Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Los mitos de Julio Le Parc
El artista argentino que desde Europa conmovió a la plástica mundial recibió a Siete Días en su taller parisiense; el diálogo, de inusual franqueza, revela sus fines y contradicciones, los mitos que combate y que también acechan su obra.

Se lo suele ver en el café Deux Magots, en pleno Boulevard Saint-Germain-des-Prés, empuñando un enorme vaso de cerveza y entre un corro de amigos franceses, argentinos, mundiales. Más tarde recala invariablemente en su atelier, dentro de ese mismo Barrio Latino que es refugio de artistas anónimos o célebres. Allí —en medio de una baraúnda de potes con pinturas sintéticas, planchas de material plástico, superficies reverberantes y botones que destellan luz— trabaja hasta que lo sorprende la madrugada. Una manera de prolongar la búsqueda en la que se halla empeñado desde hace años, o quizá de reiterarla peligrosamente: alternativa que puede estar en él mismo tanto como en el ámbito que lo enmarca. Porque Julio Le Parc, un mendocino de 42 años (para más datos, casado y con tres hijos) que reside hace 12 años en París, cobró una explosiva notoriedad internacional gracias al galardón obtenido en la Bienal de Venecia de 1966. Entonces se convirtió en una pieza relevante del rompecabezas en que se debaten hoy das artes plásticas.
Dos semanas atrás, mientras conversaba en su taller parisiense con el redactor José Tcherkaski, de SIETE DIAS, Le Parc revivió algunos hitos de la trayectoria que lo encumbró a un primer plano en su métier; también —y a especial pedido suyo— se enfrascó en una suerte de ping-pong verbal, a ratos plácido y en otros erizado de púas polémicas, acerca de su actitud global como hombre-creador: cualidades a su juicio indivisibles, y que lo llevaron —por ejemplo— a adoptar definiciones de clara connotación ideológica cuando participó del Coloquio realizado en La Habana bajo el rubro Función social del arte en la sociedad contemporánea.
Precisamente, los veintitrés puntos redactados por J.L.P. en aquel encuentro, el 3 de agosto de 1970, fueron como un telón de fondo para esas tres largas horas de charla con SIETE DIAS. Es que dicho documento aportaba precisiones contundentes: el pope de la llamada corriente cinética, tendencia que busca revalorizar los elementos dinámicos de la relación entre la obra y el espectador, aparecía descerrajando una, crítica que envolvía la aceptación de sus propias limitaciones: "El arte actual está en crisis porque los valores de la sociedad capitalista están en crisis; el arte, tal como se lo concibe en la actualidad, es un producto de la ideología burguesa". Eran andanadas introductorias de un cañoneo que proseguía señalando cómo "la mayor parte de las ideas directrices en arte provienen de países que ejercen un imperialismo político, económico y militar imponiendo para ello "modas y cambios bruscos a través del terrorismo intelectual". Consecuencias: "El monopolio de la creatividad artística de vanguardia esta en manos de unos pocos artistas, coleccionistas, galerías, críticos, museos, estetas", por lo cual resulta imperioso "nivelar al artista a la! altura de un trabajador común y trasformar la pretensión de hacer obras de arte en un experimentar continuo ..." Una lúcida actitud del artista frente a le sociedad de consumo, el rechazo
de la creación como un hecho dirigido a producir objetos comercializables, supuestamente excepcionales e imperecederos, eran otros hitos de aquel manifiesto leparquiano. Que se completaba con un post-scriptum desusadamente franco; al pie, debajo de la fecha, podía leerse esto: "Julio Le Parc, consciente de sus contradicciones como artista-experimentador de una sociedad capitalista".
