Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Jazz
El jazz en la Argentina: ¿Muerto o vivo?
La cabeza de los hombres como un casco brillante, la de las mujeres ahíta de rulos ingenuos, coronada de sombreros inverosímiles, pájaros, plumas y flores y algún velo incómodo y pícaro. Labios color cereza, zapatos con plataforma y una guerra que parece imposible cuanto más cercana. En el optimismo de los años 40, cuando las ciudades parecían, ya, demasiado atiborradas, el jazz ritmaba la vida en Occidente.
Desde el cine y la radio, en discos frágiles o confiterías familiares, distintas vertientes de una música que comenzó siendo negra y caliente, capitalizaban, en Buenos Aires, los fervores que florecían al margen del tango. Treinta años más tarde nombres míticos conservan aún la aureola impoluta de no haber sido jamás demasiado populares, de haber servido siempre a ese lenguaje, el del jazz, como oficiantes de un rito para iniciados.
Pero desde que el jazz dejó de ser música bailable, los otros, los creadores de un sonido cotidiano, retrocedieron, sonrisa y saxo en ristre, ante tropicalismos primero, frente al rock después. Hoy, Buenos Aires atesora, todavía, grupos y capillas de oficiantes rigurosos junto a una generación joven, lúcida, que alimenta nuevos cauces para la vieja pasión. A la sombra de tales místicas florecen espléndidos rencores. Irreconciliables, los tradicionalistas y los amantes del free, enfrentan ideologías en batallas que sólo interesan a los combatientes.
Excepto cuando los jingles o el beat los reclaman, ciertos nombres permanecen oscuros para la masa. Ningún rating se ocupa de los recitales en que dos centenares de espectadores son una multitud. Sin embargo, esas sectas donde intérpretes, creadores y público se confunden en un ambiente que se autoabastece y se autodevora, nuclean a algunos de los más hábiles y creadores músicos argentinos. Convencidos de que, como todo lenguaje, el jazz evoluciona desde sus raíces, imaginando futuros espléndidos en que una sensibilidad nueva tome por asalto la adhesión de un público mayoritario, los jazzmen locales oscilan entre vivir su expresión como un hobby o como un compromiso implacable.
Marginados de los medios de consumo masivo, arrojados a una forma de la incomunicación y, por ende, de la esterilidad, los más jóvenes asumen su lenguaje como un arma expresiva. Empuñándola, se niegan a ser fagocitados por la moda y afirman una voluntad de supervivencia que es un desafío. Como lenguaje vivo, es posible que el jazz tenga, aún, mucho que decir por su intermedio.

EL UNIVERSO HERMÉTICO. Desde hace casi un cuarto de siglo el cochambroso piso de Carlos El Marqués Tarsia en la bajada de Ayacucho cobija dos veces por semana —los miércoles y los domingos— a una selecta parcela de cuantos se despepitan por el jazz. La medianoche fija el límite para los solos, las improvisaciones y las maratónicas pizzas: es que, prudente, el anfitrión trata de no desvelar al vecindario. Sus huéspedes están invariablemente embarcados en la
corriente moderna (la que se produjo en la década del sesenta) y en el free, definido como una revisión y renovación de los elementos tradicionales, según nuevas pautas armónicas, rítmicas, expresivas y estructurales. El santuario de Tarsia, donde obviamente no faltan ni el piano, ni la batería, ni los saxos y trompetas, fue el marco para una mesa redonda organizada por Panorama para analizar los problemas del jazz en la Argentina. Baby López Furst, Rodolfo Alchourrón, Santiago Giaccobe y Pocho Lapouble fueron algunos de los monstruos sagrados que asistieron a la cita. Entre los creadores, el fervoroso dueño de casa, y Rodolfo Puetz, jazzman vocacional y correcto ejecutivo, surgieron los temas que incendian las vigilias de los adeptos.

