Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Julián Centeya
Ché Julián...
Por JULIO LAGOS

Julián Centeya es un personaje insustituible de Buenos Aires. No hay repuestos ni para su talento ni para su ternura. Ama a la gente y a las cosas, y la ciudad lo ha elegido su hijo dilecto. Ante el deshumanizado tiempo “pop” que nos toca vivir, vaya este reportaje como desagravio al eterno espíritu de Buenos Aires.

—Este bar es el único que le queda a Buenos Aires... Aunque ya lo corrompieron: le pusieron mesas de fórmica...
Julián Centeya estaba junto a una de las grandes ventanas del bar Ramos, en Corrientes y Montevideo. Y salpicaba su ácida filosofía: .
—¡ Qué esquina bárbara es ésta!... Pero la contra que tiene es que todo el mundo sabe que es Buenos Aires. Pero si vos pudieras engrupir a los tilingos de que esto es París, la “rué” no sé cuánto, y en lugar de este mozo gallego hubiera un tipo descalzo, barbudo y con un gorro de pompón rojo, vendrían corriendo a hacer un “happening”!...
Él, por supuesto, tenía su pañuelo al cuello y el sombrero ladeado sobre la frente.
—Nunca supe vestirme de otra manera. Lo del pañuelo debe ser porque ha sido mi primer pañal. Y como me considero porteño, no entiendo el sinsombrerismo, que lo inventó el vizconde de Lascano Tegui, y lo practicó, trayéndolo de Francia, Marcelo T. de Alvear... Para mí, todos los tiempos son de “lengue”...
Julián dijo “me considero porteño”. Claro, porque, como buen porteño, es italiano:
—Nací en el pueblo que tiene los mejores hongos del mundo: Borgotaro, provincia de Parma, la última ciudad que se rindió al fascismo. Allí nacieron Toscanini y Verdi, ¡casi nada!... Mi viejo, que se llamaba Carlos, era periodista. Trabajaba en el diario “Avanti”, y el jefe de redacción era Benito Mussolini. Y la amante de Mussolini era una rusa que se llamaba Angélica Balabanoff... Mi viejo, al final, tuvo que venirse como refugiado político, con mi vieja, yo y mis dos hermanas... Aquí se hizo carpintero, y nos fuimos a vivir a San Francisco, en Córdoba... Llegamos en el 22, y yo ya tenía 12 años, porque soy del 10...
Italiano, sí; en la cédula figura como Amleto Vergiati. Tuvo y usó varios seudónimos: Enrique Alvarado, Shakespeare García, Juan de la Luna, Juan Sin Luna. Pero, en definitiva, es Julián Centeya:
—Así como hay gente que inventa cosas y sistemas, como esto del “show”, que es un bacilo que trajo la enfermedad del televisor a domicilio, yo me inventé a Julián Centeya, que —cierto es— desplazó como periodista, autor de letras de tango, conferecista y sujeto que cultiva el disconformismo, a Amleto Vergiati, ex estudiante secundario, ex taquígrafo y ex obrero de los más variados e increíbles oficios. Uno de ellos, el de no hacer nada.
Entonces pidió otro vaso de vino:
—Mozo, me trae un vaso de vino tinto. ..
—Che, Julián, ¿por qué tomás ?...
—Mi árbol genealógico hizo que le brotara su raíz inicial desde el vientre de una botella. Mi bisabuela tomaba. Mi abuela escondía detrás de una escoba las botellas que vaciaba. Como la tuberculosis, que salta generaciones, mi padre no tomaba. Y yo, qué querés..., soy nieto de mi abuela. Además, la “curda” me ayuda a recordar todo lo que olvido. Ni me resta lucidez, porque no la tengo, y esto no es álgebra, ni reduce aptitudes para escribir y menos para hallar cosas útiles con una inutilidad estupenda. ¿Me suicido?... Será cuestión de ir pensando en la mortaja a plazos...
En ese momento pasa por la vereda alguien que lo saluda. Entonces Julián sale y lo abraza:
—¿Qué hacés?, vení, sentate con nosotros...
