su importancia estratégica, reducida a un déficit de escándalo, perdiendo precios su producto principal, desechada por el imperio, desde las Malvinas se mira sombríamente hacia Londres. Quizá pronto vuelvan definitivamente sus miradas hacia la Argentina que les está ofreciendo un país, una nacionalidad y una posibilidad de futuro.
Revista Extra
09/1969



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