PUBLICO Y VIGENCIA. Alchourrón: Podemos admitir que el jazz en la Argentina atraviesa por una crisis: tiene menos público en relación con otros lenguajes de captación masiva, por ejemplo, la música beat; pero en relación con su propia trayectoria mantiene un público estable.
López Furst: Si el lenguaje de jazz no ha muerto, la captación del público es coyuntural. Al hablar de un lenguaje vigente cabe preguntarse ¿para quién? ¿para cuántos? Lo que yo toco está artísticamente superado y, sin embargo, me siento moderno.
Giaccobe: La Porteña Jazz Band o la Antigua, que son dos modelos en su género, lo único que hacen es recrear estilos cerrados. No puedo negar que cuando tocaba dixieland gozaba como un descosido. Estos muchachos, cuanto más parecidos a King Oliver más felices se sienten.
Alchourrón: No existe un jazz argentino: es un lenguaje universal. Se puede hablar bien o mal, como el inglés. Pero es inevitable que sin ellos (los músicos de Estados Unidos) nos sentiríamos huérfanos.
López Furst: Los argentinos le ponemos a esta música algo distinto: una sensibilidad latina. Aquí hay un toque distinto. No sé si a veces gusta o no. En esencia pienso que tocar jazz en nuestro país es un trasplante. Es algo no natural. Sentimos que hacemos cosas propias de otras gentes motivadas por vivencias distintas. Es asombroso que aquí alguien pueda tocar jazz porque el clima de Buenos Aires alienta al tango.
Giaccobe: No creo que tengamos mentalidad colonial por estar en lo que estamos. El fenómeno del jazz se da en todas las latitudes, incluidas la Unión Soviética o Polonia. A lo mejor sí, somos colonizados, pero no por tocar jazz. Existe otra particularidad: aquí el público se satura del contacto con la misma gente. Una misma ciudad para un mismo grupo de escuchas devotos no es lo ideal. El músico norteamericano trabaja apenas tres meses en Nueva York, pasa luego a otros estados y algunos vuelan a Europa, de vez en cuando a América latina. No falta algún partidario del Poder Negro que se larga al África. En cambio, nosotros estamos hartos de tocar ante las mismas caras. Son los inconvenientes de hallarnos geográficamente aislados. Cualquier jazzman francés sube al auto y recorre Suiza, Alemania o España. Lamentablemente no constituimos una mercadería demasiado valiosa para irnos al exterior.
López Furst: Yo creo que hay aquí un buen nivel para trabajar afuera, en Europa concretamente. Porque el nivel profesional exigido para grabar en los Estados Unidos lo cubren apenas dos o cuatro músicos locales.
Tarsia: Retomando el tema de la vigencia del jazz hay que señalar dos hechos: ahora los jóvenes se animan a ir a los conciertos y así descubren un mundo ignorado. Además los ejecutantes se multiplican día a día.
Giaccobe: Pareciera que la juventud necesita cosas tan rápidamente asimilables cuanto desdeñables.
Alchourrón: El gran interrogante es si se puede vivir del jazz. Yo creo que si se quiere tener un confort normal y cotidiano (nada de velero o casa de fin de semana) la cosa no da. A juicio de ciertos puristas, quienes vivimos de otras vertientes musicales nos prostituimos. Yo ya lo elaboré: ambas alternativas son válidas si hay sinceridad.
Lapouble: Cuando hago música comercial y luego jazz, en esta segunda etapa toco mejor. Con que haga una grabación diaria me doy por satisfecho, si después puedo ejecutar lo que siento y con quienes quiero.

NO TERGIVERSAR. López Furst: Suele decirse que algunos músicos se sienten orgullosos de ser élites. Yo no sé si habrá alguien así: en el fondo es una cuestión individual. Ese presumible orgullo de que tocamos para una minoría es nuestro “peor es nada”: porque el ideal es lo otro. Si yo supiera una vez que son mil y no uno los que gritan yes me sentiría en el paraíso.
Alchourrón: Hay enormes distorsiones en el ambiente. En jazz, un tipo, para ser estrella, tiene que tocar muy bien y salvo casos excepcionales eso requiere estudio. En el beat sucede justamente lo contrario: apenas rasguean la guitarra se sienten divos. Y no saben que hay verdaderos monstruos fuera de la secta.