El amigo tiene que irse, y entonces Julián le pide el teléfono. Y lo anota en la libreta celeste. Esa libreta celeste de Julián Centeya que en el más pulcro de los desórdenes contiene poemas inéditos, números telefónicos, anotaciones...
—Si llego a perder esta libreta me muero... Tengo de todo aquí... Me la arrastré al descuido, en una librería ... Por si la pierdo le puse el nombre del gallego Jorge Montes, con el número de él... Ché ¿en serio me vas a hacer un reportaje?... ¿Qué querés? ¿Ir en cana?... Vení, vamos aquí a la vuelta, a Callao, a una imprenta, que tengo que ver un montón de pruebas...
El año que viene saco como diez libros, ¿sabés?
Fuimos. Por el camino —nos detuvimos a comprar cigarrillos...— Julián se analizó a sí mismo:
—Mirá, yo no me creo ningún personaje en Buenos Aires... Lo que yo tengo es un profundo amor a Buenos Aires, y el amor es siempre útil, ¿no?...
Y no me entiendo —como me acusan algunos— como cultor de un pintoresquismo añorativo. El pasado me gusta con seriedad. Y del pasado, más me gusta la leyenda que la historia.
—Pero a vos te rodea el afecto dé la gente, y vos lo sabés... Eso qué te produce : ¿estímulo, responsabilidad, vanidad? ...
—Es cierto, vivo rodeado de afectos de la gente, y al modo de Pichuco te digo “como el tuyo, pibe”. Sí, en cierto modo sí... Una multitud —pongamos..., diez personas...— cincha a favor mío. Eso produce estímulo, responsabilidad. Voy a ser sincero: también vanidad.
Llegamos. Desde el fondo de una escalenta, un enorme sótano reventaba en olor de tinta y de papel. Venía ruido de máquinas, y en ese momento Julián iniciaba una fundamental explicación :
—Mirá, de una vez por todas hay que demostrar que existe una literatura nacional... Pero popular. Y hay nombres que definitivamente tienen que estar en los libros de literatura argentina. Por ejemplo, Carlos de la Púa, autor de un solo libro, que resiste al tiempo y es inimitable. Fue capaz de todo. De ser millonario. Y de morirse. Te digo también Nicolás Olivari, descarnado, profundo. La mala palabra en él fue su mejor caricia. Roberto Arlt, que con su estilo y su obra tan parecidos a su rostro sigue siendo el novelista del asombro... Ese tipo no tiene par... Homero Manzi, que se encontró en la canción más que en otro estilo y es bello por su amor al barrio y a las cosas minúsculas ... Y sostengo que la figura del ciego que fuma, fuma y fuma sentado en el umbral no alcanza a ubicarlo en el “carrieguismo”, que muchos le señalan. ¡Scalabrini Ortiz! Cinchó el país desde la locomotora con profunda fe en el sistema que arroja 88.000 millones de pesos de pérdida y le cantó a la ciudad espiando la soledad del hombre de Corrientes y Esmeralda... Lógicamente, no podía ser un gordo lleno de sopa... Macedonio Fernández, de quien me gustaría ser su amigo, porque me placen los hombres con dos cosas: talento y ternura. Hay que decir Jauretche, de quien me gustan las espinas y las malas palabras que saca del bolsillo, y su juventud para el combate, la sinceridad vascuence que le viene de raza y el desparpajo porteñísimo que luce como una flor en el ojal... Todos estos hombres, desde su ángulo laborioso, contribuyen a la ubicación de la palabra nuestra con que se necesita expresar la propia literatura. Cansados de tener escritores con chapa extranjera en la puerta de la casa (esto es de Juan Carlos Lamadrid, poeta y mariano), estos siete escritores nos reconcilian con el destino que todavía tenemos que darle a la literatura nacional.
—¿Y Sábato qué le parece?
—Me gusta, siempre que no se meta con el tango, porque después aparece un tabaré que se queja. Desdichado, ingrato. Después que se dejó usar, gime...
—¿Y Borges?