En una época que tiende a demoler tabúes, en que todos los códigos más o menos santificados caen bajo la piqueta de ese cuestionamiento cada vez más cáustico, y los mismos creadores gustan proclamar que el arte ha muerto o que es asimilable a cualquier actividad cotidiana, cobra singular interés el testimonio de Le Parc. De un argentino que triunfó fuera de su tierra, si bien obtuvo ese reconocimiento cuando en 1967 el público porteño se deslumbró ante la muestra que montó en el Instituto Di Tella: insólitos juegos de luces, estructuras que cambiaban con el desplazamiento de quien las contemplaba y que exigían su participación activa, trasformándolo en cómplice de la aventura. Su obra, en fin, alumbra la personalidad de este mendocino que —como Cortázar— prefiere hasta ahora el exilio. Tesitura que él insinúa querer modificar, a juzgar por su confesión final.
Como sea, parece indudable que la estadía europea le dio motivos y estímulos para su quehacer: el Groupe de la Recherche d'Art Visuel, que piloteó junto con sus colegas Hugo Demarco y Denise René, sembró semillas decisivas en tal sentido. Expulsado de París tras los sucesos de mayo de 1968 —se lo acusó de haber intervenido en los disturbios frente a la fábrica Renault—, regresó en noviembre del mismo año. En el ínterin, trabajó nueve horas diarias preparando una exposición en la elitista galería de Howard Wise, en Nueva York, siempre dentro del sello cinético que distinguió a Recherche.
Bastante disímil; en cambio, parece el juego que propuso en mayo de 1970 en la Bienal de Medellín, Colombia: varios muñecos —que simbolizaban a los Estados Unidos, la maternidad, el movimiento hippie, el autoritarismo y hasta a un Ratón Mickey, entre otros— tentaban a que se los derrumbara sin compasión. La experiencia se tituló Voltee a los mitos, y al preguntar, bajo la forma de una encuesta: "¿Cuál voltearía primero", incitaba a una gozosa tarea desmitificadora. Hasta qué punto ella responde a un imperativo íntimo de J.L.P., en qué medida está tutelada por una auténtica experimentación artística-militante, es lo que acaso resulte claro en el interrogatorio que sigue. Un texto que respeta la informalidad del dialogo; más aún: que conserva las contradicciones y ambigüedades reconocidas, sin culpa, por Julio Le Parc.

LA GRAN CONFUSION
—¿Por qué se radicó en Europa? ¿Consideraba que en la Argentina carecía de posibilidades de desarrollo para su actividad?
—No, no fue por eso: en primer lugar, una beca me posibilitó el viaje, pero en realidad ya había adoptado esa decisión antes, con unos amigos. Queríamos ver más de cerca los mitos —la mistificación, tal como se la veía en Buenos Aires— existentes en torno del arte moderno: palparlo en forma directa y no sólo a través de publicaciones. Así pude tomar contacto con esta realidad, la pude circunscribir, la conocí en sus detalles para poder dominarla en cierta medida.
—¿Pero esa actitud de abandonar el país no implicó un desarraigo, un darle la espalda a la Argentina?
—¿A la Argentina, en qué sentido?
—Como un país, su país.
—Vea, la noción de patria que nos inculcan en el servicio militar es una cosa; otra distinta es la Argentina de los salteños o los mendocinos, y otra la de los albañiles o los periodistas. Y está la Argentina que ejerce una dominación sobre otra porción del país, que debe someterse a ese dominio.
—¿Y usted dejó el país por sentirlo un ámbito sometido?
—No, yo vivía una gran confusión, agrandada en el campo en el cual me desenvuelvo, el de las artes plásticas, por la falta de conocimientos y de comunicación sobre los problemas. De especial modo, por la situación de dependencia con respecto a los centros artísticos internacionales. Conviene redundar en algo: no soy exactamente un pintor: soy alguien que estudió en la Escuela de Bellas Artes, que en ciertos momentos realizó cuadros y después se volcó a experimentar en otro sentido. Mi intención era la de ver más claro, pero no sólo por una vía reflexiva sino haciendo cosas; averiguar otros caminos, otras salidas.
—¿Cuáles caminos y cuáles salidas?