EL GRAN ACUERDO. Hacia el final las coincidencias fueron muchas entre los invitados: la falta de promoción estatal, la necesidad de un boliche dedicado exclusivamente al jazz en vivo, la falta de una adecuada producción discográfica. Rodolfo Puetz sintetizó una verdadera inquietud: “Todos los músicos de jazz quisieran vivir de su música y sé que casi nadie lo logra. Pero en la medida que se promocione la calidad —en cualquier género— también prosperará el jazz”.

Recuadro en la crónica_____________
¿Te acordás hermano? ¡Qué tiempos aquéllos!
Ambos tienen la misma edad: 60 años. En la época de oro del jazz —allá por las décadas del treinta y del cuarenta— ganaron buena reputación soplando el saxo tenor. El corpulento Juan Ibarra aún lo hace en las trasnoches de Scandale, un melancólico reducto del Bajo. Ricardo Bozzo, en cambio, optó en 1943 por enseñar a los más jóvenes el instrumento de sus triunfos; también el clarinete. El Gato Barbieri tal vez sea su discípulo más famoso. Estos son sus recuerdos:
Ibarra: Estuve en la orquesta de Héctor Lagna-Fietta en la confitería Odeón hacia 1938. Eran tiempos macanudos. En los barcos de la Mac Cormick venían muchos músicos norteamericanos y hacíamos unas jam sessions de órdago hasta el mediodía siguiente. El punto de reunión era el sótano de la vieja Helvética o si no el Imperio, en Lavalle y Maipú. Caían Villegas, Panchito Cao y muchos amigos más. El negro Tony le daba a la batería y, en el contrabajo, un yanqui de tez blanca tocaba con el arco y cantaba las notas. Se supo que esta rareza la inventó Slam Stewart, uno de los muchachos de Benny Goodman. Emilio Manzanita Méndez era otro de los de fierro y a veces se volvía a patitas hasta Lanús. Pero había un fenómeno: Juan Salazar. Una noche Villegas me dice: "Vamos a tocar El conejito melancólico, un tema de Ellington”. Lo tocábamos en si bemol y de pronto "el Mono” lo pasó a si mayor. Medio tono puede matar, pero él en la trompeta lo agarró sin pifiar. ¡Qué oreja tenía! En el verano del 40 yo tocaba en el auditorio del SODRE, en Montevideo, y casi al final de Polvo de estrellas una gordita se levantó de la platea y gritó: ¡Divino! Es que las uruguayas son corteses.
Bozzo: Al principio yo era pianista de una típica. El saxo me lo enseñó después el padre de Buby Lavecchia. En el 36 vine de Rosario y comencé en el cabaret Imperio que quedaba en Maipú al 400. ¡Qué pizzas hacíamos! Todos improvisábamos y tanto le gustaba al dueño que nunca le llegaba el turno a los tangueros. El americano Montero —gran curda— a veces se iba para atrás en la silla cuando agarraba para arriba. Yo caí a Buenos Aires con lo prestado y hoy vivo de rentas en un regio departamento en el barrio Norte. Todo gracias al jazz. Hasta actuaba en cinco orquestas distintas y los bailes y las grabaciones se multiplicaban. Hoy, ¿quién puede repetir la aventura? En este momento el panorama es malo: hay grandes valores jóvenes con muchas posibilidades pero nadie les da una oportunidad. Entonces terminan vendiéndose a la televisión. Lo lindo es como en los Estados Unidos: que uno se vuelva viejo o pelado, la gente lo escuche, cierre los ojos y diga: ¡Qué bien toca! Pero no: aquí la lógica es abrirse del jazz a cierta altura de la vida. Antes había mucha competencia. Estaban todos los leones. Al paso que vamos —y lo digo como maestro— dentro de diez años se terminan los saxofónistas. Tal vez sobrevivan los ejecutantes de otros instrumentos. En mi época grabábamos después de los conciertos y la gente nos esperaba en la calle como si hoy habláramos de Sandro. Yo sí que estuve en todas: coa los Santa Paula Serenaders, René Cóspito, Osvaldo Norton, los Dixie Pals y muchas otras orquestas. Llegué hasta Chile. ¡Qué catacumba me vino ahí! Bajé 30 kilos. Eso seguro fue el primer paso para sacarme la vesícula. Pero todavía estoy vivito y coleando.

Informe de Aída Bortnik y Carlos Bégue
Revista Panorama
18.01.1972

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