—Si no usara tanto la palabra “mero” y “meramente”, acaso me gustaría. Entiendo, y de verlo caminar nomás, que de niño nunca rompió un vidrio y pese a su estudio sobre el truco, no lo sabe jugar. Un vaticinio, y me hago cargo: nunca será Premio Nobel.
Cuando le pregunté sobre Martín Fierro, me dijo solamente esto y todo esto:
—Me gustaría haber sido Cruz...
También me habló de Florencio Escardó:
—Es el dueño de la ciudad, que ama tanto. Y en cuyos muros le advierte rostros de tiempos que narra con un estilo de maestro. Escardó es un accidente que sólo pudo nacer en Buenos Aires.
Los que conocen la ciudad, saben que Julián Centeya tiene un viejo enfrentamiento con Julio Jorge Nelson:
Pasea el esternón útil de Carlos Gardel... No creo que haya sido capaz de escribir los pésimos versos de Margarita Gauthier... Y Evaristo Carriego lo está esperando para pedirle cuenta de ese tango que realizó (?) con su nombre. Se da corte odiándome. Yo lo dejo... Me inventa histerias de solterona. Se lo permito. Quisiera desafiarlo a duelo. Las armas serían dos milanesas, y una con cianuro. Y todo eso en el ring del Luna Park...
Hablando de Nelson, debíamos hablar de Carlos Gardel:
—Pienso, como Escardó, que Gardel no es producto de un vedettismo afortunado. Fue el más importante de todos los cantores.
Fiorentino es el cantor de los bulines. Vargas es el cantor de la esquina. Castillo es, como él lo dice, parte de su pueblo, a quien le ha pedido la voz para cantar con una afinación singularísima.
¿El más grande músico que dio Buenos Aires? Bardi, Agustín Bardi... La música de él es una circunferencia, por lo perfecta. Música hecha con luces, con colores, más que con notas...
—¿Y Piazzolla qué te parece?
—Me gusta por todo lo que no me gusta. Trabaja de difícil. Envuelto en la caparazón de su cultura, es el gran divorciado del tango. Entenderlo tangueramente es como ir a comprar clavos a la panadería. Huérfano de la ternura pichuqueana, Piazzolla es una pieza más, una víctima de esa maquinaria que Chaplin inventó con “Tiempos modernos”. Geometriza un tango matemático que nadie silba, que nadie tararea. Sus obras, de llevar versos, exigen un poeta loco. Pero loco de locura... Que escriba usando como tintero una sandía y mojando en ella una banana verde...
De pasada, Julián había nombrado a Chaplin. Entonces le pedí una opinión más amplia:
—Es un adminículo más de la galera, el bastoncito, los zapatones, los pantalones remendados, el jacqué corto y el bigote que le copió el que te dije... Es el canto mayúsculo del hombre hacia la humanidad. Dulcifica todos los errores. Ahora se dice que la cosa es traer mensaje... ¡Mirá si él lo trajo!... Cómo será de grande, que ni siquiera la palabra lo destruyó...
Por supuesto, también hablamos de periodismo. Debo aclarar que Julián es un periodista que siempre estuvo entre los mejores. Pasó por Crítica, El Día (de Montevideo), El Diario, Cine Argentino, Radiolandia, Antena, Imágenes, Democracia, Él Laborista, El Líder, Ahora, La Epoca. El Mundo y “un montón más de revistas que no me acuerdo”. Y cuando le pregunté cómo haría una redacción, me dijo:
—Con auténticos periodistas. Todo lo contrario de lo que le ocurrió a Botana con la de “El Sol”... Cuando metió una millonada y
fracasó con Damonte Taborda.
También hablamos de la muerte:
—Es un acontecimiento más de la vida. No sé si el último...
Y Dios:
—Creo en él, sí. Pero con los ojos abiertos. Creo que a veces hace macanas. Si no, cómo se iba a inundar la Boca y cómo no se acaban las villas miserias y cómo la poliomielitis es una industria y la lepra y el cáncer se combaten con la clásica colecta anual...
—¿Vos sos escéptico?
