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Emiliozzi: Riendas para el vértigo

Los ojos de José Valerga hurgaron ansiosamente el camino. La mancha rojiazul surgió por fin y pareció estallar ante Valerga para cubrir después, en un instante, los metros finales de la competencia. Cuando Dante y Torcuato Tito Emiliozzi se descolgaron del trueno —casi a la una y veintidós minutos de la tarde del domingo 15—, acababan de ubicarse a las puertas del título de campeones argentinos de carretera. “Será la tercera vez que lo logren —alardeó Valerga—, y ya es una costumbre.”
Los Emiliozzi sonrieron apenas. Estaban todavía helados por el vértigo: quizá no sea gozoso volar sobre un Ford, algo así como jugar a la ruleta rusa, no con un revólver sino con una pistola repleta de municiones. Ciento doce minutos atrás, un Chevrolet había reventado tras dar espantosos golpes de karate en los atajos de la serranía tandilense: Juan Carlos Facchini yacía triturado. También dos espectadores habían caído para siempre, y media docena más cayeron todavía vivos, pero con enormes heridas: todos ellos atrapados por bólidos zigzagueantes en el deslinde de los doscientos kilómetros por hora. “Hoy llovió sangre en Tandil’’, lloró histéricamente el aficionado Luis Feldman ante los grandes manchones rojos. Él mismo estaba escarlata, porque la sangre de sus amigos lo había cubierto de pronto. Miguel Ernesto Olleros, un español cincuentón, se atrevió a filosofar: “En España tenemos las corridas de toros. Aquí los argentinos se cazan a sí mismos cada domingo del año, así, de esta cruel manera.”
Dante Emiliozzi no entiende filosofía. Conoce, en cambio, su tenaz compulsión. Musitó sencillamente: “Nos criamos entre los fierros y vamos a continuar. Yo mismo no sé hasta cuándo.” Después, los Emiliozzi regresaron a su ciudad natal, Olavarría, inquietos por afinar aún más el Ford. Con él penetrarán en el intrincado kilometraje del Gran Premio Argentino de Carretera, una prueba que ya no será de fuego para ellos, porque el camino al Campeonato está sólidamente enripiado por la decena de éxitos de la temporada.
Treinta y dos horas antes de la largada de Tandil, PRIMERA PLANA halló a los hermanos Emiliozzi en su taller de la calle Necochea, en Olavarría. Dante y Tito escrutaban el rostro plateado, negro, rojo, verde, amarillo y azul del ocho cilindros Ford. Era casi la medianoche del viernes 13, una hora temprana, porque el clan suele trabajar hasta más allá de las cuatro de la madrugada. Oficiaban como sacerdotes de un metálico rito, asistidos por otros engrasados mecánicos y rodeados por mudos fieles.
Las miradas de Dante y de Tito emergieron del motor, se cruzaron, e instintivamente convinieron en que “estaba a punto”. “Para cada carrera —explicó Dante— tenemos que inventar algo nuevo. Sobre todo ahora que los Chevrolet se han avivado de golpe,” Los fieles sonreían respetuosamente. Estaban convencidos de que el motor ya había absorbido los nuevos secretos. “Muchas cosas son explicables —reveló Raúl Irureta Goyena, jefe de repuestos de la agencia Ford—. Hay otras que ni yo mismo termino de entender. Hace muchos años que veo a los Emiliozzi trabajar en sus motores, y no hay nada que discutir: sus secretos son algo más que técnicos. Estos dos son magos.”
El resultado de esa magia es un rayo capaz de deglutir un kilómetro en 15 segundos, despuntando los 240 kilómetros por hora. Aunque el rayo sea, latamente, un motor Ford 46 insertado sobre una carrocería 1939. Cuando los ejecutivos norteamericanos de la Ford escucharon la historia a los Emiliozzi, introdujeron a los hermanos en un museo donde el parsimonioso brazo del recuerdo mostraba apenas un modelo 1940.
Los recuerdos de José Valerga llegan más lejos. Es el abuelo para el clan. A sus sesenta años —casado, una hija, una nieta— interviene persistentemente en la preparación de los bólidos. La relación de Valerga con la familia Emiliozzi comenzó hace más de tres décadas, cuando el padre —Torcuato, acaba de cumplir 74 años— trataba de extraer velocidades crecientes a antiguos motores. Valerga corrió en pistas de la provincia de Buenos Aires, y hacia el 40 llevó como acompañante a Tito, quien al poco tiempo inició su propia 'búsqueda del vértigo.