—Esos caminos marcan una eliminación del arte supervalorizado como producto; una distancia entre la falsa noción del creador como un ser excepcional —lo que acarrea la sumisión y pasividad del público— y el artista como persona física. Porque en muchos aspectos había una falsa actitud física: cuando llegué a París predominaba en el pintor el gesto material, el afán por materializar la mancha, visible en el modo de esparcir el color sobre la tela, en las texturas e incrustaciones de materiales diversos: era una ficción de personalidad del pintor, basada en ese registro que es el cuadro. La nueva distancia que nosotros establecimos partió de eliminar en ciertos sentidos esa confección manual: nos basamos en sistemas que por sí mismos determinaban la distribución, dentro de la superficie, de las formas que elegíamos.
—¿Cómo vivió usted, luego do ese proceso, la repercusión de su muestra en el Di Tella, cuando prácticamente toda la clase media de Buenos Aires corrió a ver sus trabajos; casi un fenómeno excepcional en las artes plásticas?
—En ese momento existía en el público un suspenso, ya que el año anterior —1966— me habían otorgado el Primer Premio de la Bienal veneciana; mi llegada personal facilitó el interés, pero quizá más todavía la promoción indirecta: si una persona visitaba la exposición, más tarde hacía ir a tres o cuatro amigos y así después a otros, en progresión geométrica: desde el primer día hasta el último fue aumentando la cantidad de gente que llegaba a las salas.
—Su postura ideológica, aparte de la difusión mayor o menor de su obra, aparecería como una postura revolucionaria ...
—Yo no pretendo ser un revolucionario, ni mucho menos; creo que trato de ubicar una realidad que me concierne: la realidad del tipo que un día vino a París a ver qué pasaba, fue tomado en cuenta y ganó un premio importante y que en base a eso pudo volver a su país como triunfador, pero sin tomárselo nunca en serio: pienso que hay muchos factores casuales y hasta artificiales en tal hecho, y no me interesa calificarme como artista integrado o como revolucionario; soy, sí, más o menos consciente de la situación en la que me hallo y trato de verla con creciente claridad. Entonces poder consideran qué hacer dentro de estas limitaciones y de este medio.
—¿No cree que lo que hace aquí, en París, lo puede realizar en Buenos Aires?
—No es que crea o no crea: si lo hago aquí o continúo haciéndolo en cierta medida, es porque lo tomo como si fuera una herencia; lo digo en el sentido de que todas estas experiencias, que para mí tuvieron algún significado en años anteriores, pueden en la actualidad mantener cierta vigencia y darme facilidades de orden económico; repetirlas en Buenos Aires no tendría sentido.
—Es decir, si lo interpreto bien...
—Quiero decir que si yo sigo haciendo exposiciones en Europa es sobre todo por una razón práctica, porque estas muestras me procuran entradas económicas. Si no, nos las haría; estas experiencias tuvieron un sentido y una necesidad cuando las realicé, realmente.
—¿Ya no son experiencias para usted?
—No. Son, si se quiere, un cierto desarrollo de muchos de los temas que he tratado en éstos últimos años, y que son susceptibles de tomar formas diversas.
—Y usted las hace aquí pero no las reiteraría en Buenos Aires, por un motivo estrictamente económico. O sea que incurre en algunas contradicciones ...
—En muchas contradicciones.
—Pero no puede convertir esas contradicciones —un problema ideológico, si nos atenemos a los 23 puntos del Coloquio realizado en La Habana, donde usted plantea una estrategia respecto de la sociedad en que vive— en una forma de justificarse. Porque usted vino a Europa en busca de aclarar o crear ciertos elementos; los descubrió (así sea parcialmente) y ya en posesión de un premio, comienza a gozar económicamente. Vale decir que aquellos puntos usted no los practica en absoluto.
—¿Cómo no? ¿Por qué dice eso?
—Bueno, porque usted se manifiesta consciente de que está haciendo exposiciones sólo —o casi— para ganar dinero.