—Sí. Redondo y cuadrado, de todas maneras. Y antes de serlo.
—¿Te fue mal en la vida?
—No digo mal... ¡Peor!... Y eso es lo lindo...
—¿ Cuál es la persona que más admirás?
—Aquí, Pichuco. En la historia, Espartaco... ¡Ojo!, no te confundas con Espartaco el hijo de Delfor, que es cantor nuevaolero.
—¿Y la persona que más quisiste o querés?
—La tengo que inventar. La que había inventado ya, se me fue.
—Tu mayor tristeza, ¿cuál fue?
—Haber perdido a mi perro Pri-Pri.
—¿Y tu mayor alegría;
—La que voy a vivir.
—¿Alguna vez quisiste ser otra cosa, médico, profesor, comerciante ?...
—Pez...
—De todo lo que llevás escrito, como periodista, como poeta, ¿qué es lo que podemos poner en esta nota como recuadro, para que sirva como testimonio de Julián Centeya?
—Felizmente, nada.
—¿Cuál es el lugar de Buenos Aires que más amás?
—Boedo y Chiclana.
—¿Cómo naciste?
—Mal. Fue una vez.
—¿Y cómo te gustaría morir?
—Así.
—¿El tango que más te gusta?
—“Felicia”.
—¿Y la mujer más hermosa que conociste?
—Cuando era fea, Raquel Meyer.
—Si hubieras tenido hijos, ¿cómo hubieras querido que fueran?
—Pobres.
—¿Por qué estás del lado de lo popular?
—No me concibo de otro modo, ni desde otra conducta, Y menos con una pasión distinta. Amo lo que amo, amo este amor que me vale para seguir siendo yo. Más no puedo pedir, y más no puedo exigirme.
—¿Sos feliz?
—No, nadie es feliz. Ni el caballo ni la piedra. Acaso la lluvia, pero lo dudo. Y dudar, en este caso, es creer.
Ya la imprenta cerraba, y las pruebas estaban corregidas. Salimos. Caminamos unos metros por Callao, y Julián me dijo:
—¿Sabes dónde estuvimos? ... En la imprenta de la que salió Di Giovanni, el anarquista, un rato antes de que lo balearan ahí, en la esquina, cuando se refugió en el garage de la vuelta...
Y agregó:
—¿Sabes, hermanito?... Parece que se está vendiendo el disco de lunfardo que grabé con Pedro Laurenz y Canet... Ojalá... La cosa es que si no puedo pagar, mañana me cortan la luz.

Recuadros en la crónica_______________
LOS PERROS
—Yo tuve dos perros: Chango y Malambo. Murieron. Están enterrados en el jardín de casa. Chango está al pie de un jazmín paraguayo... ¡Qué perro! No me dejaba salir, ni quería que me visitaran mis amigos... Una vez me mordió. Me mordió fulero, ¿sabés?... Se juntaron los vecinos... Empezaron a gritar... Que estaba rabioso... ¡Que tenía que llevarlo al Pasteur! ¡Al Pasteur! Y yo no lo llevé... ¡Cómo iba a meter en cana a mi propio perro!...

ESCRITORES PREFERIDOS
—Si hablamos de poetas, debo decirte César Vallejo. Y escritor... Hay varios, porque uno va teniendo varias épocas en su vida... Panait Istrati, que fue pintor de brocha gorda, fotógrafo ambulante y suicida fracasado. Elías Castelnuovo. Qué sé yo... Cuando leí “La madre”, de Gorki, me dejó loco... Mario Mariani, a quien aprendí a querer a través de “Pobre Cristo”, y de quien fui compañero en Crítica. Nira Etchenique, que es amiga mía... Y además, hay escritores que me gustan por cosas ajenas a su trabajo de escritores... Dalmiro Sáenz, por ejemplo, porque me parece que se burla de toda la gente. Y Silvina Bullrich, porque tiene voz de vino tinto y de tabaco. Además, me contaron que se sienta en el piso. Es una conducta orientalista que le queda bien.

Revista Extra
02/1967
Julián Centeya
Julián Centeya

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