En los años 50, cuando comenzó la campaña de los Emiliozzi en las carreteras, Dante tomó el volante, y Tito, con una vista desmejorada por anteriores esfuerzos, se sentó a su lado sin protestas. “Es un error hablar de uno solo de ellos —recalcó uno de los fieles, César B. González—, porque las grandes cosas siempre las hicieron juntos. En realidad parecen siameses.” Valerga está de acuerdo. Al cerrarse el taller, ya con el monstruo de acero listo para bramar sin sosiego. Tito cruzó a su casa y después fue a jugar un rato al mus en el Club Español. Dante prefirió sumergirse en su cama.
“Esta gente habla poco —comentaron los parroquianos de un Bar-Minutas frente al cine Olavarría—; son secos estos Emiliozzi. Es muy difícil sacarlos de los fierros.” Dante y Tito confirmaron luego a PRIMERA PLANA este juicio popular. Con ellos sólo se conversa con esfuerzo. Tito, el mayor —52 años, casado, dos hijas—, casi no habla. Cuando lo hace, su voz es un nervioso susurro y sus ojos, tras oscuros cristales, suelen mirar hacia abajo. Su rostro, cruzado de arrugas como sus manos, es pálido y casi enjuto comparado con el de su hermano. PRIMERA PLANA entró en su confortable casa, ubicada frente mismo al taller. Irma, su mujer, fijó sus ojos azules hacia afuera atisbando los preparativos de la partida. “Quiero que termine de una vez —se quejó—, quiero tener a mi marido en casa. No puedo ocultar que sufro mucho.” La hija mayor, Irma (17 años), asintió silenciosamente. “Cuando él se va —reveló— quedamos encadenadas a la radio hasta
saber que todo ha terminado.” Silvia, la otra hija —16 años—, no sufre. Vive maravillada con las hazañas de su padre, y también ella quisiera ser volante del vértigo. “Si la hubiéramos dejado —explicó la madre— ya estaría corriendo. ¿Usted se imagina? Yo me volvería loca. Ahora quiere ser profesora de educación física.” Irma, en cambio, espera el momento de partir hacia La Plata, donde piensa sumergirse en la mansa carrera universitaria de Filosofía y Letras.
Dante es un hombre solo. Según el pueblo, hace diez años que está de novio. Tiene 48 años, pero no sabe cuándo se casará. “Por ahora quiero seguir corriendo; ya me casaré algún día”, dijo sin disculparse. Vive solitariamente en su propia casa, a la vuelta del taller. “A Dante le gustan las fiestas —comentó maliciosamente Goytena—, pero tampoco tiene mucho tiempo.” En 1964, los Emiliozzi no tuvieron vacaciones. Prefirieron descansar sólo tres días en Mar del Plata y asomarse a las Mil Millas de Indianápolis en Estados Unidos, antes que dejar de navegar persistentemente más allá de las cinco mil cien revoluciones por minuto. Dante es menos triste y huidizo que Tito. Es más alto y más gordo, no encorva sus hombros. Sobrenada sin irritación visible los palmoteos, los empujones y las asfixias de la popularidad. Es capaz de sonreír como un padre cariñoso, cuando una nena de seis años le reclama con temor un autógrafo. “Esto me cansa más que el coche —farfullaba entretanto Tito ante una manifestación de devotos—, y la verdad es que me harta.”
Al trepar al Ford a las 8 del sábado 14, el ánimo de los Emiliozzi era serio y concentrado. Antes de enfilar hacia Tandil, se lanzaron en prueba por la recta a Lamadrid. El trueno rojinegro resonaba como música de aleluyas para los habitantes de Olavarría. “Estos hermanos —declararon los dueños del mejor hotel de la zona— son los artistas, los únicos artistas que tenemos.”
Cerca de las 9, el Ford había dejado de restallar en el camino. Volvía a remolque de la camioneta que manejaba Juan Carlos Alessandrini (28 años, soltero), jefe de auxilios del clan. La máquina había temblado inexplicablemente, y después una vibración pareció machacar las esperanzas de los Emiliozzi. Empero, sin murmurar una palabra, no se consideraron liquidados. Minutos más tarde, el motor pendía de un crique hidráulico, mientras se le cambiaba el volante y el embrague. La dificultad había partido de la fibra de un disco del embrague. El regreso de los corredores a la ciudad pareció horadar el hígado de los olavarrienses. Hombres, mujeres y niños se asomaron al taller para vivir el dramático “rescate” del motor. Carlos de la Vega (47 años, comerciante en cueros y lanas) se ofreció para sostener la palanca del crique, mientras una docena de chicos menores de 10 años colgaba sus pupilas del motor. La mujer de Tito anunció que para el mediodía todo estaría listo de nuevo, y con su hija mayor preparó, resignada, unas milanesas para el clan.