—Pero no es eso únicamente lo que hago: hago otras cosas que me conciernen; en su momento, con el grupo Recherche tratamos de desmitificar las nociones generales que rondan al hecho artístico; no es otra la concepción que surge de ese texto de La Habana. Era algo que no había hasta la formación de aquel equipo. Intentamos crear nuevas situaciones de trabajo y experimentar tal desmitificación generando choques o contradicciones dentro de 'las exposiciones internacionales y dentro del medio artístico. Ahora, lógicamente, como la sociedad siempre trata de absorber o neutralizar toda innovación, a todas estas intuiciones nuestras las recuperaron en cierto grado dándoles un carácter "artístico"; una especie de escuela, que se llama arte cinético. Claro que esto no implica que no haya otras búsquedas, otro tipo de relaciones y conexiones, ya sea dentro de la plástica o en otras actividades. Para mí sería muy fácil decir: soy un investigador, y experimentar dentro de las mismas formas anteriores para desplegar nuevos métodos y obtener algunos resultados novedosos; experiencias en base a la luz, a relieves, al desplazamiento del espectador, etcétera. Por cierto que hasta un punto equis continúo realizando eso; pero mi autocrítica sobre mi actividad, al señalar que parte de ella está destinada a obtener medios materiales, no significa que allí pare mi ambición. Que quede claro: al hacer exposiciones trato de que sean lo más limitadas posibles, y las considero como cualquier otra actividad. Del mismo modo que usted hace reportajes, o un profesor da clases, digamos. Todas las personas crean y se frustran a un mismo tiempo, ¿no? Soy una persona como cualquier otra, que en su oficio logró cierto reconocimiento dentro de este sistema social en que vivimos.
—En este caso no se trata meramente de planteos humanos, ni de equiparar cualidades existenciales entre un operario y usted, cosa que nadie le discute. El hecho es que gana muchísimo más que un trabajador común, aunque insista en su condición de hombre. Entonces mi pregunta es qué hace usted fundamentalmente, ya que la plástica parece interesarle cada vez menos. Si no es también cómplice del sistema que denuncia.
—Lo que no me interesa ni me interesó nunca es la supervalorización de la obra, ni el vanidoso intento de privilegiar al artista. Claro que yo también en un sentido estoy colaborando a esa falsa noción, pero en otro sentido trato de destruirla. Estoy claro de esas contradicciones, pero ocurre que sería utópico pretender la total desinclusión de mi obra dentro de un mecanismo comercial; eso varía y fluctúa, es caprichoso: lo que quiero destruir es, más bien, la sobrevaloración "artística", esa seudodiferenciación impuesta por esta cultura. Ciertamente, como usted apuntaba antes, en un aspecto soy cómplice del sistema y me contradigo; pero, ¿quién no lo hace dentro de un cierto margen? No soy un revolucionario: lo que trato es de señalar aquello que veo claro, y por eso tomo actitudes revolucionarias. A nivel individual, todos somos cómplices en la parte nuestra que es dependiente, aunque al mismo tiempo intentemos trasformar esa realidad.
—Le cuestiono sí usted tiene la misma actitud creativa, ¡a misma autenticidad consigo mismo, anterior a su premio de Venecia. Usted gana mucho dinero. Cuestiono su coherencia, en tanto actitud total, con esos 23 puntos que firmó.
—No, no: gano lo necesario como para vivir. Por lo demás, ser creativo es lo más fácil del mundo. No hay necesidad —eso es lo que digo— de ver claro más allá de lo que uno puede hacer, ya que es caer en la utopía. Si yo dejo de exponer, ¿en qué medida trasformó la situación actual? ¿Debería hacer publicidad o pintar paredes? ¿O bien entrar al gremio metalúrgico y volverme un agitador profesional? No niego mi dicotomía como artista dependiente y como hombre; es la de todo ser sometido que aspira a ser libre.
—¿Usted sería más "subversivo" o más dinamizador en Buenos Aires que en París?
—Puede ser; estoy pensando seriamente en la posibilidad de volver.
Revista Siete Días Ilustrados
08/02/1971

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