A las 12.45 partieron nuevamente. El cronista de PRIMERA PLANA se embarcó en el bólido y participó de la prueba. El vértigo se prendió como una ventosa fría al estómago, y entre el brutal zumbido pareció distinguirse un delicado susurro. Valerga explicó después que “eso podría ser el balanceo de las arandelas”, riendo gozosamente del temor ajeno. El horizonte del camino no terminó de abrirse nunca. Las únicas postas de referencia parecieron ser unas negras nubes en viaje hacia el Sudoeste. A cinco leguas de Olavarría cayó el aguacero, con gotas como gorras de vascos, según la definición de Alessandrini. Dante hundió más el pedal con el pie derecho, y la máquina sobrepasó los 220 kilómetros por hora.
El Ford fue detenido junto a una estación de servicio de la ruta 226. Allí se le cambiaron las gomas nuevas por otras traídas a bordo de la camioneta de Alessandrini. El clan comió las milanesas y apuró dos litros de vino, mientras los camioneros se acercaban con sigilo para extasiarse un rato. Desde ese descanso, la máquina fue remolcada hasta Tandil. “Ahora sí: mañana podrán volar tranquilos”, interpretó de la Vega tras escrutar los rostros de los Emiliozzi.
En Tandil brotó otra vez la enardecida imagen de una Argentina interior que ríe y llora con el vértigo, y está presta a morir con él. Un chaparrón de pilletes cayó sobre el coche en las primeras calles. Muchos golpearon la carrocería agarrándose golosamente al imprevisto anticipo de la carrera. Eran los mismos que a la tarde siguiente se apretarían en las curvas de noventa grados, para convertirse, sin preverlo, en víctimas del holocausto que se ofrendó sobre el camino de. la serranía. “Convénzase —dijo a PRIMERA PLANA el espectador Julián Criscuolo—, nadie vendría a ver una carrera si la muerte no estuviera anotada. La gente quiere estar bien cerca. Sino, no tendría gracia.” Los Emiliozzi no supieron explicar si ellos corren más rápido o más lentamente que la muerte, pero Dante, revolviéndose en su asiento espetó: “Con cuidado, se puede andar más ligero todavía.”
Tito se hace el sordo cuando le preguntan cuánto cuesta todo esto. Dante enfrenta la inquisición con frases elusivas, apenas terminadas. Sus amigos están seguros de que gastan mucho más de dos millones de pesos por año. PRIMERA PLANA logró arrancar a Dante una estimación sobre los gastos en el Gran Premio: “Creo, como Rodolfo de Alzaga, que intervenir en él cuesta unos dos millones y medio.” Durante casi una docena de años ellos pagaron todo en la mayoría de las pruebas. Hace pocos meses, los concesionarios Ford se decidieron a financiar la magia de Olavarría. Semanas atrás obsequiaron a los Emiliozzi todos los materiales para construir una máquina totalmente nueva. La carrocería ya ha sido encargada a Baufer, el diestro germano que diseñó, entre otros el coche de Larry Rodríguez Larreta.
Tampoco los hermanos quieren hablar de sus ganancias. Este año jugaron su suerte en veinte carreras y ganaron la mitad. Estimaciones de socios del clan empinan en cuatro millones las utilidades en efectivo, entre premios y primas de distintas casas comerciales. Ford dio medio millón, y un millón les transfiere por año la empresa ATMA por pasear sus cuatro letras en las carreteras.
Antes de correr el premio Tandil Ciudad de Turismo el domingo 15, Dante y Tito se animaron a abrir juicio sobre algunos de sus rivales. Luis R. di Palma, el muchachón de la bocina sorpasso que vence desdeñosamente a los 18 años, no los conmueve con sus triunfos. En cambio, los irrita su indisciplina, su desparpajo, su insólita premura. De Bordeu sólo dijeron que “lo tiene todo servido.” Mencionaron con respeto a Carlos Pairetti, Carlos Charlie Menditeguy y, sobre todo, a Rodolfo Rolo de Alzaga. No hicieron comentario alguno cuando uno de sus mecánicos comentó con sorna que “Rolo toma mucho”. Juan Carlos Facchini también fue descubierto antes del trágico epílogo de su carrera: “Este Facchini me sorprende”, musitó Dante, mientras Tito miraba hacia abajo. Y añadió pensativamente: “Ha progresado mucho, de golpe.” Después lo vio delante de él, escapándosele siempre; sobrevolando las curvas sin intentar casi rebaje alguno; rebotando de pronto más allá del vértigo posible, y ya entre la muerte.
Revista Primera Plana
24/11/1964
 

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